La Bella de los Cabellos de Oro
«-¿Qué os he hecho, majestad -le dijo-, para que me tratéis tan duramente?
-Te has burlado de mí y de mi embajador -respondió el rey-. Has dicho que si te hubiera enviado a ti a buscar a la Bella de los Cabellos de Oro seguro que la hubieras traído.
-Es verdad, majestad -respondió Afable-, que le hubiera dado a conocer tan detalladamente vuestras grandes cualidades, que estoy convencido de que ella no hubiera podido negarse; y con ello no he dicho nada que no os resultara agradable.
Al rey le pareció que, efectivamente, tenía razón; miró con recelo a los que habían hablado mal de su favorito, y le llevó con él, muy arrepentido del daño que le había hecho.
Después de haber ordenado que le dieran una estupenda cena, le llamó a su aposento y le dijo:
-Afable, sigo amando a la Bella de los Cabellos de Oro, y su negativa no me ha hecho desistir en absoluto; pero no sé qué hacer para que acepte casarse conmigo. Quiero enviarte a ti para ver si puedes conseguirlo.
Afable repuso que estaba dispuesto a obedecerle en todo y que partiría sin demora al día siguiente.
-¡Oh! -indicó el rey-, voy a proporcionarte un magnífico cortejo.
-No es necesario -respondió-, sólo necesito un buen caballo y alguna misiva de vuestra parte.
El rey le abrazó, porque estaba encantado de verle tan dispuesto.
El lunes por la mañana Afable se despidió del rey y de sus amigos para cumplir su embajada completamente solo, sin bombo ni platillos. No hacía más que pensar en los medios para convencer a la Bella de los Cabellos de Oro para que se casara con el rey. Llevaba una escribanía en el bolsillo y, cuando se le ocurría algún bello pensamiento para introducirlo en su arenga, se bajaba del caballo y se sentaba bajo los árboles para escribir y no olvidar nada.
Una mañana que había emprendido la marcha al amanecer, al pasar por una enorme pradera, le vino a la mente un pensamiento muy bonito; echó pie a tierra y se instaló entre unos sauces y unos álamos que crecían a lo largo de un riachuelo que corría a la orilla del prado. Después que hubo escrito, miró a todos lados, maravillado de encontrarse en un lugar tan hermoso. Vio en la hierba una gran carpa dorada que abría la boca, exhausta porque, en su intento de atrapar pequeñas moscas, había dado un salto tan grande fuera del agua que se había lanzado sobre la hierba, donde estaba a punto de morir. Afable se compadeció de ella y, aunque estaba en ayunas y hubiera podido llevársela para comer, la cogió y la devolvió suavemente al río. Cuando la carpa sintió el frescor del agua, comenzó a agitarse de felicidad y se deslizó hasta el fondo; luego volvió muy alegre a la orilla del río.
-Afable -dijo-, te agradezco el favor que acabas de hacerme; sin ti estaría muerta y me has salvado; te lo devolveré.
Después de esta expresión de gratitud se sumergió en el agua y Afable se quedó muy sorprendido de la inteligencia y la cortesía de la carpa.
Otro día que continuaba su viaje vio un cuervo muy apurado. El pobre pájaro era perseguido por una enorme águila (gran comedora de cuervos); estaba a punto de atraparle y se lo hubiera tragado como a una lenteja si Afable no se hubiera compadecido del pájaro.
-Ahí está la prueba -señaló- de cómo los más fuertes oprimen a los más débiles. ¿Qué derecho tiene el águila de comerse al cuervo?
Entonces cogió el arco que llevaba siempre y una flecha, luego, apuntando bien al águila, ¡fsss!, le disparó la flecha al cuerpo y la atravesó de parte a parte. El águila cayó muerta y el cuervo, feliz, fue a posarse en un árbol.
-Afable -le dijo-, eres muy generoso por haberme socorrido a mí, que no soy sino un miserable cuervo; pero no seré un ingrato y te devolveré el favor.
Afable admiró la inteligencia del cuervo y siguió su camino.
Al entrar en un gran bosque, tan temprano que apenas si veía el camino, oyó a un búho que gritaba como un desesperado.
-¡Vaya! -exclamó-, ese búho está muy afligido; seguramente está atrapado en alguna red.
Buscó por todos lados y por fin encontró grandes redes que los cazadores habían tendido por la noche para atrapar pajarillos.
-¡Qué lamentable! -murmuró-. Los hombres sólo se dedican a atormentarse unos a otros o a perseguir pobres animales que no les hacen daño alguno.
Sacó su cuchillo y cortó las cuerdecillas. El búho emprendió el vuelo, pero volvió volando a gran velocidad:
-Afable -alegó-, no es necesario que te haga un largo discurso para que comprendas lo agradecido que te estoy; es fácil saberlo: los cazadores iban a venir, yo estaba prisionero y me hubieran matado si no me auxilias. Te doy infinitas gracias y te aseguro que te devolveré el favor.
Éstas fueron las tres aventuras más notables que le ocurrieron a Afable durante su viaje. Tenía tanta prisa que no tardó en encontrarse con el palacio de la Bella de los Cabellos de Oro.»
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