miércoles, 11 de enero de 2017

"Eneida".- Publio Virgilio Marón (70 a.C. - 19 a.C.)


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 Libro VII

 «Existía en el Lacio hesperio una costumbre, que las ciudades albanas observaban de muy antiguo como sagrada y que hoy conserva todavía Roma, la señora del mundo, cuando se dispone a mover guerras, ya para llevar terrible estrago a los getas, ya a los hircanos o a los árabes, ya se encamine al país de los indios y avanzando más hacia la Aurora vaya a recobrar de los partos sus enseñas. Dos puertas hay en el templo de la Guerra, así las llaman, consagradas por la religión y por el miedo al cruento Marte; guárdanla cien cerrojos de bronce e indestructibles barras de hierro, y Jano, además, las custodia perpetuamente. Tan luego como el senado declara la guerra, el mismo cónsul en persona, vestido de la trábea quirinal y de la gabina toga, insignias de su dignidad, abre las rechinantes puertas y proclama la guerra; síguele toda la juventud, y con ronco son responden clarines a su vocerío. De esta manera querían que declarase Latino la guerra a los troyanos y abriese las infaustas puertas; mas no quiso el rey tocarlas con su mano y, rehuyendo aquel fatal misterio, fue a sepultarse en lo más profundo de su palacio. Entonces, la reina de los dioses, desprendida del cielo, empuja con su propia mano las puertas, harto tiempo cerradas para su impaciencia, y haciéndolas girar sobre sus goznes, rompe las férreas vallas de la guerra. Arde en bélico furor Italia, antes sosegada e inmóvil: unos se preparan a servir de peones; otros, jinetes en fuertes corceles, levantan con sus furiosas arremetidas nubes de polvo; todos buscan armas. Unos acicalan leves rodelas y brillantes dardos y afilan las segures en las piedras; todos se deleitan en tremolar banderas y en oír el ruido de las trompetas. Cinco grandes ciudades a porfía baten los yunques y renuevan las armas: la poderosa Atina, la soberbia Tibur, Ardea, Crustumera y la torreada Antemna. Forjan yelmos, reparos seguros para las cabezas; con dobladas varas de sauce forman adargas; otros labran corazas de metal; otros extienden la flexible plata en forma de leves grevas. Todos olvidan su amor a la reja y al arado; la hoz se trueca en arma; todos reforjan en el horno las espadas de sus padres. Suenan las trompetas, vuelan las órdenes de escuadra en escuadra. Éste, fuera de sí, ase el yelmo guardado en su hogar; aquél sujeta al no usado yugo sus fogosos caballos; cuál embraga el escudo y viste la loriga de triple franja de oro, cuál se ciñe la fiel espada.
 Abridme ahora, ¡oh Musas!, el Helicón e inspirad mis cantos; decidme cuáles reyes tomaron parte en aquella guerra, cuáles ejércitos llevaron en su seguimiento los campos, qué guerreros florecían ya entonces en la fecunda Italia, en qué guerras ardió por aquellos tiempos, pues vosotras, ¡oh diosas!, lo tenéis presente y podéis recordar al mundo esas cosas, que escasamente ha traído hasta nuestra edad un leve soplo de la fama.
 El primero que se encamina a la guerra desde las playas tirrenas con sus armadas huestes es el feroz Mecencio, despreciador de los dioses. Junto a él va su hijo Lauso, el más apuesto guerrero de Italia después del laurentino Turno. Lauso, domador de caballos y terror de las fieras, capitanea en vano mil guerreros de la ciudad de Agila; mancebo digno de mejor fortuna en el trono y de no tener por padre a Mecencio.
 En pos de ellos ostenta en el campo su carro, decorado con palmas y sus vencedores caballos, el hermoso Aventino, hijo del hermoso Hércules, llevando en su escudo la empresa paterna, la Hidra ceñida de cien serpientes. La sacerdotisa Rea, mujer unida a un dios, le dio a luz furtivamente en la selva del monte Aventino después que Hércules, muerto Gerión, llegó vencedor a los campos laurentinos y fue a bañar sus vacas iberas en el río Tirreno. Sus soldados llevan a la guerra picas y terribles chuzos con ocultos rejos y pelean con lanzas sabinas de redondo cabo. Aventino, a pie, ceñido de la piel de un enorme león, erizada de espantosas vedijas y cubierta la cabeza con las quijadas de la fiera, en que todavía brillan sus blancos dientes, se encamina al real alcázar, horrible con aquellos arreos, a la usanza de los de su padre Hércules.
 Vienen después dos hermanos, Catilo y el fogoso Coras, mancebos argivos, abandonando las murallas tiburtinas, así llamadas del nombre de su hermano Tiburto; siempre en primera fila se precipitan sobre las apiñadas huestes contrarias. Tal descienden de la alta cumbre de un monte dos centauros, hijos de las nubes, abandonando en rápida carrera el Omolo y el nevado Otris; ábreles la selva ancho paso, y por él caen tronchadas las ramas con fragoso estruendo.
 No faltó allí en aquel trance el fundador de la ciudad de Prenesta, el rey Céculo, a quien todas las edades han creído hijo de Vulcano, nacido entre agrestes alimañas y hallado en una hoguera. Acompáñale innumerable turba de pastores, los que moran en la alta Prenesta y en los campos de Gabina, cara a Juno, y los del frío Anieno y los de las peñas Hérnicas, regadas por cien arroyos, y también a los que sustentan la rica Anagnia y el río Amaseno. No todos éstos llevan armas ni hacen resonar yelmos ni carros; los más disparan con la honda pelotas de pardo plomo; otros blanden los dardos en la mano y cubren sus cabezas rojos capirotes de piel  lobuna; llevan descalzo el pie izquierdo y una abarca de cuero crudo les cubre el derecho.»

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