domingo, 13 de abril de 2025

Utopía.- Tomás Moro (1478-1535)


 Libro I

 «[...] cuyo rey, el primer día que llega al poder, es obligado bajo juramento, a la vez que se ofrecen grandes sacrificios, a no tener jamás en su tesoro más allá de mil libras de oro a un tiempo o la plata que equivale al valor de ese oro. Dicen que esta ley fue implantada, a modo de traba contra una acumulación tan grande de dinero que provocase su escasez entre el pueblo, por un rey sumamente bueno a quien preocupaba más el bienestar de la patria que sus riquezas personales. Comprendía, en efecto, que eso tesoro le bastaría al rey caso de que hubiera de combatir contra insurrectos, y al reino caso de que hubiera de hacerlo contra las incursiones de los enemigos. Por otra parte, era lo bastante exiguo como para no inspirar el deseo de apoderarse de lo ajeno, lo que fue el motivo principalísimo de la ley; el motivo inmediato fue que de esta manera -pensó- se proveía para que no faltara la moneda que se utiliza en las transacciones cotidianas de los ciudadanos. Y como al rey le era preciso distribuir todo lo de su tesoro que superara la cota legítima, juzgó que no andaría buscando ocasiones de agraviar. Tal rey infundiría temor a los malos y sería amado de los buenos.
 Si les largara, pues, estas y otras cosas parecidas a hombres fuertemente inclinados en contrario, ¿a qué tipo de sordos estaría yo contando esta fábula?
 -A sordísimos, sin duda -le dije-. Y, a fe, que no me extraña. A decir verdad, tampoco me parece que se haya de largar tales discursos ni dar tales consejos cuando estás seguro de que no serán recibidos jamás. ¿Pues qué puede aprovechar o cómo puede penetrar un discurso tan desusado en su pecho si una convicción diametralmente diferente se ha apoderado ya de sus ánimos y se asienta en ellos? En una conversación familiar entre amigos entrañables esta filosofía escolástica no es insuave. Mas en los consejos de los príncipes, donde se tratan grandes cosas con grande autoridad, no hay lugar para estas cosas.
 -Esto es lo que yo decía de que al lado de los príncipes no hay lugar para la filosofía.
 -Desde luego es verdad -dije yo-, aunque no para esta filosofía escolástica, que piensa que cualquier cosa pega bien dondequiera. Pero hay otra filosofía más política, que conoce su campo, y, acomodándose a él, se reserva puntualmente y con decoro un papel en la fábula que traemos entre manos. De ésta te has de servir. De otra suerte, es como si representándose una comedia de Plauto, al tiempo que unos esclavos intercambian entre sí simplezas, apareces tú en el escenario con continente filosófico y te pones a recitar el pasaje de Octavia en que Séneca disputa con Nerón. ¿No te hubiera sido mejor estar de muda en lugar de armar semejante tragicomedia por recitar lo que no viene a cuento? Pues de igual manera echarías a perder y torcerías la presente fábula si mezclas cosas diversas, aun cuando lo que tú aportas fuera más excelente. Cualquiera sea la fábula que tienes en mano, represéntala lo mejor que puedas y no vengas a estropearla entera porque te venga a la mente otra distinta más ingeniosa. Así ocurre en la República, así en las consultas de lo príncipes. Si no se pueden arrancar de raíz las malas opiniones, si no puedes poner remedio a los vicios recibidos por tradición tan allá como tú quisieras, no por eso, sin embargo, se ha de dar de mano a la República, como tampoco en caso de tempestad se debe abandonar la nave porque no puedes calmar los vientos. Pero no hay que endosar un discurso peregrino y desusado, que te consta no tendrá afecto en quienes están persuadidos de otra cosa, antes hay que intentar un camino oblicuo y te has de forzar lo más que puedas por llegar a tratarlo todo pertinentemente, y conseguir que lo que no puedes tornar en bueno resulte lo manos malo posible. Pues no puede todo andar bien si no son todos buenos, lo que aun no espero vaya a ocurrir de aquí a algunos años.
 -Por este método -dijo- lo único que ocurrirá es que mientras trato de curar la locura de los otros me vuelva yo tan loco como ellos. Pues si quiero decir la verdad tendré que decir cosas como las que tengo referidas. Por lo demás, decir falsedades no sé si cuadra a un filósofo, pero, desde luego, no a mí. 
Aunque comprendo que el discurso ese mío pudiera quizá serles desagradable y molesto, no veo empero por qué haya de parecerles desusado hasta la necedad. Porque si dijera lo que Platón se inventa en su República o lo que los utopienses hacen en la suya, aunque sea (que lo es ciertamente) mejor, puede parecer extraño no obstante, ya que, mientras aquí las posesiones de cada uno son privadas, allí son todas las cosas comunes. Mas mi exposición, fuera de que a los que se han propuesto abalanzarse de cabeza por otro camino no puede caerles divertido quien les recuerda y señala los peligros, ¿qué contenía de raro que no convenga o no se deba decir dondequiera? Por cierto que si hubiera de omitirse por desusado y absurdo cuanto han hecho aparecer extraño las perversas costumbres de los hombres, es preciso que entre nosotros, los cristianos, disimulemos casi todo lo que Cristo nos enseñó; y disimularlo lo prohibió a tal punto que incluso lo que él susurrase a los suyos al oído mandó predicarlo públicamente desde los tejados (1), estando la mayor parte de ello muchísimo más lejos de nuestras costumbres que lo estuvo mi discurso. Claro que los predicadores, hombres astutos ellos, tengo la impresión de que han seguido tu consejo cuando, viendo que los hombres consentían a duras penas en adaptar sus costumbres a la norma de Cristo, acomodaron su doctrina, como una plomada, a sus costumbres, para que al menos de alguna suerte se ajustaran. No veo en absoluto qué ganancia hayan tenido con esto, como no sea que se pueda ser malos o mejor recaudo y que a este fin precisamente venga a ser yo provechoso en los consejos de los príncipes. Pues u opino diferente, lo que es tanto como no opinar nada, o lo mismo, y soy el apoyo de su locura, como dice Mición (2) el de Terencio (3).»

 (1) Mat. 10, 27.
 (2) Los Adelfos, I, 2, 145-147.
 (3) República, 6, 496 d.

 [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Altaya, 1997, en traducción de Emilio García Estébanez, pp. 38-41. ISBN: 84-487-0137-2.] 

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