domingo, 19 de noviembre de 2017

"Manifiesto".- David Mamet (1947)


Resultado de imagen de david mamet 
Dos maestros

«En dos ocasiones he intentado enseñar a escribir. Una fue en Yale, en los años setenta, en la Graduate School of Drama; la segunda fue en la sala de guionistas de un show televisivo. Fracasé ambas veces. Y me pregunté por qué.
 Las normas de la dramaturgia, tal como yo las entiendo, no podían estar más claras y quien quisiera aprendérselas, pensaba yo, lo único que tenía que hacer era agarrarlas y llevárselas al pecho, entre sollozos de agradecimiento, y salir corriendo hacia la pluma y el papel. Pero no. Acabé dándome cuenta, tras muchos intentos, de que el problema no estaba en las normas. El problema, por supuesto, estaba en el maestro.
 El jiu-jitsu es un arte muy bello. No puede aprenderse en los libros, tiene que hacérnoslo ver un maestro. Sólo puede aprenderse mediante repetidos intentos de aplicarle las técnicas observadas a un oponente que no tiene el menor interés en que lo consigamos.
 De modo parecido, la medicina puede aprenderse en los libros de texto y asistiendo a clase, pero sólo puede aprenderse mediante repetidos intentos de aplicar las técnicas a seres humanos de verdad, seres humanos complicados, que están inquietos y confusos, cuya vida y felicidad están en la balanza.
 ¿Quiénes son los buenos maestros para enseñar a escribir? Hay dos.
 Está escrito en el Corán: el Profeta deja dos maestros, el que habla y el que se calla. El maestro que habla es el Corán, el maestro que calla es la muerte.
 De modo parecido, el dramaturgo tiene dos maestros. El que habla es el público.
 Los planes mejor trazados se tuercen alegremente. Y el público puede y suele acabar desautorizando toda la seguridad, todo el talento, todo el esfuerzo del mundo.
 No estoy afirmando que el público vaya a decir "la odio" refiriéndose a alguna de nuestras obras de teatro preferidas: ello puede ocurrir sin relación alguna con el éxito artístico de la obra (incluso en honor del éxito), quizá porque en la práctica no funcione bien un determinado aspecto de la representación, por mucho que lo hayamos trabajado: un momento, un gag, un giro, una transición, un final de acto, una sorpresa, etcétera.
 De ello no hay más juez que el público (antes de salir del teatro y meterse -como hacemos todos- en el papel de crítico sabio). Si el público no se rio, la cosa no tuvo gracia. Si no se quedó boquiabierto, no hubo sorpresa. Si no se inclinó hacia delante en sus butacas, no hubo suspense.
 El público enseñará al escritor, porque su juicio, momento tras momento, es la única demostración. Si el público se duerme, ya puede la obra "subir" en la escena siguiente, que no habrá nada que hacer.
 En esto, el dramaturgo es como el cirujano, cuya técnica, por admirable que sea en términos abstractos, se valora según el paciente sobreviva o no.
 Éste es el dilema de la escuela de teatro. La música y la danza pueden existir con independencia del público, cuya reacción, aunque importante, no es esencial para la representación. Pero los actores, en escena, ante un público de pago, están todo el tiempo reajustando su posición y sus movimientos, reinventando su interpretación en respuesta a un organismo verdadero y vivo: el público que asiste a esa función en concreto.
 El público, dentro del intercambio teatral actual, debe cumplir dos requisitos: 1) debe venir a que le proporcionen el máximo placer; 2) tiene que haber pagado su entrada.
 Si el público está sobornado (esto es, a merced de cualquier impulso menos el que lo lleva a ser complacido), no puede participar en la interacción. El público renuncia a su racionalidad igual que el niño a quien cuentan un cuento para dormirlo: en respuesta a una promesa de placer. El maestro, el crítico, el miembro del jurado de un concurso, los asamblearios o estudiantes, asisten a la representación para valorarla y, por consiguiente, sus opiniones, del momento o de la obra en conjunto, carecen de valor.
 El público tiene que haber pagado.
 ¿Por qué? Porque de otro modo no entran en funcionamiento las fuerzas de la magia.
 El mago hace un gesto con su varita mágica y la moneda desaparece. Si no ha movido la varita, el público puede suponer acertadamente que tiene la moneda en la otra mano (como de hecho ocurre). Pero la varita sugiere la intervención de una fuerza lo suficientemente poderosa como para dejar en suspenso las operaciones del mundo como hemos llegado a conocerlo. La frase "érase una vez" actúa exactamente del mismo modo, igual que, en menor medida, pero también, la frase "queridos compatriotas".
 La influencia de las frases mágicas hace posible que el público se sugiera a sí mismo las operaciones de otro mundo.
 El precio de la entrada es un sacrificio que autoriza al público a gozar de este placer.
 Los miembros del público deben pagar. El pago los transforma de críticos en consumidores autorizados. En el sector del automóvil se nos enseña que "nadie pisa el concesionario si no quiere comprar un coche". El equivalente de pisar el concesionario es pagar para que te dejen entrar.
 Los integrantes del público que viene en busca del máximo placer y pagan por el privilegio extraerán de la obra el placer a que tienen derecho. Si la obra no es placentera por sí misma, leerán el programa de mano, se dormirán o abandonarán la sala.
 El dramaturgo prudente observará al público y aprenderá de sus reacciones espontáneas y viscerales. ¿Ha quedado demasiado larga la escena, o poco clara, o ambigua? ¿Llega demasiado pronto o demasiado tarde la frase clave, o le sobra una sílaba? ¿Se anticipa el público al actor, el importa algo? Porque ocurre que, al igual que el público, el autor también tiene que pagar, porque "experiencia es el nombre que todo el mundo da a sus errores".
 ¿Qué paga el autor? Arriesga su buena opinión de sí mismo. Apuesta su opinión de sí mismo al éxito de la obra y sus varios giros, su estructura, su ritmo, sus golpes humorísticos. Y cuando fracasa, cuando el público le regatea no ya su aprobación -lo cual ya es bastante malo- sino incluso su atención, el autor incurre en verdadero bochorno y promete no volver a someterse nunca, pero nunca nunca, a un riesgo semejante. Ésta es la lección del maestro que habla.
 El maestro silencioso es la página vacía.»

[El extracto pertenece a la edición en español de Seix Barral, en traducción de Ramón Buenaventura. ISBN: 978-84-322-0920-8.]

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Realiza tu comentario: