XXVI: Cómo expolió la riqueza de las ciudades y saqueó a los pobres
«Hablaremos ahora de cómo tuvo éxito en destruir la riqueza y todas las
cosas que confieren honor y valor en Bizancio y en todas las ciudades. Primero
decidió abolir el rango de rétor, porque inmediatamente privó a los rétores de
todos sus honorarios con los que antes se habían habituado a disfrutar y
enorgullecerse cuando habían abandonado su profesión de abogacía, y les ordenó
que litigaran unos con otros directamente bajo juramento; y siendo así
desdeñados, los rétores se sumieron en enorme desesperación. Y después que hubo
confiscado los bienes de los senadores y de otras gentes prósperas, como ha
sido relatado, en Constantinopla y en todo el imperio Romano, quedó poco
trabajo para los abogados. Los hombres nada tenían digno de mención para ir a
tratar en los tribunales. Así, de todos los famosos abogados, pocos quedaron y
se vieron despreciados y reducidos a la penuria, obteniendo de su trabajo nada
salvo insultos.
Además, también hizo que los médicos y maestros de los niños libres
padecieran penuria de todo lo necesario para la vida, pues los honorarios que
los anteriores emperadores habían decretado que les fueran entregados a cargo
del Erario público fueron cancelados por completo. Además, todos los ingresos
que los habitantes de todas las ciudades habían estado recaudando localmente para
sus propias necesidades cívicas y para sus espectáculos públicos los transfirió
y osó mezclarlos con los ingresos públicos. E igualmente los médicos y
profesores no gozaron de ninguna estima, ni nadie pudo más cuidar de los
edificios públicos, ni las lámparas públicas fueron conservadas en las ciudades
para su iluminación, ni hubo consuelo alguno para sus habitantes. Porque los
teatros, hipódromos y circos fueron todos clausurados en su mayor parte
(lugares en que su esposa había nacido, crecido y educado). Y luego ordenó que
aquellos espectáculos fueran cerrados, incluso en Constantinopla, de modo que
el Erario no tuvo que pagar las usuales sumas a las numerosas y casi incontables
personas que vivían de ello. Y hubo tristeza y dolor privado y público, como si
aún otra aflicción del Cielo les hubiera golpeado, y no hubo más alegría en la
vida de nadie. Y ningún otro tema de conversación existía ya entre el pueblo,
ya estuvieran en casa, en el mercado o en los templos, que los nuevos
desastres, calamidades e infortunios que ocurrían en un grado incomparable.
Tal era la situación en las ciudades. Y
aquello que queda por decir es digno de ser contado. Dos cónsules de los
Romanos eran elegidos cada año, uno en Roma y el otro en Constantinopla. Y cualquiera
que era llamado a este honor estaba seguro de verse obligado a gastar más de
veinte centenarios de oro, siendo una pequeña porción de esta cantidad pagada
de su bolsillo y la mayor parte por el emperador. Este dinero era distribuido
entre aquellos que he mencionado y aquellos que en general carecían de otros
medios de subsistencia, y particularmente actores y así permitía dar auxilio
constante a todo lo que era para bien de la ciudad. Pero desde el momento que
Justiniano llegó al poder, estas distribuciones no fueron hechas según
costumbre, pues a veces un cónsul permanecía en el cargo un año tras otro,
hasta que finalmente el pueblo perdió la esperanza de ver a otro nuevo, incluso
en sus sueños. Como resultado, se produjo una universal pobreza, ya que el emperador
no entregó más a sus súbditos lo que habían tenido por costumbre recibir, sino
que, al contrario, procuró quitarles de todas las maneras y en todas partes lo
poco que aún tenían.
Cómo este ladrón ha estado tragándose todos
los dineros públicos y cómo ha estado privando a los miembros del Senado de sus
propiedades, a cada uno individualmente y a todos en conjunto, ha sido, pienso,
suficientemente descrito. Y cómo lanzando falsos cargos confiscó las haciendas
de todos a quienes reputaba ricos, imagino haberlo ya adecuadamente contado,
como en el caso de los soldados, oficiales y guardias de palacio, los
agricultores y terratenientes, aquellos cuya profesión es la oratoria, además
de tenderos, navieros, marineros, mercaderes, jornaleros y vendedores, así como
aquellos que se ganaban la vida con representaciones en el teatro y además
todas las demás clases, puedo decir, que fueron alcanzados por el daño que
infería este hombre.
Y procederé ahora a hablar de cómo trató a los
mendigos y al pueblo llano y a los pobres y a aquellos afligidos con toda clase
de discapacidad física; su trato a los sacerdotes será descrito en mis
siguientes libros. Primero de todo, habiendo tomado el control, como ha sido
dicho, de todas las tiendas y habiendo establecido los llamados monopolios de
los bienes más indispensables, procedió a sacarle a toda la población más del triple
de los precios normales. En cuanto a sus otras hazañas, puesto que son
simplemente incontables, no intentaré siquiera hacer su catálogo en un libro
sin fin. Pero diré que a los compradores de pan robó de la forma más cruel todo
el tiempo, hombres que, siendo trabajadores manuales, empobrecidos y afligidos
con todo tipo de minusvalías físicas, no podían evitar comprar el pan. De estos
exigía tres centenarios al año, con el resultado de que los panaderos alzaban
los precios y rellenaban el pan con cáscaras y cenizas, porque el emperador no tenía
escrúpulos de obtener beneficios ni siquiera de esta impía adulteración.
Aquellos que estaban a cargo de este oficio, aplicando este truco para su lucro
particular, con facilidad llegaron a ser muy ricos y redujeron a los pobres a
una intolerable miseria en plenos tiempos de abundancia, porque fue
completamente prohibido que todo hombre comprara grano en cualquier parte, sino
que era obligado que todos compraran y comieran de ese pan.
Y aunque vieron que el acueducto de la ciudad se había roto y estaba
transportando sólo una pequeña parte de agua a la ciudad, no hicieron caso del
asunto y no consintieron en gastar ni un sólido en ello, a pesar del hecho de
que una gran multitud del pueblo, ardiendo de indignación, estaba siendo
reunida en las fuentes y que todos los baños habían sido cerrados. Y sin
embargo malgastaba una gran cantidad de dinero sin ningún motivo en edificios
sobre el mar y otras edificaciones sin sentido, erigiendo nuevas construcciones
en todas partes de los suburbios, como si los palacios en que todos los
emperadores anteriores habían estado contentos de vivir a lo largo de sus días
no pudieran albergar su hogar. Y esto no se hacía por motivos económicos, sino
para lograr la destrucción del género humano, ya que se negaba a reconstruir el
acueducto. Porque nadie en toda la historia ha nacido alguna vez en el mundo
que estuviera más deseoso que Justiniano de conseguir dinero, para luego
empezar nuevamente a malgastarlo de inmediato. De estos dos recursos, esto es,
pan y agua, que como único remedio quedaba a los que estaban hundidos en la miseria,
ambos fueron usados por este emperador para perjudicarlos, como he escrito, ya
que hizo que un recurso, es decir, el agua, fuera imposible de conseguir, y el
otro, el pan, fuera muy caro de comprar.
Y amenazó de esta manera no sólo a la clase humilde de Bizancio, sino
también, a los que vivían en otros lugares, como será relatado por mí
inmediatamente. En efecto, cuando Teodorico conquistó Italia, dejó donde
estaban a los que estaban sirviendo como soldados en el Palacio de Roma, para
que al menos un recuerdo de los antiguos tiempos se conservara allí, pagando a
cada hombre un pequeño estipendio diario; y estos soldados eran muy numerosos.
Porque los Silenciarios, como son llamados, los Domésticos y los Escolares
estaban entre ellos, aunque en su caso nada militar quedaba salvo el nombre de
ejército, y este sueldo era apenas suficiente para vivir. Y Teodorico ordenó
que este pago se transmitiera a su muerte a sus hijos y parientes. Y a los
pobres que tenían su asiento junto a la Iglesia del apóstol Pedro, ordenó que
el Erario les entregara siempre cada año tres mil medidas de grano. Estas
pensiones fueron recibidas por todos los pobres hasta que Alejandro, llamado
"Tijeras", llegó a Italia. Pues este hombre decidió inmediatamente, sin vacilación,
abolir todos. En sabiendo esto, Justiniano, emperador de los Romanos, aprobó
esta decisión y tuvo a Alejandro en aún más alto honor que antes. Durante su
viaje allá causó también el siguiente perjuicio a los Griegos. La fortaleza de
las Termópilas había sido largo tiempo guardada por los campesinos cercanos,
quienes se turnaban en la vigilancia de la muralla cuandoquiera se anunciaba una incursión de
bárbaros contra el Peloponeso. Pero cuando Alejandro visitó el lugar durante la
travesía a Italia, él, pretendiendo que estaba actuando en interés de los
Peloponesios, rechazó confiar la fortaleza a los campesinos. Así, situó tropas
allí en número de dos mil y ordenó que su estipendio no fuera pagado por el
Erario imperial, sino por los fondos civiles y los dineros reservados a los
espectáculos de todas las ciudades de Grecia, so pretexto de que aquellos
soldados tenían que ser mantenidos a costa de ese lugar y por ende de toda
Grecia. En consecuencia, todos los lugares de Grecia, incluyendo la mismísima
Atenas, no pudieron restaurar los edificios públicos ni pudieron pagar ninguna
otra cosa útil. Justiniano, empero, sin vacilar, confirmó estas medidas del "Tijeras".
Así, de la manera descrita, estos asuntos fueron transcurriendo. Pero
debemos ahora proceder a tratar el caso de los pobres en Alejandría. Aquí vivía
un cierto Hefesto, abogado, que asumió el gobierno de Alejandría y en su
condición de tal puso fin a una sedición ciudadana amenazando a los revoltosos,
pero redujo a todos los habitantes a la completa miseria. Pues inmediatamente
puso todas las mercancías bajo monopolio, prohibiendo a los demás mercaderes
vender nada, y él mismo se convirtió en el único traficante y vendedor de todas
las mercaderías, fijando los precios según su voluntad merced a su suprema
autoridad. Pero la consiguiente carestía de las provisiones necesarias sumió en
la mayor de las aflicciones a Alejandría, donde antes incluso los más pobres
habían podido vivir adecuadamente. Y el alto precio del pan aplastó a la
mayoría, porque compraba todo el trigo de Egipto él mismo, no permitiendo que
nadie comprara ni tan siquiera un celemín, y así controlaba el abastecimiento y el precio del
pan a su voluntad. De este modo en poco tiempo ganó una fabulosa fortuna y
cumplió el deseo del emperador en este asunto. Y mientras el populacho de Alejandría,
por temor a Hefesto, sobrellevaba su angustiosa situación en silencio, el
emperador, gracias al dinero que llegaba a su bolsillo constantemente, amaba a
este hombre intensamente.
Y este Hefesto, para poder ganarse más aún la voluntad del emperador,
ideó el siguiente plan. Diocleciano, un anterior emperador de los Romanos,
había decretado que un gran monto de grano fuera dado por el Erario cada año
para cubrir las necesidades de los Alejandrinos. Y el populacho, habiendo
distribuido este grano entre ellos mismos en primer lugar, ha transmitido esta
costumbre a sus descendientes hasta hoy. Pero Hefesto, desde este tiempo, quitó
a los pobres hasta dos millones de medidas anuales de grano y los transportó a
los almacenes del Estado, escribiendo al emperador que el pueblo había hasta
entonces estado recibiendo el grano por error, y no en beneficio del público
interés. Y en consecuencia el emperador confirmó esta decisión y lo tuvo en
mayor favor aún. Los Alejandrinos, cuya esperanza de vida radicaba en esta
distribución sufrieron muy cruelmente como resultado de esta inhumana acción.»
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