Capítulo VI: La ciudad saludable
«La ciudad es el problema de la arquitectura moderna. Mientras que la planta libre y
la forma abierta no suponían una pérdida de edificios identificables, la ville radieuse o ‘ciudad verde’
representó una ruptura radical con todas las propiedades tradicionales del
lugar.
Este concepto de ciudad abolió la cualidad
figurativa de los asentamientos con respecto al paisaje, el espacio urbano
definido y la sensación de una atmósfera o carácter local. En resumen, el genius loci o ‘espíritu del lugar’ se
evaporó y se dejó al hombre con una especie ‘ámbito urbano sin lugares’. La
pérdida de lugar trajo consigo, evidentemente, un debilitado sentido de la
pertenencia y la participación; y a ello se debe que esa pérdida esté relacionada
con la alienación humana, tan común hoy en día. Cuando el lugar pierde su
identidad, el hombre ya no puede seguir identificándose con su entorno y decir
“soy romano” o “soy neoyorquino”. Así pues, no es de extrañar que las críticas
a la arquitectura moderna se hayan dirigido principalmente contra la nueva
ciudad.
Todos sabemos que la idea de una ciudad verde
se introdujo para proporcionar a los seres humanos unas condiciones de vida más
saludables. Una y otra vez, Le Corbusier señalaba las condiciones inhumanas de
la ciudad histórica, que se había visto obligada a absorber la alta densidad de
población y el intenso tráfico de la nueva sociedad industrial; con algo de
razón, Le Corbusier llamaba a la calle tradicional la ‘calle de todos los
conflictos’. En sus críticas, Le Corbusier se hacía eco de comentarios que se
remontaban al siglo XIX y su visión estaba influida efectivamente por el sueño
de la ‘ciudad jardín’, aunque hizo de esta idea una interpretación
fundamentalmente nueva. La mejor ilustración de la visión de Le Corbusier la
ofrece el Pabellón Suizo (1930), el colegio mayor de los estudiantes helvéticos
en la Ciudad Universitaria de París (figura 6.1; véase también la 3.15). En ese
caso, la idea de un edificio sobre pilotis
con un solárium en la cubierta realmente funciona. Y así el solar se extiende
significativamente por debajo del edificio, entre vigorosos soportes de
hormigón, mientras que el edificio se eleva con elegancia y ligereza por
encima. Un vestíbulo de entrada y un salón de estar con una forma ‘topológica’
aseguran una adaptación más íntima al terreno.
Como ya hemos señalado, el punto de partida de
Le Corbusier era la exigencia de los tres ‘placeres esenciales’: sol, espacio
y vegetación (figura 6.2). Esta
exigencia está relacionada fundamentalmente con la vivienda, y de hecho en sus comienzos el Movimiento Moderno dejó
reducido el problema de la ciudad al de la vivienda urbana, sin considerar el
lugar como tal. “Por eso los Congresos Internacionales de Arquitectura Moderna
(CIAM) empezaron investigando la unidad más pequeña: la vivienda barata. Luego
continuaron estudiando el barrio tal como existía en los asentamientos urbanos
y finalmente ampliaron su campo de acción para incluir un análisis de las
ciudades actuales”, escribía Sigfried Giedion en la introducción Can our cities survive? (‘¿Pueden
sobrevivir nuestras ciudades?’) de José Luis Sert. Podemos aceptar la intención
humanitaria de este procedimiento, pero hoy entendemos que con frecuencia llevó
a la pérdida de la ciudad como algo más que una aglomeración de viviendas
saludables, esto es, como un lugar.
Entonces, ¿qué es una ciudad? Ya hemos
mencionado la definición que de ella hacía Louis Khan como “el lugar de las
instituciones reunidas”. Esto implica que la ciudad es principalmente un lugar de reunión, un lugar en donde la
gente se junta llevando consigo su entendimiento del mundo. También podríamos
decir que la ciudad debería ser un microcosmos;
debería concentrar sus alrededores, aunando lo que está cercano con lo que está
lejano. En este sentido podemos entender la definición hecha por Alberti de que
la ciudad es como una ‘casa grande’, si bien el mundo concentrado por la ciudad
es público y el de la casa es privado. Al concentrar un mundo público, la
ciudad constituye un ambiente lleno de posibilidades.
En la ciudad podemos descubrir lo que queremos hacer con nuestra vida; es en
ella donde tomamos las decisiones y donde desarrollamos nuestra identidad.
Cuando decimos “soy neoyorquino”, esto implica además que la ciudad nos proporciona
una identidad común (sin por ello
hacernos iguales). Esta identidad común consiste en tener un lugar juntos o, en otras palabras, consiste en una
participación que se basa en la apertura y el respeto con respecto al genius loci. (Sin embargo, habría que
señalar que la participación no supone necesariamente que usemos las posibilidades ofrecidas; basta con saber que están a
nuestra disposición para cuando las necesitemos). Así pues, la ciudad libera
porque ofrece libertad de elección, al tiempo que proporciona experiencias de
congregación y asistencia. Dentro de un marco común, en la ciudad es posible
estar sobre la tierra y bajo el cielo de diferentes maneras.
Entonces ¿cómo debería estructurarse la ciudad
para funcionar como un lugar de reunión?
En algunos lugares todavía se puede
experimentar lo que significa llegar.
Viajamos por el paisaje y nos aproximamos a un asentamiento que, como una
‘cosa’, está allí ‘esperándonos’. Primero captamos el contorno principal y tal
vez un elemento dominante, como la torre de una iglesia. A medida que nos
acercamos, la forma se va haciendo más articulada, y podemos hacernos una idea
de lo que se oculta en su interior. Y cuando entramos, los espacios interiores
conforman nuestras expectativas. Según desde donde lleguemos, la experiencia es
distinta, pero siempre sentimos que hemos alcanzado una meta. Sin embargo, una
meta no puede ser diferente del
entorno; sólo constituye una meta cuando está relacionada con el paisaje
circundante. Así pues, una meta es un centro en el que se concentran las
cualidades de un entorno. Esa concentración puede ser más o menos exhaustiva.
Un pueblo está relacionado principalmente con sus alrededores inmediatos,
mientras que una capital tiene que funcionar como un foco para todo un país.
Una ciudad es un lugar de reunión en el sentido de que es la concentración de
un mundo.
Como ya hemos indicado, los lugares de reunión
del pasado poseían tres cualidades estructurales básicas. En primer lugar,
tenían una cualidad figurativa en
relación con el paisaje circundante o, en otras palabras, una delimitación
clara o una agrupación densa de sus elementos constituyentes. En segundo lugar,
contenían espacios urbanos definidos, un hecho confirmado por la existencia
misma de palabras que denotan esos espacios: plaza, calle o barrio. Finalmente,
los asentamientos del pasado se distinguían por su particular carácter local;
poseían, por decirlo así, una ‘personalidad’ individual. El carácter local
viene determinado por cómo son las
cosas, es decir, por lo que llamamos la ‘forma construida’. A menudo la forma
construida se condensa en motivos locales como la ‘ventana francesa’, que
aparece por todo París con innumerables variaciones. Sobre todo, es la
experiencia espontánea de la atmósfera local lo que nos hace sentir que estamos
‘presentes’. Habitar en una ciudad no
implica primordialmente el uso de determinados edificios, sino la
identificación con el genius loci que
se manifiesta.
Las propiedades estructurales básicas de la
ciudad se oponen aparentemente a la planta libre y la forma abierta. Cuando
hablamos de ‘cualidad figurativa’, ‘espacios definidos’ y ‘carácter local’,
estamos haciendo referencia a propiedades que están relacionadas
tradicionalmente con una entidad ‘cerrada’. Cuando se suprimen estas
propiedades, la ciudad se pierde. Y de hecho, la ciudad verde no merece el
nombre de ‘ciudad’; no representa una nueva interpretación del habitar juntos, sino que reduce el
conjunto de habitar a una función privada. Por tanto, algunos autores que
escriben sobre los problemas urbanos aceptan esa noción de ‘ámbito urbano sin
lugares’ y sostienen que la ciudad puede ser sustituida por otros medios de
comunicación, como los canales privados de televisión, que nos permiten
‘conectarnos’ con nuestros amigos cuando es necesario. Evidentemente, tales
‘soluciones’ no compensan la pérdida del lugar, ya que éste significa
principalmente presencia en el
sentido de un ‘aquí’ concreto. La vida tiene
lugar, y la pérdida del lugar supone la pérdida de la vida.
Entonces, ¿la conclusión es que tenemos que
volver a la ciudad tradicional? En realidad, no. Lo que necesitamos es
conservar la ‘idea’ de la ciudad, pero –al igual que con la casa y el edificio
público- tenemos que hacer de ella una nueva interpretación. Hoy en día
entendemos que esto no puede consistir en una transferencia directa de la
planta libre a la escala urbana; la planta libre se desarrolló en relación con
la vivienda particular y ha de
modificarse cuando la escala es distinta. Con respecto a la forma abierta, el
problema es más fácil. Al ser la concentración compleja de un mundo, la ciudad
siempre tuvo cierta apertura formal, a pesar de su cualidad figurativa. Esta
aparente contradicción se resolvió mediante el uso de medios topológicos de organización. Entendida
como totalidad, la ciudad no se componía primordialmente de partes ‘similares’
geométricamente interrelacionadas, sino de elementos diversos que formaban una
clase de unidad menos determinadas, basada en los principios de la Gestalt: proximidad, continuidad y
cerramiento. Por tanto, la forma abierta pertenece a la ciudad y expresa su
naturaleza como lugar de reunión. Pero también en este caso necesitamos una
nueva interpretación; la apertura del pasado se circunscribía en general a las construcciones
de una cultura en particular, mientras que ahora tenemos que afrontar una clase
global de interacción.»
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial
Reverté, 2005, en traducción de Jorge Sainz, pp. 155-159. ISBN: 84-291-2107-2.]
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