domingo, 14 de julio de 2024

Los perros duros no bailan.- Arturo Pérez Reverte (1951)

 

 10.- Sangre y arena

 «Cuando peleas con otro perro, lo importante son los reflejos. Los impulsos naturales y el adiestramiento. A la velocidad en que ocurren las cosas en el mundo cánido, no hay tiempo para pensar. Todo discurre demasiado rápido. Por suerte, los años que había pasado luchando no se borraban aún de mi memoria. Sabía por instinto que debía proteger el hocico, las orejas, las patas delanteras y el cuello. Que ésas serían las principales presas a las que apuntaría mi adversario. Así que cuando me vi en el círculo de arena, rodeado de humanos vociferantes, oliendo su sudor y el humo de sus cigarros, ensordecido por sus gritos, procuré borrar todo eso de mi cabeza y me concentré en dos consignas sencillas: protegerme y atacar.
 Desde que nos pusieron frente a frente, mi enemigo -un moloso negro con patas marrones, más o menos de mi estatura- y yo empezamos a ladrarnos con ferocidad. Guau, guau, guau, reguau. Lo normal. En realidad no nos decíamos nada fuera del cliché: te voy a matar, hijoputa, tontolhaba y todo eso. Te voy a arrancar a mordiscos las pelotas. Etcétera. Lo natural en estos casos. Diálogos automáticos, ritual de pelea. Rutina previa. Supongo que ni pensábamos siquiera en lo que ladrábamos.
 Tras unos momentos de calentamiento, para dar tiempo a que los humanos hicieran sus apuestas, los que nos retenían estaban a punto de soltarnos las correas. Alrededor de nosotros, toda aquella gentuza, toda aquella chusma canalla y despiadada, alzaba la voz en un griterío ensordecedor, animándonos a despedazarnos. Exigiendo sangre y muerte.
 -Vamos a ello -le ladré resignado al moloso.
 -Ya estás tardando, follagatos.
 Era valiente, pensé. Joven y valiente. Aquello iba a ser duro.
 Allí no había tácticas que sirvieran de nada, sino rapidez y violencia. Jugársela a cara o cruz. Así que en cuento sentí el cuello libre, me lancé contra él. Tenía mi enemigo anchos hombros y una boca tan impresionante como la mía. La diferencia era que él debía tener tres o cuatro años; y yo, con mis ocho a cuestas, ya iba camino del desguace. Pero la experiencia es un grado y más sabe un perro por viejo que por perro. De modo que la cosa estuvo equilibrada desde el primer choque, patas enlazadas con patas, colmillos lanzando dentelladas feroces, ojos desorbitados a escasa distancia, respiración furiosa, cálida y húmeda del otro en tu hocico, salpicaduras de baba y sangre. Como dicen los humanos, a cara de perro. En esos momentos supremos no sientes dolor; sólo una furia atávica y terrible, y a través del velo rojo que va cubriendo tu mirada, ves en el otro un cuerpo que hay que despedazar, destruir, aniquilar. Mis antiguos genes, los de los mastines que cazaban bárbaros con las legiones romanas o esclavos negros en la selva amazónica, acudieron en mi socorro. Benditos sean los abuelos. Gracias a ellos, a su dureza y su sangre en mis venas, defendí ferozmente mi vida, como un perro valiente y despiadado.
 Y vencí.
 Por suerte, no tuve que matarlo. O no fui yo quien lo hizo. El moloso se había batido con dureza, tenaz y valiente, hasta la locura. Buscándome las presas en aquellos lugares donde su instinto -los ojos ya no valían de nada en ese cuerpo a cuerpo- le indicaba que yo era vulnerable. Mi oreja herida sufrió también las consecuencias. Pero a su energía, a sus violentos ataques y acometidas, yo opuse siempre mi sólida firmeza de luchador veterano: resistir y, en cuanto el otro aminoraba el impulso por la fatiga o hacía una pausa para respirar, lanzarle dentelladas que en otro perro menos fuerte que él habrían resultado letales. Al fin pude acorralarlo contra el suelo, entre mis patas, aprisionándole el cuello con las fauces y dando furiosas cabezadas que amenazaban con desgarrárselo. De pronto, el moloso emitió un quejido prolongado y gutural, un resoplido agónico y se quedó casi inmóvil. A muy corta distancia, advertí sus ojos abiertos y suplicantes.
 Solté la presa y retrocedí, resollando fuerte mientras mis fauces mojadas de baba y sangre intentaban recobrar el aliento. A diferencia de los humanos, rara vez los cánidos rematamos a un enemigo que se proclama vencido. Aunque los perros somos lo que los amos hacen de nosotros, héroes o criminales, y no siempre un amo está a la altura de su perro, casi todos, excepto los que se vuelven locos, respetamos ciertas reglas caninas. Ciertos códigos como no atacar a cachorros y no liquidar al que se somete, por ejemplo. Así que me quedé inmóvil, erguido, firme sobre mis cuatro patas. Estaba sediento y ofuscado, pero el desenfrenado latido de mi corazón se acompasaba poco a poco. De nuevo mis sentidos recobraban la calma. Oí subir de punto las voces de los humanos y vi cómo entre ellos se pasaban gruesos fajos de dinero. A mi espalda, una mano me palmeó el lomo, satisfecha, pero se retiró en el acto cuando, volviendo a medias la cara, lancé en su dirección un gruñido y una dentellada de rencor.
 Frente a mí, el moloso yacía moviendo débilmente las patas, rebozado como yo en la arena que se le pegaba al pelaje con el sudor y la sangre. Tenía heridas por todas partes. Pobre diablo. Mis colmillos habían hecho un buen trabajo.
 Se lo llevaron. Dos humanos fueron hasta él y lo arrastraron fuera del coso. Yo ignoraba la suerte que iba a correr y lo cierto es que en ese momento no me importaba gran cosa, pues tenía asuntos más urgentes de que preocuparme. Quizá, si las heridas no eran muy graves, mi adversario fuese curado y puesto a punto para otras peleas. De lo contrario, si las lesiones lo habían dejado inútil para sus amos, el destino estaba claro: lo rematarían de un tiro en la cabeza o, en el más cruel de los casos, lo abandonarían moribundo o inválido, a su suerte.
 Sentí un sabor amargo en la boca viendo cómo se llevaban al moloso. No importaba cómo había vivido ni cómo había luchado, pensé. A pesar de su lealtad y coraje, ése era el premio que aguardaba a un gladiador vencido.»

 [El texto pertenece a la edición en español de Alfaguara, 2018, pp. 125-129. ISBN: 978-84-204-3269-4.]

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