lunes, 9 de enero de 2017

"Sadako y las mil grullas de papel".- Eleanor Coerr (1922-2010)


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 Buenas señales

«Sadako nació para ser una gran corredora. Su madre solía decir que Sadako había aprendido a correr aun antes de saber caminar.
 Una mañana de agosto de 1954, Sadako se despertó, se vistió deprisa y salió corriendo a la calle. El sol de la mañana reflejaba mechas de color castaño rojizo en su pelo negro. No había ni una sola nube en el cielo azul, lo cual era una buena señal. Sadako siempre buscaba señales de buena suerte.
 En la casa, su hermana y sus dos hermanos todavía dormían plácidamente. Sadako se acercó a su hermano mayor, Masahiro, y le dijo:
 -¡Despiértate, holgazán! Hoy es el Día de la Paz.
 Masahiro protestó entre bostezos. Quería seguir durmiendo, pero, como a la mayoría de los chicos de catorce años, tampoco le faltaba el apetito. Apenas le llegó el rico olor de la sopa de verduras, se levantó. Mitsue y Eiji lo hicieron poco después.
 Sadako ayudó a Eiji a vestirse. El pequeño tenía seis años, pero a veces perdía un calcetín o la camisa. Luego dobló los edredones, ayudada por su hermana Mitsue, que tenía nueve años, y los guardó en el armario.
 Sadako entró como un torbellino en la cocina, gritando:
 -¡Mamá, me muero de ganas de ir al carnaval! ¿Está listo el desayuno?
 Su madre estaba cortando los rábanos para servirlos con el arroz y la sopa. Se detuvo, miró a Sadako severamente y le dijo:
 -Tienes once años. Ya eres lo suficientemente mayor para saber que hoy no es día de carnaval. Todos los años, el 6 de agosto, recordamos a los que murieron cuando la bomba atómica cayó sobre nuestra ciudad. Hoy es un día conmemorativo.
 El señor Sasaki entró en ese momento por la puerta de atrás.
 -Así es -dijo-. Sadako chan, debes ser más respetuosa. Tu propia abuela murió ese horrible día.
 -Pero yo respeto a Oba chan -se excusó Sadako-. Todas las mañanas rezo por su espíritu. Lo que sucede es que hoy me siento contenta...
 -Por cierto, es hora de rezar -dijo su padre.
 La familia Sasaki se congregó alrededor del pequeño altar presidido por una fotografía de Oba chan, enmarcada en un cuadro dorado. Sadako levantó la vista al techo y se preguntó si el espíritu de su abuela flotaría sobre el altar.
 -¡Sadako chan! -la regañó su padre.
 Sadako bajó la cabeza al instante. Mientras su padre hablaba, ella se entretenía moviendo los dedos de los pies. El señor Sasaki rezó para que los espíritus de sus antepasados hubiesen encontrado la paz y la felicidad. Dio gracias por su barbería y por los hijos tan buenos que tenía. Y rogó para que su familia fuese protegida de aquella enfermedad tan terrible, producida por la bomba atómica, que se llamaba leucemia.
 Muchas personas seguían falleciendo a causa de esa enfermedad. Aunque hacía ya nueve años que la bomba había caído sobre Hiroshima, el aire había quedado inundado de radiación, una especie de veneno que permanecía en el cuerpo de las personas durante mucho tiempo.
 Sadako se comió el arroz en un santiamén y se tomó la sopa a grandes sorbos. Masahiro aprovechó para comentar que algunas niñas comían como si fuesen dragones hambrientos. Pero Sadako no le prestó atención. Sus pensamientos estaban en otra parte: en el Día de la Paz del año anterior. Le encantaba el gentío, la música, los fuegos artificiales y podía saborear, en su mente, el delicioso algodón de azúcar.
 Sadako fue la primera que acabó de desayunar. Al levantarse de la mesa, casi la vuelca. Era más alta de lo normal para su edad y sus largas piernas siempre tropezaban con algo.
 -Acaba Mitsue chan -apremió Sadako-. Cuanto antes freguemos los platos, más rápido podremos salir.
  Una vez limpia y recogida la cocina, Sadako se ató las trenzas con unos lazos rojos y se plantó en la puerta de la casa a esperar impaciente.
 -Sadako chan -le dijo su madre con dulzura-, no saldremos hasta las siete y media. ¿Por qué no te sientas tranquila hasta que sea la hora de irnos?
  Sadako se dejó caer sobre la estera de tatami. Sus padres nunca tenían prisa por nada. Mientras esperaba sentada, observó una araña que se paseaba, atareada, de un lado a otro de la habitación. Una araña era señal de buena suerte. Ahora Sadako estaba convencida de que sería un magnífico día. Tomó la araña entre sus manos, con mucho cuidado, salió afuera y la puso en libertad.
 -¡Qué tontería! -dijo Masahiro-. Las arañas no traen buena suerte.
 -Ya lo veremos -le contestó Sadako alegremente.»

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