miércoles, 18 de enero de 2017

"Historia de Roma".- Indro Montanelli (1909-2001)


Resultado de imagen de indro montanelli  
 Capítulo XXXIX: Su capitalismo

 «Roma no era una ciudad industrial. Como grandes establecimientos había tan sólo una importante papelería y una fábrica de colorantes. Desde los antiguos tiempos, su verdadera industria era la política, que ofrece, para las ganancias, atajos mucho más rápidos que el trabajo verdadero. Y esta vocación no ha cambiado tampoco en nuestros días.
 La principal fuente de riqueza de los señores romanos era la intriga en los pasillos de los ministerios y el saqueo de las provincias. Gastaban mucho dinero en hacer carrera. Mas, una vez llegados a algún alto cargo administrativo, se resarcían con pingües intereses, aplicando las ganancias a la agricultura. [...]
 Pero entre Claudio y Domiciano comenzó una lenta transformación. El largo período de paz y la extensión de la plena ciudadanía a los provincianos interrumpieron el aprovisionamiento de esclavos, que comenzaron a escasear y, además, a ser más caros. La mejora de los cruzamientos condujo a una sobreproducción de ganado, el cual, falto además de los piensos que necesitaba, bajó de precio. Muchos ganaderos juzgaron más conveniente volver a la agricultura, dividieron las fincas en predios y los dieron en explotación a arrendatarios, o colonos, que fueron los antepasados de los campesinos de hoy, que mucho se les parecen si es verdad lo que Plinio cuenta de ellos: tenaces, testarudos, avaros, desconfiados y conservadores.
 Éstos entendían de agro y estaban interesados en su rendimiento. De golpe comenzó el uso de abonos, la rotación de cultivos y la selección de semillas. Los fruticultores importaron y trasplantaron, tras experimentos racionales, la uva, el melocotón, el albaricoque y el cerezo. Plinio enumera veintinueve clases de higos. Y el vino fue producido en tal cantidad que Domiciano, para impedir una crisis, prohibió plantar nuevos viñedos.
 En torno a esos microcosmos agrícolas, y para completar su autarquía, nacieron, sobre una base artesana, las industrias. Una granja era considerada tanto más rica cuanto más se bastaba a sus propias necesidades. En ella había matadero donde sacrificar las reses y embutir sus carnes. En ella estaba el horno donde cocer los ladrillos. En ella se curtían las pieles y se confeccionaban los zapatos. En ella se tejía la lana y se cortaban los vestidos. No había asomo de esa "especialización" que hoy en día hace insoportable el trabajo y transforma en autómata a quien lo ejecuta. En aquellos tiempos, una vez desuncidas las bestias del arado, el industrioso campesino se convertía en carpintero o se ponía a forjar hierro para convertirlo en ganchos u ollas. La vida de aquellos agricultores artesanos era más plena y varia que en nuestros tiempos.
 Las únicas industrias llevadas con criterios modernos eran las extractivas. Teóricamente, el propietario del subsuelo era el Estado, pero arrendaba su explotación, conforme a modestos cánones de arriendo, a los particulares. El interés estimuló a éstos a descubrir el azufre en Sicilia, el carbón en Lombardía, el hierro en el Elba y el mármol en Lunigiana, así como su empleo. Los costos de producción eran mínimos porque el trabajo en los pozos se confiaba exclusivamente a esclavos y a forzados, a los cuales no había que pagar ningún salario ni era necesario asegurar contra ningún accidente. Dadas las condiciones de las minas, catástrofes como la de Marcinelle debían de ocurrir cada semana, con millares de muertos. Los historiadores romanos olvidaron decirlo porque, para ellos, esos episodios no "eran noticia" como se dice en jerga periodística. Otra gran industria era la construcción, con sus especialistas, desde leñadores a fontaneros y vidrieros. Mas no pudo desarrollarse un verdadero capitalismo sobre todo por la competencia que el trabajo servil hacía al mecánico. Cien esclavos costaban menos de lo que hubiera costado una turbina, y el maquinismo habría creado un problema de paro insoluble.
 Sin embargo, muchos servicios públicos estuvieron mejor organizados entonces que, pongamos por caso, en la Europa del siglo XVIII. El Imperio tenía cien mil kilómetros de autopistas; Italia poseía ella sola cerca de cuatrocientas grandes arterias, sobre las que se desenvolvía un tránsito intenso y ordenado. Su pavimentado había permitido a César recorrer mil kilómetros en ocho días, y el mensajero que el Senado mandó a Galba para comunicarle la muerte de Nerón empleó treinta y seis horas en recorrer quinientos kilómetros. El correo no era público, por bien que se llamase cursus publicus. Organizado por Augusto según el sistema persa, debía servir solamente como valija diplomática, o sea, para la correspondencia de Estado, no pudiendo los particulares utilizarla sin un permiso especial. El telégrafo era sustituido por señales luminosas a través de faros instalados en las alturas y permaneció sustancialmente idéntico hasta los tiempos de Napoleón. [...]
 Empalmes y postas estaban magníficamente concatenados. A cada kilómetro, un mojón indicaba la distancia de la ciudad más próxima. Cada diez kilómetros había una estación con restaurante, habitaciones, cuadra y caballos frescos en alquiler. Cada treinta, había una mansión que además de lo anterior, más espacioso y mejor organizado, se añadía también un burdel. Los itinerarios eran vigilados por patrullas de policía, que no consiguieron jamás, empero, hacerlos del todo seguros.»

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Realiza tu comentario: