3
«Vio un montón de periódicos atado con cordeles ante un puesto de venta cerrado. Los titulares se referían a noticias de política internacional. Si se hablaba de la huida de Delise sería en una nota sin relieve, entre informaciones de última hora. El policía joven dejó unas monedas entre los dos periódicos de encima y se metió uno en el bolsillo sin desplegarlo. De pronto se encontró ante la verja que rodeaba la iglesia de Santa Adria, en la calle que había sido escenario de sus primeros partidos de pelota, a los nueve años.
Subió los peldaños y entró. Vio a su tío en la semioscuridad poblada por una media docena de fieles arrodillados, bajo el púlpito, con su aire laborioso y reposado, quitándose la prenda que usaba para dirigir la palabra a sus feligreses. Lo abordó en las habitaciones que el párroco habitaba (y había habitado él, el policía joven, de niño) en el momento que doblaba la estola encima del armario donde él -el chiquillo que deseaba jugar al rugby, porque era demasiado corpulento a los nueve años para llevar las ropas de monaguillo sin provocar sonrisas durante la colecta del domingo- solía guardar los libros y los cuadernos de caligrafía.
-Dime, madrugas mucho, ¿no es cierto?, desde que te has convertido en un verdugo policía.
-Aún no me he acostado, tío -dijo el policía joven-. Lo haré después de ver a cierta persona, pero es pronto para eso.
Había una anciana detrás de la pequeña puerta de cristales, barriendo la acera; se la podía ver a través de los visillos quemados por el sol. La vieja ahuyentó un gato que acudía atraído por el olor de las cestas de la compra. El policía joven pensó en los gatos que habían aullado durante toda la noche cerca de las ventanas de la jefatura de policía, persiguiéndose por los tejados. Nunca había pensado en la cantidad de gatos que vivían furtivamente en la ciudad; ahora se le ocurrió que los gatos no viajaban de una ciudad a otra; la genealogía de todos ellos sería fácil de investigar; él nunca había visto gatos en las carreteras.
-Seguramente no has desayunado -dijo el sacerdote sin esperar respuesta.
Trajo un tazón y tostadas que él mismo había preparado y le indicó una silla a su sobrino.
-No -dijo el policía joven interponiendo su mano-. El café solo, si no te importa.
No hablaron mientras comía. Del interior del templo llegaba el sonido espaciado del armonio. Alguien debía ensayar una partitura, pues se detenía una y otra vez en el mismo pasaje para volver al comienzo. El policía joven apartó los residuos de su desayuno y echó la silla para atrás, de modo que sólo se sostuviera sobre las patas traseras. Nada había cambiado en quince años.
No le hubiera extrañado que el sacerdote se levantara de pronto para regañarle por el escaparate roto o lo asaltara con una pregunta como: "Checoslovaquia, ¿capital...?" que tiempo atrás solía prodigar a todas horas. "¿Y las cordilleras más importantes de América? ¿Qué me dices de esto?" Sólo los días de fiesta dejaba de acosarlo con su interrogatorio para hacer un retruécano, invirtiendo, por ejemplo, el orden de los nombres o exigiendo los ríos de una región desértica. "Oslo, ¿capital...?" y si el muchacho se quedaba atónito unos instantes, su tío se echaba a reír y aquello significaba que era domingo o día de fiesta y todo iba bien.
-Tío, ¿quieres leerme un pasaje como hacías antes? -pidió con voz soñolienta-. Tal vez una de las Epístolas; la que habla de bendecir..., sí, creo que dice bendecir a los perseguidores.
El sacerdote se levantó para alcanzar un estante y deslizó los dedos por un libro de cantos dorados, encuadernado en piel. El policía cerró los ojos escuchando la voz mansa que parecía modulada para alentar y tranquilizar, extendiéndose por la reducida habitación, repitiendo minuciosamente el texto conocido.
-"Sea el amor sin fingimiento, aborreciendo lo malo y abrazando lo bueno. Sed fraternalmente cariñosos unos con otros anticipándoos a honraros mutuamente... Remediad las necesidades de vuestros hermanos ejercitando la hospitalidad... Bendecid a los que os persiguen y no maldigáis." ¿No es eso lo que querías decir?...-el policía joven asintió con la cabeza, y siguió escuchando con expresión analítica-: "... no los maldigáis. Gozaos con los que gozan y llorad con los que lloran... Tened unos para otros los mismos sentimientos, no respirando altivez, sino allanándoos a lo humilde..."
Apenas leía las frases; las repetía de memoria, dirigiendo miradas ocasionales al libro, que seguía acariciando con las yemas de los dedos. Cuando la voz dejó de oírse, permanecieron unos instantes mirándose; el policía joven con los ojos ausentes; el sacerdote con el libro que había cerrado, conservando el pulgar entre las páginas como una señal innecesaria.
-Aborreciendo lo malo y abrazando... -repitió el policía joven-. ¿Crees que se puede hablar con propiedad de lo bueno y de lo malo?
-Dime -exclamó el sacerdote-. ¿Puedo aconsejarte en algo o te has metido en un apuro que...?
-No. ¿Qué te lo hace suponer? Quisiera dormir un poco. ¿Te importa que me eche en el sofá, algo así como una hora?
-¿Por qué no te acuestas? Necesitas descansar. No tienes buen aspecto.
-No. Prométeme que me llamarás dentro de una hora. Tengo que ver a cierta persona. Luego iré a casa y dormiré; eso pienso hacer.
El policía joven se despojó de la chaqueta y se recostó en el incómodo sofá del rincón, con sus piernas interminables que no sabía si encoger contra su estómago o dejar que sobresalieran libremente. Se arrebujó en la chaqueta mientras el sacerdote corría las cortinas, y el sueño cayó sobre él, pesado, rígido, blanco. Tal vez sólo había dormido un minuto cuando se sintió sacudido por los hombros y abrió los ojos a la luz suave de la habitación en que el sacerdote hojeaba el periódico que él había comprado al salir de la jefatura de policía y que metió en el bolsillo de su chaqueta sin desplegarlo.
-Vaya, tu hora ha concluido -dijo el sacerdote-. "Velad, porque no sabéis el día ni la hora."
Mantuvo el periódico abierto mientras su sobrino sacudía la cabeza y se sentaba trabajosamente, comprobando el funcionamiento de su rodilla herida. El policía joven hizo una mueca.
-Es curioso pensar lo curioso que es -dijo el cura.
El policía joven apoyó el mentón en los puños.
-¿Qué?
-Extraordinariamente casual -dijo el cura señalando el periódico.»
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Realiza tu comentario: