Capítulo VIII: Prólogo para una tragedia
Novelas y realidad
«Cuando salíamos del colegio de los maristas, en la calle de Fuencarral, donde hoy están los minicines, unos cuantos tirábamos hacia la glorieta de Quevedo y el grupo iba desgranándose poco a poco. Los últimos que quedábamos éramos Ángel García del Barrio, el hijo del comandante de carabineros, y yo. Hablábamos de películas, de cosas del colegio y también de política. Nuestras tendencias eran imprecisas. Casi todos los chicos tenían, o creían tener, las ideas de sus padres; aunque en los que eran un poco mayores que nosotros, los que en vez de quince años, como Ángel, tenían ya diecisiete o dieciocho, empezaban a apuntar las divergencias que se convertirían en trágicas. Éramos muchachos de la clase media, más bien de la baja clase media aunque muchos de ellos se creyeran otra cosa, y esa clase media en aquellos años no sabía para dónde tirar. De ella salieron los fascistas y también los intelectuales antifascistas. Ángel García del Barrio, de los más inteligentes del curso -en todas las asignaturas iba el segundo, porque al primero, Bernardo Rodríguez de Toribio, algo mayor que los demás alumnos, no había quien le superase-, sabía que su padre era monárquico, y poco más, y con eso tenía suficiente. Pero la derecha, toda la derecha, incluso la derecha liberal, en el año 36, después del triunfo del Frente Popular en las elecciones del 16 de febrero, daba la impresión de sentirse fascista, de ver en el fascismo su única tabla de salvación, de defensa de sus privilegios -ridículos privilegios los de la clase media, pero que a ellos les parecían grandes y respetabilísimos al compararse con los miserables obreros de entonces-. Por ello no es ilógico ni capcioso que socialistas, comunistas, anarquistas, llamasen fascistas a todos los que estaban enfrentados con la revolución obrera, aunque fuera desde otros ángulos. En aquellos tiempos, Gil Robles, líder de la democracia cristiana -que entonces no se llamaba así- no sólo parecía fascista, sino que lo era; como Calvo Sotelo, como Salazar Alonso. José Antonio Primo de Rivera lo confesaba, los otros, no. Pero todos parecían estar deseando ocupar su puesto en una futura España nacional-sindicalista, autoritaria, corporativa, católica, imperial. Los programas políticos de la extrema izquierda parecían demagógicos y la actitud de los partidos obreristas y de los sindicatos a partir de febrero del 36 quizás demostraba un enloquecido resentimiento y una falta de eficaz sabiduría política.
De estas cosas, y, como he dicho, de películas, de chicas, de los profesores del colegio, cada uno con su mote, "el Rabias", "el Gameto"..., hablábamos Ángel García del Barrio, el hijo del comandante de carabineros, y Arturo Fernández, el hijo del próspero ebanista, y yo, mientras íbamos, calle de Fuencarral arriba, y luego Eloy Gonzalo, hacia nuestras casas, vistiendo pantalones bombachos y con los libros bajo el brazo.
Pero definirse no era fácil. Estudiábamos en aquel sexto curso del bachillerato Ética y Derecho; en el Centro Mariano-Alfonsiano de Juventud de Acción Católica nos enseñaban Apologética; el hermano Daniel y los jóvenes falangistas nos enseñaban corporativismo y la teoría del golpe de Estado; en casa se leía el Heraldo, diario demagógico y divertido de izquierdas. Si eras un muchacho de derechas, un muchacho fascista, las chicas que estaban bien te miraban con mejores ojos. Pero había leído yo a Eugenio Sue y a otros folletinistas, como Michel Zevaco. [...]
Era yo en aquel año de 1936 un alumno de los maristas, hijo de una cómica, aspirante de la Juventud de Acción Católica, amigo y compañero de juegos de los hijos de los obreros de mi barrio, y también amigo de los hijos del comandante, del nieto del registrador de la propiedad. Mi madre era monárquica y, quizás por deformación profesional, le gustaba ir siempre bien vestida. Mi abuela era liberal (liberala, decía ella) y socialista -sin advertir la incongruencia entre tales términos, como parecen no advertirla los gobernantes de hoy- y no sé cuántas cosas más: odiaba a los curas y adoraba a San Antonio porque la ayudaba a encontrar el dedal, las gafas, el huevo de zurcir, etc.
Por lo que a mí respecta, en cuanto a política, era liberal, anarquista, católico -éste era un concepto político- y un poco de derechas por parte de madre, aunque nunca conseguí ser monárquico como ella. Mi madre era monárquica porque en los tiempos en que empezó en el teatro de la Princesa, Alfonso XIII solía ir a un palco a ver las representaciones. En cambio, mi abuela se consideraba liberal y republicana porque su marido tenía el mismo oficio que Pablo Iglesias y le había conocido. Aparte de estos motivos circunstanciales, a mí las razones de mi abuela para protestar siempre me parecieron más válidas que las de mi madre para estar conforme. El caso es que cada una tiraba para su lado y yo, a veces, me veía obligado a comportarme con cierta hipocresía. En algún aspecto tenía más claro el problema. Cuando andaba por los trece o catorce años, mi abuela insistía en su tendencia a vestirme de pobre y mi madre era partidaria de disfrazarme de muchacho rico. En eso, yo estaba con mi madre. »
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Realiza tu comentario: