martes, 31 de enero de 2017

"El castillo de Otranto".- Horace Walpole (1717-1797)

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 Capítulo I

  «Manfred, príncipe de Otranto, tenía un hijo y una hija; ésta, hermosísima doncella de dieciocho años, se llamaba Matilda. El hijo, Conrad, tres años menor, era un joven enfermizo, apocado y poco prometedor; sin embargo, era el favorito de su padre, el cual nunca mostró síntomas de afecto por Matilda. Manfred había concertado el matrimonio de su hijo con Isabella, hija del marqués de Vicenza. Ésta había sido ya entregada por sus tutores a Manfred con el fin de que la boda se celebrase en cuanto lo permitiera el débil estado de salud de Conrad. La impaciencia de Manfred por llevar a cabo la ceremonia no había pasado desapercibida entre su familia y sus vecinos. Ciertamente, los primeros, conociendo la irascibilidad del príncipe, no osaban manifestar sus conjeturas ante tal precipitación. Su esposa, Hippolita, dama afable, se atrevía a veces a comentar el peligro que suponía casar a su hijo único tan pronto, alegando su extremada juventud y su falta de salud. Pero nunca obtuvo otra respuesta que los comentarios sobre su propia esterilidad, que le había dado tan sólo un heredero. Sus súbditos y arrendatarios eran menos cautos en sus observaciones. Atribuían esta boda precipitada al terror del príncipe a ver cumplida una antigua profecía, según la cual, al parecer, la familia actual perdería el castillo y el señorío de Otranto cuando el verdadero dueño se hiciera demasiado grande para habitarlo. Era difícil encontrar algún sentido a la profecía y aún más ver la relación que guardaba con la boda en cuestión. No obstante, estos misterios o contradicciones no disminuían el fervor con que el pueblo mantenía su opinión.
 Se fijó el cumpleaños del joven Conrad como fecha para los esponsales. Los invitados se encontraban reunidos en la capilla del castillo y todo estaba dispuesto para el comienzo del oficio religioso, cuando se vio que faltaba el propio Conrad. Manfred, que no había visto marcharse a su hijo, e impaciente ante el mínimo retraso, mandó a uno de los criados en busca del joven príncipe. El sirviente no se había ausentado tan siquiera el tiempo necesario para cruzar el patio hasta los aposentos de Conrad, cuando regresó corriendo, sin aliento y alteradísimo, con los ojos desorbitados y arrojando espuma por la boca. Sin decir palabra, señaló hacia el patio. Los invitados estaban presos de asombro y terror. La princesa Hippolita, sin saber lo que ocurría, pero temiendo por su hijo, se desmayó. Manfred, no tan asustado como irritado ante la dilación de los esponsales y la estupidez del criado, preguntó imperiosamente qué sucedía. El hombre no respondía y seguía señalando hacia el patio; pero al cabo contestó a las numerosas preguntas que le hacían, gritando:
 -¡El yelmo! ¡El yelmo!
 Entretanto, algunos de los invitados habían corrido hacia el patio, de donde provenía un ruido confuso de gritos, terror y sorpresa. Manfred, que empezaba a inquietarse ante la ausencia de su hijo, fue a enterarse del motivo de tan extraña confusión. Matilda se quedó con el fin de ayudar a su madre, y lo mismo hizo Isabella, que además deseaba evitar dar muestras de impaciencia por el novio, por quien, en realidad, sentía poco afecto.
 Lo primero que distinguió Manfred fue un grupo de criados esforzándose por levantar lo que parecía una montaña de plumas negras. Se quedó mirando sin dar crédito a sus ojos.
 -¿Qué hacéis? -gritó enfurecido-. ¿Dónde está mi hijo?
 Un coro de voces le contestó:
 -¡Ay, señor! ¡El príncipe! ¡El yelmo, el yelmo!
 Sobresaltado ante tan tremendos gritos y temiéndose cualquier cosa, se acercó apresuradamente. ¡Qué escena para un padre! Allí yacía su hijo, despedazado, medio sepultado bajo un inmenso yelmo, cien veces mayor que cualquier casco hecho jamás para uso humano y cubierto de numerosas plumas negras.
 El horror del espectáculo, la ignorancia de los presentes acerca de cómo había ocurrido aquella desgracia y, sobre todo, lo tremendo del fenómeno que tenía ante sí, dejaron al príncipe sin habla. Su silencio se prolongó más de lo que hubiera durado el producido por el dolor. Con los ojos clavados en aquello que en vano quería creer que era una visión, parecía menos afectado por la pérdida sufrida que sumido en meditación sobre el fabuloso objeto que la había ocasionado. Tocó, examinó el yelmo fatídico. Ni siquiera los restos sanguinolentos y destrozados del joven príncipe lograban desviar los ojos de Manfred del fenómeno que tenía ante él. Todos los que habían conocido su predilección por el joven Conrad se encontraban tan sorprendidos por la frialdad de su príncipe como atónitos ante el milagro del yelmo. Sin indicación alguna de Manfred llevaron el cadáver desfigurado hasta la sala principal. Tampoco prestó atención a las damas que habían permanecido en la capilla. Es más, sin mencionar siquiera a su esposa e hija, las afligidas princesas, las primeras palabras que brotaron de los labios de Manfred fueron:
 -Cuidad a Lady Isabella.»

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