Acto primero
«El presidente: ¡Excelente! Pague, agente. (El agente paga.) Y ahora, explíquese.
El desconocido: Me llamo Rogelio van Hutten. Bueno, no es ése mi nombre; en realidad, no tengo nombre. Soy hijo de un fabricante de bragueros de Arras que se negó a reconocerme. Eso explica mi carrera. Tras decidir no mostrar a nadie mi acta de nacimiento, me alejé de esa vida en la que uno pasa exámenes, se casa, hace el servicio militar, hereda..., en dos palabras, de la vida que os exige el carnet de identidad, y me cambié al bando de los que pasan de todo eso. He hecho buenas migas con objetos que tampoco tienen carnet: cerillas belgas, puntillas y cocaína. También con libros porno. En la vida de un aventurero hay siempre una época en la que uno vive del desenfreno. En cierta ocasión me vi obligado a hacerle pasar a un aduanero la frontera que sólo se pasa una vez. Tras esto, creí conveniente embarcarme como pañolero de respeto y abordé en las costas de Malasia. En Malasia pude quitarme el disfraz y organizar el contrabando de cuernos de rinoceronte, base de la medicación china. Para la caza del rinoceronte, perseguida con la pena de muerte, armaba a los indígenas con trabucos de pólvora, y los dejaba así atados a los árboles para que vigilaran, mientras yo me llevaba las fieras. Perseguido por la policía (han de saber que tengo tatuada en la piel mi identidad) me largué a Sumatra donde mi habilidad con el ajedrez, juego nacional de la isla, me granjeó la simpatía del jefe y los dones de su hija, que me dio un niño. No tuve que reconocerlo. Allí es el hijo quien reconoce a su padre, si lo juzga digno, llegado a la mayoría de edad. Abusando de la confianza de mi esposa, descubrí un yacimiento petrolífero, tenido por sagrado y prohibido a la curiosidad de los blancos. Se lo comuniqué a Lloyd y éste me admitió entre el personal altamente considerado de sus prospectores. En cuanto a mi mujer, murió empalada por traidora.
El presidente: ¡Prospector! ¡Es usted prospector!
El prospector: Para servirle. Imagino que le basta ese nombre para identificarme.
El agente: ¡Buena idea!
El barón: ¿La prospección? ¡No entiendo nada!
El presidente: ¡La prospección! Pero, mi querido barón, si es la reina actual del mundo... La que descubre en las entrañas de la tierra los depósitos de líquido o de metal sobre los que se alza el único agrupamiento humano tolerable por nuestra época, cansada de las fórmulas nacionales o patriarcales: la sociedad anónima. El señor prospector colma nuestros deseos. Nos está proponiendo que fijemos nuestra sociedad en un campo de prospección.
El prospector: ¡Exacto!
El presidente: ¿En Sumatra?
El prospector: Más cerca todavía.
El agente: ¿En Marruecos? Está ahora de moda.
El prospector: Aún más cerca. Mi título lo canta... En París...
El presidente: ¿En París? ¿Yacimientos debajo de París?
El agente: ¿De oro?
El barón: ¿De petróleo?
El prospector: ¿Qué buscan ustedes, señores, un estrato, un filón o un título?
El agente: Un título para nuestros accionistas... y un filón para nosotros.
El presidente: No lo habrá dicho al azar, prospector. ¿Qué el subsuelo de París oculta millones?
El prospector: Estoy convencido... Aunque nadie lo sospeche, pues París es el lugar menos prospeccionado del mundo.
El barón: ¡Increíble! ¿Y cómo es eso?
El prospector: Mi querido barón, los demonios o los genios que velan por los tesoros subterráneos son encarnizadamente activos. Quizá tengan razón. Cuando vaciemos nuestro planeta de sus equilibrios y sus bolsas internas, éste correrá el riesgo, libre de gravedad, de largarse por los caminos del cielo... Peor para nosotros. Puesto que el hombre ha elegido ser, no el habitante, sino el jinete de su globo, que corra los riesgos de su carrera. Pero la tarea del prospector es dura.
El presidente: Lo sé: la chince azul en Tabriz, las desolladuras en Celeba.
El prospector: Por ejemplo, en nuestro siglo, la fe y los mártires se encuentran en los carburantes. Pero la peor arma de nuestros enemigos es aún el chantaje. En la superficie de la tierra disponen, en forma de parajes o de ciudades, de bellezas que el respeto humano impide entregar a nuestra explotación, o a nuestro saqueo, si prefiere así, pues por donde pasemos ya no crecerá la hierba ni los monumentos. Convencen a los espíritus retrógrados de que esas mediocres reacciones de la memoria, la historia, la intimidad humana, deben prevalecer sobre las reacciones de los metales y los líquidos infernales. Hacen que jueguen aquí mismo, en las plazas, los niños más dotados para las excavaciones. El oro del Rin está peor guardado por sus gnomos que el oro de París por sus guardias de glorietas.
El presidente: Indíquenos esa excavación, prospector. Tengo una idea para procurarnos un visado, aunque sea en el centro de las Tullerías.
El prospector: No es fácil olfatear su emplazamiento en esta ciudad, convertida en un basurero del pasado. Para despistar a nuestros sabuesos, dejan que se amontonen en todos los puntos sensibles, en las encrucijadas, en las cimas de las colinas, en las terrazas de los cafés y de los jardines, junto a los cementerios... Dejan que se amontonen los estratos espirituales depositados allí durante siglos pro almas ilustres en el amor y en la guerra. Reconozco que todo eso me desorienta. En los barrios en los que olfateo el efluvio del alquitrán, del hierro, del platino, un efluvio más fuerte asciende desde las generaciones muertas, de los apasionados vivientes, y disipa y enturbia el anterior. La aventura humana se divierte despistándome por doquier de la aventura mineral... Aquí mismo.
El Barón: ¿Aquí? ¿En Chaillot?»
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Realiza tu comentario: