martes, 20 de junio de 2017

"Mi amor en vano".- Soledad Puértolas (1947)


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«Cansa muchísimo no ser sincera, no decir la verdad, dijo Dayana en tono de fatiga, como si lo que me acababa de contar le hubiera producido un cansancio y una melancolía excesivos.
 Me retraje en cuanto caí en la cuenta de que muchas de las cosas que decía se acababan volviendo contra mí, siguió. Tuve que guardar en mi interior la sinceridad y la inocencia, pero todo se enrarece dentro de uno mismo y ya no sé si son verdadera sinceridad o verdadera inocencia. En cuanto te retraes para protegerte, dejas de lado tu primera espontaneidad y queda grabada sobre la piel la señal, el sello del miedo. A partir de ahí es difícil que los otros lleguen a conocerte, porque nunca te muestras por entero, ni siquiera a las personas que más aprecias y en las que más confías. No te muestras, el disimulo de ese miedo se convierte en parte de tu identidad.
 Con quienes más practicas el disimulo es precisamente con las personas a quienes tienes más cerca, siguió, y así sucede que aquellas personas que podrían conocerte mejor son quienes menos datos han recibido directamente de ti. La mayor parte de tu vida se ha desarrollado entre ellas, pero no te has permitido dar rienda suelta a lo que eres, y un día comprendes que es demasiado tarde, que ni siquiera sabrías hacerlo, porque con ellas ya eres de otra manera, ya eres una persona que disimula. Incluso llegas a intuir que esas personas te habrían aceptado y acogido si te hubieras mostrado y que quizás aún estés a tiempo, pero ya no puedes, has pasado demasiado miedo. Te has ido mostrando a trozos, a fragmentos, has enseñado a unos una cosa y a otros otra, la totalidad te asusta, no puedes abarcarla, no sabes qué forma, qué aspecto tiene. Te gustaría que alguien se encargara de recoger de aquí y de allá todos los pedazos desperdigados y los uniera, casi sin tu ayuda, estando tú absolutamente quieta, porque ya no puedes más, no quieres hacer más. Que juntara los fragmentos como le viniera en gana, eso ya te da casi igual, que lo hiciera a su criterio, puesto que tú ya no quieres esforzarte, lo dejarías todo en sus manos, ése es el ideal, la profunda aspiración.
 Queda la esperanza de que ellas, las personas cercanas, intuyan todo eso y, a pesar de tu miedo, que te ha alejado tanto de ellas, te acepten y te den cobijo. Pero estos sentimientos no se expresan, no pueden formularse, permanecen ocultos por debajo de las miradas que se cruzan, pero son la razón que nos empuja a mirarnos unos a otros con curiosidad, con interés o simpatía, a veces con amor, son la razón de que las miradas y los gestos resulten insuficientes y echemos mano de las palabras siempre confusas, traidoras y también insuficientes. Todo esto que está por debajo y que a veces se intuye es lo que nos mantiene cerca a unos de otros, ¿qué otra cosa podría ser? Lo que vemos, lo que ven, lo que mostramos y nos muestran, está impregnado de temores, esa apariencia no nos expresa.
 Entre Eugenio y yo ha habido mucho silencio, dijo, y comprendí que Dayana llevaba un rato hablando de él, sin mencionarlo. Eso me produce mucho dolor, mucha culpabilidad, dijo. Si se lo dijera, se sentiría ofendido. Es él quien debe resolver su vida día a día, minuto a minuto. Éstos son sus principios. Ser libre, no depender de nadie, no culpar tampoco a nadie. La culpa es algo que está fuera del individuo. Nace dentro de la comunidad, se desarrolla junto a la idea de autoridad. Y el poder autoritario es el principio de la corrupción, de todos los abusos. Eugenio es fiel a esta doctrina. Nunca me ha hecho una pregunta a la que yo hubiera podido responder con una mentira. O simplemente con el silencio. Pero éste habría sido ya un silencio distinto, indiscutiblemente culpable. El silencio que Eugenio ha instalado entre nosotros es anterior a las preguntas, es un silencio que quiere significar respeto, libertad. Quizá, también, pesimismo, soledad.»
 

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