domingo, 16 de noviembre de 2025

El sentido común y otros escritos.- Thomas Paine (1737-1809)

Justicia agraria (1797)
Argumento para mejorar la condición de los pobres

  «Preservar los beneficios de lo que se considera vida civilizada y remediar, al mismo tiempo, los males que ella ha originado, debería ser considerado uno de los principales objetivos de una legislación moderna.
 Si aquel estado, al que con orgullo o tal vez erróneamente, se le llama civilización, ha promovido más o ha perjudicado más la felicidad general del hombre, es una cuestión que puede ser fuertemente debatida. Por un lado, el espectador se queda maravillado ante la espléndida apariencia; por otro, queda impresionado por la extremada miseria, ambas creadas por él. Lo más rico y lo más miserable de la raza humana se pueden encontrar en los países que se llaman civilizados.
 Para entender lo que el estado de sociedad ha de ser, es necesario tener alguna idea del estado natural y primitivo del hombre; como es hoy en día entre los indios de América del Norte. No hay, en ese estado, ninguno de aquellos espectáculos de miseria humana que la pobreza y la necesidad presentan a nuestros ojos en todas las ciudades y calles de Europa. La pobreza, por consiguiente, es algo creado por lo que se llama vida civilizada. No existe en el estado natural. Por otra parte, el estado natural carece de las comodidades que afluyen de la agricultura, artes, ciencia e industria.
 La vida de un indio es una continua vacación, comparada con la del pobre de Europa. La civilización, por consiguiente, o lo que así se llama, ha operado de dos maneras para hacer a una parte de la sociedad más rica y a la otra parte más miserable de lo que habría sido el futuro de las dos en el estado natural.
 Es siempre posible pasar del estado natural al civilizado; sin embargo, nunca es posible ir del civilizado al natural. La razón es que el hombre en el estado natural, que caza para subsistir, requiere una cantidad diez veces mayor de tierra para batir a fin de procurarse el sustento, que la que necesitaría en un estado civilizado, donde se cultiva la tierra. En consecuencia, cuando un país comienza a poblarse con los recursos adicionales del cultivo, las artes y las ciencias, hay una necesidad de preservar las cosas en ese estado, sin el cual no puede haber sustento para tal vez más de una décima parte de sus habitantes. Lo que, por consiguiente, ahora se debería hacer es remediar los males y preservar los beneficios que han surgido en la sociedad al pasar del estado natural a lo que se llama estado civilizado.
 Considerando, pues, el asunto sobre esta base, el primer principio de la civilización debería haber sido y aún debería ser que la condición de toda persona nacida en el mundo, después de que el estado de civilización comience, no debe ser peor que si hubiera nacido antes de ese período. Pero el hecho es que la condición de millones de personas en Europa es mucho peor que si hubieran nacido antes de que la civilización empezara o entre los indios de América del Norte de hoy en día. Demostraré cómo ha ocurrido este hecho.
 Es una proposición, que no se ha de discutir, que la tierra, en estado natural sin cultivar, fue y debió haber continuado siendo LA PROPIEDAD COMÚN DE LA RAZA HUMANA. En ese estado cada hombre habría nacido con propiedad y habría sido copropietario vitalicio con los demás de la propiedad del suelo con todos sus productos naturales, vegetales y animales.
 Sin embargo, la tierra en su estado natural, como antes se dijo, es sólo capaz de sustentar a un pequeño número de sus habitantes en comparación con lo que es capaz de hacer en su estado de cultivo. Y como es imposible separar las mejoras introducidas por el cultivo de la tierra misma en que éstas se hacen, la idea de la propiedad de la tierra surgió de esta inseparable conexión; a pesar de todo es cierto que únicamente el valor de las mejoras del cultivo, y no la tierra misma, es de propiedad individual. Todo propietario de tierra cultivada, por tanto, debe a la comunidad una renta del suelo, no sé de otro término mejor para expresar la idea del terreno que él posee; y es de esta renta del suelo de la que ha de surgir el fondo propuesto en este plan.
 Se puede deducir, tanto de la naturaleza de las cosas como de todas las historias que nos han transmitido, que la idea de la propiedad de la tierra comenzó con el cultivo, y que jamás hubo una cosa así antes de ese tiempo. No pudo existir en el primitivo estado del hombre, el de la caza; tampoco existió en el segundo, el del pastoreo; ni Abraham, Isaac, Jacob o Job, en la medida en que la historia de la Biblia se pueda acreditar en las cosas probables, fueron poseedores de tierra. Su propiedad consistió, como siempre se ha dicho, en unas cuantas ovejas y alguna que otra piara de cerdos, y viajaban con ellos de un lugar a otro. Las frecuentes disputas de aquel tiempo sobre el uso de pozos en los países secos de Arabia, donde vivió aquella gente, demuestra por su parte que la tierra no se tenía en propiedad. No fue admitido que la tierra pudiera ser localizada como propiedad.
 Originariamente nunca hubo algo parecido a la propiedad de la tierra. El hombre no creó la tierra y, aunque tuviera el derecho natural a ocuparla, no tendría derecho alguno a ubicar su propiedad a perpetuidad en parte alguna; ni al Creador de la tierra se le antojó abrir una oficina de venta de tierras, desde la que se expidieran las primeras escrituras. ¿De dónde, pues, surgió la idea de la propiedad de la tierra? Respondo, como antes, que cuando comenzó el cultivo; la idea de posesión de la tierra comenzó con él; de la imposibilidad de separar las mejoras introducidas por el cultivo de la tierra misma sobre la cual se habían efectuado tales mejoras. El valor de las mejoras excedió de tal manera al de la tierra natural, que en aquel tiempo lo absorbió; hasta que, al final, el derecho común de todos llegó a confundirse con el derecho al cultivo del individuo. No obstante, son dos clases distintas de derechos, y así seguirán mientras el mundo perdure.
 Es únicamente al reconducir las cosas a sus orígenes cuando podemos captar las ideas justas sobre ellas; y es precisamente el adquirir esas ideas lo  que nos posibilita descubrir los límites de lo justo y de lo injusto, y lo que enseña a cada hombre a conocer su derecho. He titulado este tratado Justicia agraria para distinguirlo de Ley agraria. Nada podría haber más injusto en un país adelantado por el cultivo que una Ley agraria; pues, si bien todo hombre, en cuanto habitante de la Tierra, tiene derecho a poseer lo que le corresponde en su estado natural, no se sigue de ello que tenga que convertirse en propietario de la tierra cultivada. El valor adicional introducido por el cultivo, una vez aceptado el sistema, se convirtió en la propiedad de aquéllos que la cultivaron, o de los que la heredaron de otros, o de los que la compraron. Tuvo originariamente un propietario. Mientras, por consiguiente, defiendo el derecho y me hago cargo de quienes fueron despojados de su herencia natural con la introducción de la propiedad de la tierra, defiendo igualmente el derecho del que posee la parte que es suya.
 El cultivo es, cuando menos, uno de los más grandes adelantos naturales realizados por la invención humana. Ha permitido producir una tierra con un valor diez veces mayor. Sin embargo, el monopolio de la tierra, que con él empezó, ha originado los mayores males. Ha desposeído a más de la mitad de los habitantes de todas las naciones de su herencia natural, sin proporcionarles, como debería haberse hecho, una indemnización por tal pérdida; como consecuencia ha creado una clase de pobreza y miseria que antes no existía.
 Al defender el caso de las personas que han sido desposeídas, estoy exigiendo un derecho, no caridad. Pero es una clase de derecho que, habiendo sido descuidado desde el principio, no habrá de satisfacerse hasta que el cielo haya abierto el camino con una revolución en el sistema de gobierno. Honremos, pues, a las revoluciones por su justicia, y pongamos en práctica sus principios con alabanza.»

 [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Tecnos, 2014, en estudio preliminar, selección y traducción de Ramón Soriano y Enrique Bocardo, pp. 101-105. ISBN: 978-84-309-6364-5.]
 
 

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