domingo, 22 de enero de 2017

"Recuerdos de la revolución de 1848".- Alexis de Tocqueville (1805-1859)


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 Segunda parte
 V

 «Ha habido revolucionarios más malvados que los de 1848, pero no creo que nunca los haya habido más tontos: no supieron ni servirse del sufragio universal ni prescindir de él. Si hubieran hecho las elecciones al día siguiente del 24 de febrero, cuando las clases altas estaban aturdidas por el golpe que acababan de recibir y cuando el pueblo estaba más emocionado que descontento, habrían obtenido tal vez una Asamblea según sus deseos. Si hubieran optado, audazmente, por la dictadura habrían podido conservarla algún tiempo en sus manos. Pero se entregaron a la nación, y, al propio tiempo, hicieron todo lo que podía alejarla de ellos. La amenazaron, mientras se entregaban a ella. La amedrentaron con la audacia de sus proyectos y con la violencia de su lenguaje, y la invitaron a la resistencia con la debilidad de sus actos. Adoptaron el aire de ser sus preceptores, al mismo tiempo que se sometían a ella. En lugar de abrir sus filas después de la victoria, las cerraron celosamente y parecieron, en una palabra, haberse entregado a resolver este problema insoluble, a saber: gobernar con la mayoría, pero contra el gusto de ésta.
 Siguiendo los ejemplos del pasado sin comprenderlos, se imaginaron, tontamente, que bastaba convocar a la gente a la vida política para unirla a su causa y que, para hacer amar la república, era suficiente otorgar unos derechos sin procurar unos beneficios. Olvidaban que sus precursores, al mismo tiempo que hacían electores a todos los campesinos, destruían el feudo, proscribían la corvée, abolían los demás privilegios señoriales y repartían entre los antiguos siervos los bienes de los antiguos nobles, mientras que ellos no podían hacer nada semejante. Al implantar el sufragio universal, creyeron convocar al pueblo en ayuda de la revolución y lo único que hicieron fue darle armas contra ella. Sin embargo, estoy lejos de creer que fuese imposible hacer brotar pasiones revolucionarias incluso en el campo. En Francia, todos los labradores tienen alguna porción de tierra y, en su mayoría, tienen hipotecada su pequeña hacienda. Su enemigo ya no era el noble, sino el acreedor, y era a éste al que convenía atacar. No había que prometer la abolición del derecho de propiedad, sino la abolición de las deudas. Los demagogos de 1848 no se percataron de este medio. Se mostraron mucho más torpes que sus precursores, sin ser por ello más honestos, porque fueron tan violentos y tan inicuos en sus deseos como los otros lo habían sido en sus actos. Pero, para realizar actos de iniquidad violenta, no le basta a un gobierno con querer, ni siquiera con poder, sino que es necesario también que las costumbres, las ideas y las pasiones de la época se presten a ello.
 Las elecciones fueron, pues, en su mayoría, contrarias al partido que había hecho la revolución, y tenían que serlo. Éste, no por ello, dejó de experimentar una sorpresa muy dolorosa. A medida que veía rechazados a sus candidatos, entraba en una gran tristeza y en una gran cólera, se le oía quejarse, ora tiernamente, ora duramente, de la nación, a la que trataba de ignorante, de ingrata, de insensata, enemiga de su propio bien. Me recordaba al Arnolphe de Molière, cuando dice a Agnès: "pero, en fin, ¿por qué no amarme, señora impúdica?".
 Lo que no era ridículo, sino realmente siniestro y terrible, era el aspecto de París, cuando yo llegué. Encontré en la ciudad a cien mil obreros armados, ordenados en regimientos, sin trabajo, muriendo de hambre, pero con el espíritu atiborrado de teorías huecas y de esperanzas quiméricas. Vi la sociedad partida en dos: los que no poseían nada, unidos en una común codicia, y los que poseían algo, en una común angustia. Ya no había lazos, ni  simpatías, entre aquellas dos grandes clases: por todas partes, la idea de una lucha inevitable y próxima. Ya los burgueses y el pueblo -porque habían vuelto a emplearse estos antiguos nombres de guerra- habían llegado a las manos, con suertes contrarias, en Rouen y en Limoges. En París, no pasaba día sin que los propietarios fuesen atacados o amenazados en su capital o en sus rentas. Tan pronto se quería que diesen trabajo sin vender, como que liberasen a sus inquilinos del precio de los alquileres, cuando ellos mismos no tenían otras rentas para vivir. Y se plegaban cuanto podían a todas aquellas tiranías, a la vez que trataban de sacar partido, por lo menos, de su debilidad, haciéndola pública. En los periódicos de entonces, yo recuerdo haber leído, entre otras cosas, este anuncio, que todavía me impresiona como un modelo de vanidad, de poltronería y de estupidez, mezcladas bastante artificiosamente: "Señor redactor -se decía-, me valgo de la voz de su periódico, para comunicar a mis inquilinos que, deseando poner en práctica con ellos los principios de fraternidad que deben guiar a los verdaderos demócratas, entregaré a aquellos de mis inquilinos que la reclamen carta de pago definitiva del importe del próximo plazo". 
 Mientras tanto, una sombría desesperación se había apoderado de aquella burguesía tan oprimida y amenazada, y aquella desesperación se convertía, insensiblemente, en coraje. Yo siempre había creído que no se podía esperar la regulación gradual y pacífica del movimiento de la revolución de Febrero y que no se detendría más que, de repente, mediante una gran batalla que se daría en París. Lo había dicho desde el día siguiente del 24 de febrero, y lo que vi entonces me persuadió de que aquella batalla no sólo era, efectivamente, inevitable, sino que el momento estaba próximo y que era de desear que se aprovechase la primera ocasión para entablarla.
 La Asamblea Nacional se reunió, por fin, el 4 de mayo. Hasta última hora se dudó de que pudiera hacerlo. Creo que los más ardientes de los demagogos tuvieron varias veces, en efecto, la tentación de prescindir de ella, pero no se atrevieron: estaban anonadados bajo el peso de su propio dogma de la soberanía del pueblo.»

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