lunes, 12 de junio de 2017

"Markéta Lazarová".- Vladislav Vancura (1891-1942)


Resultado de imagen de vladislav vancura  
Capítulo primero

«Las locuras humanas son de todo tipo y están diseminadas al azar. Aceptad que esta historia tenga lugar, pues, en la región que circunda la villa de Boleslav, en los tiempos turbulentos en que el rey se esforzaba por salvaguardar la seguridad de los caminos, enfrentado a crueles dificultades por culpa de algunos aristócratas que se comportaban literalmente como ladrones y que, lo que es peor, derramaban sangre como si nada, riéndose a carcajadas. Vosotros, de tanto abstraeros en la nobleza del alma y los modales exquisitos de nuestro pueblo, os habéis vuelto hipersensibles y os sucede que, al beber, derramáis el agua sobre la mesa para mayor disgusto de la cocinera; en cambio, los bellacos de los que os hablaré eran valerosos y bravos como demonios. No sabría compararlos sino a briosos sementales. Poco les preocupaba lo que vosotros tenéis por importante. El peine y el jabón les traían sin cuidado: ¡no respetaban ni los mandamientos del Señor!
 Se cuenta que eran una legión los rufianes de tal calaña, pero esta historia no trata más que de una familia cuyo nombre evoca el de san Wesceslao, aunque sin duda equivocadamente. ¡Eran despabilados en esta noble familia! En esos tiempos ahogados en sangre, el patriarca fue bautizado con un nombre gentil, pero lo olvidó, y no le quedó otro remedio que, hasta su abominable muerte, llamarse Cabrito, sin más.
 Eso se debió seguramente a que el bautizo no le inspiró pensamientos muy elevados, pero en parte también a su modo de vestir. El barbián iba embutido en pieles y, puesto que era calvo, solía envolverse la cabeza con una piel de cabra. Y, la verdad sea dicha, tenía un buen motivo para cuidar su cráneo, porque tiempo atrás se lo habían partido y sólo así llegaron a juntarse las dos mitades.
 Es más seguro que, en nuestros días, con una herida como esa, cualquier comandante militar habría muerto antes de que el servicio sanitario hubiera tenido tiempo de ofrecerle una cucharada de té. En cambio, ¡ah!, Cabrito se untó la cabeza con una espesa capa de arcilla y se dirigió a su casa montado en su caballo, cuyos costados ensangrentó salvajemente con sus espuelas. Dedicadle un recuerdo menos severo por haberse mostrado tan valiente, ¡sin emitir el menor gemido!
 De modo que nuestro héroe, Cabrito, marcado de esta manera, tuvo ocho hijos y nueve hijas. ¡Ay de él!, en vez de considerar esa bendición sólo como un favor celestial, se jactó además ante sus semejantes cuando, al cumplir los setenta y un años, le nació su último hijo. El día del bautizo, doña Katerina, su esposa, cumplía los cincuenta y cuatro.
 ¡Qué fecundidad! Esos sanguinarios, que no daban tiempo a que la sangre se secase en sus cuchillos, se beneficiaban de tantas fuentes de vitalidad que uno no puede imaginarse sino al ángel de la Anunciación, el mismo que se suele colocar en la cabecera del lecho nupcial, con sus formas rollizas, embutido en ropajes prietos, el rostro rubicundo y las venas hinchadas en la frente.
 En tiempos hercúleos, la sangre se renueva con rapidez. Así, algunos de los hijos mayores de Cabrito se cargaron pronto de descendencia. Cinco de sus hijas ya se habían unido en matrimonio, cuatro aún eran doncellas. El viejo apenas las conocía; para él contaban menos que las criadas.
 Y es que ¿merece mención alguna la belleza estéril? Cuando entre sus muslos lloren niños, cuando sus pechos estén grávidos de leche, cuando hayan cumplido la tarea que corresponde a su robusta salud, sólo entonces se dignará Cabrito a hablar de ellas como de unas hijas. Llegado el momento, las estrechará, una tras otra, contra su oreja peluda, y las tratará como a adefesios.
 Sólo me falta enumerar a sus hijos y recordar sus nombres. ¡Eran tantos! El mayor se llamaba Jan; después venían Mikolás, Jirí y Adam, serie interrumpida por Markéta, Anna y Salomena; después, otra vez varones (Smil, Burjan, Petr) y otra vez mujeres (Katerina, Eliska, Alexandra, Stepánka, Isa y Drahomíra, esta última decapitada a la edad de nueve años). El último de los diecisiete hijos fue bautizado con el nombre de Václav.
 En los tiempos en que transcurre esta historia, la tierra era fértil y los pastos de un verde eterno. El forraje solía crecer tan alto que a los segadores apenas se les veía la cabeza. Pero no hay nada en este mundo que pueda incitar a un bandido a volverse hacia los placenteros campos. Sus dos o tres vacas, con las ubres flaquísimas de tantas correrías, se adaptan mejor a las galopadas que al pasto. Incalculables han sido las veces que los feroces mozos de labranza de Cabrito, con un alarido espantoso, las han llevado hacia el carro con la boca llena de grano y de hierba jugosa. ¡Otra vez atadas por los cuernos! Pobrecitas, no tendrán más remedio que trotar detrás de los ejes frenéticos como si fueran caballitos.
 ¿Por qué todas esas idas y venidas, ese huir insensato? Porque Cabrito, al igual que todos sus hijos, es un bandido. Me temo que esa denominación conviene igualmente a las señoras y a las doncellas de la familia. Una pandilla de bandoleros. El trabajo no les place. Sus espléndidos campos y bosques están abandonados y su pintoresca fortaleza, llamada Pico del Cuerno, sufre saqueos e incendios una vez cada diez años. Entonces se ocultan en los bosques. ¿Qué más da si la hora del alumbramiento sorprende a la parturienta ante una hoguera? ¡Poco importa! También allí tendrá derecho a su ración de caldo de gallina con fideos, hervido en la olla de los bandidos. Luego traerán a un cura, al que habrán pillado a la puerta de la iglesia o directamente en su cama. ¡Ya veremos si tiene ganas de protestar! Que haga su trabajo, porque esos bandidos tienen gran apego a la religión. Sólo faltaría que al pequeño lo matasen sin que hubiera recibido el bautizo.
 En el mes de diciembre del año del que hablamos, una ola de frío golpeó aquella región con una virulencia tan despiadada como despiadada era la cristiandad entera de la época. Las pezuñas de los caballos humeaban sobre el hielo y de las ubres de las vacas colgaban bolitas de escarcha. En días como esos, uno está bien junto a la hoguera, pero, ¡caramba!, aún están mejor los que pueden dormir en su casa o sobre un montón de paja en el fondo del establo. Por desgracia, guiado por su cólera contra los bandoleros, el rey acababa de enviar a todos los caminos que conducían a Sajonia un regimiento para que persiguiera y ahorcara a los rufianes. Al principio, Cabrito tenía la intención de hacerse fuerte en Pico del Cuerno, pero los fosos se helaron súbitamente, de manera que el espesor del hielo habría permitido a los jinetes alcanzar casi las ventanas de su fortaleza. En campo abierto, la horda de Cabrito habría podido enfrentarse con un grupo de cincuenta personas, pero ¿quién conocía el número exacto de los que estaban por llegar?»
 

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Realiza tu comentario: