Libro XVIII
Beneficios de la presencia de
Juliano en las Galias. Cuida de que en todas partes se administre bien la
justicia. Repara las murallas de los fuertes reconquistados al enemigo en las orillas
del Rhin, tala parte del territorio de los alemanes y obliga a cinco reyes
suyos a pedir la paz y devolver los prisioneros. Barbación, jefe de la
infantería, es decapitado con su esposa por orden de Constancio.
«En cuanto llegó
la estación propicia para la campaña, Juliano reunió las tropas y se puso a su
frente. Gran deseo tenía, antes de que estuviesen muy empeñadas las
hostilidades, de apoderarse y poner en estado de defensa muchas ciudades
fuertes cuya destrucción databa de antiguo, y también en reedificar sus almacenes
de subsistencias, que habían sido incendiados, y en los que se proponía guardar
las ordinarias remesas de granos de la Bretaña. Los almacenes, rápidamente
construidos, quedaron en seguida repletos de víveres; ocupó siete ciudades, a
saber, el campo de Hércules, Quadriburgium, Tricesimo Novesium, Borma,
Autunnacum y Bingio, donde se le reunió oportunamente Florencio, prefecto del
pretorio, que le traía refuerzos y víveres para larga campaña.
Faltaba
reedificar las murallas de las siete ciudades, obra esencial y que urgía dejar
terminada antes de que pudiesen entorpecerla. En esta ocasión pudo apreciarse
el ascendiente que había conquistado el César, por temor, sobre los bárbaros y
por amor, sobre los soldados. Los reyes alemanes, fieles al pacto ajustado el
año anterior, enviaron en carros parte de los materiales necesarios para las
construcciones, y se vio a los soldados auxiliares, tan recalcitrantes para
este servicio, prestarse gozosos al deseo del general, hasta el punto de llevar
alegremente a hombros vigas de cincuenta y más pies, y ayudar con todas sus
fuerzas a los trabajos de la construcción.
Tocaba a su
término la obra, cuando volvió Hariobaudo a dar cuenta de su misión, siendo su llegada
la señal de marcha, poniéndose en movimiento todo el ejército hacia
Moguntiacum, donde se promovió agrio altercado, sosteniendo Florencio y
Lupicino, que había sucedido a Severo, que era necesario lanzar allí un puente
para cruzar el río, y negándose Juliano con inquebrantable persistencia, porque
si se sentaba el pie en territorio de los reyes con quienes estábamos en paz,
las costumbres devastadoras de los soldados acarrearían inevitablemente la
ruptura de los tratados.
Entretanto,
aquella parte del pueblo alemán contra la que se dirigía la expedición, viendo acercarse
el peligro, intimó con amenazas al rey Suomario, uno de los comprendidos en los
tratados anteriores, que nos impidiesen pasar el Rhin; porque en efecto, sus
posesiones tocaban a la otra orilla. Declarando éste que con sus fuerzas solas
no podría conseguir el objeto, marchó de pronto a aquel punto imponente masa de
bárbaros, decidida a emplear todos los esfuerzos para evitar el paso del
ejército; comprendiéndose entonces que el César había tenido doblemente razón
en su negativa, y que para lanzar el puente era necesario buscar el punto más
favorable, allí donde no hubiese exposición de devastar tierras de su amigo, ni
sacrificar multitud de vidas en desesperada lucha con aquella multitud.
Los bárbaros de
la otra orilla seguían atentamente todos nuestros movimientos. En cuanto veían
desplegar las tiendas, hacían alto y pasaban la noche con las armas en la mano,
esperando alarmados alguna tentativa nuestra para pasar el río. Llegando al fin
al punto elegido, el ejército descansó después de haberse fortificado. El César
llamó a Lupicino a consejo, y dio a los tribunos de su mayor confianza la orden
de tener dispuestos trescientos hombres armados a la ligera y provistos de
estacas, sin explicar en qué quería emplearlos, ni qué servicio iban a prestar.
A media noche hizo montar el destacamento en cuatro barcas, no habiendo podido
procurarse más, mandándoles bajar el río con el mayor silencio, sin emplear
siquiera los remos, por temor de que su ruido llamase la atención de los
bárbaros y emplear todos los esfuerzos posibles para ganar la otra orilla,
mientras el enemigo tenía fija la atención en nuestras hogueras.
Cuando se preparaba esta sorpresa, el rey Hortario que, sin pensar en
enemistarse con nosotros conservaba relaciones de buena vecindad con sus
compatriotas, había invitado a los reyes alemanes, enemigos nuestros, con sus
parientes y vasallos a un festín que, según la costumbre de estos pueblos, se
prolongó hasta la tercera vigilia de la noche. La casualidad hizo que, al
retirarse, se encontrasen con los nuestros, no siendo muerto ni hecho
prisionero ninguno de los convidados, gracias a la velocidad de sus caballos,
que lanzaron al azar; pero de los esclavos y criados que les seguían a pie
escaparon muy pocos, y estos lo debieron a la obscuridad.
Habían pasado el río, y lo mismo que las expediciones anteriores, los
Romanos consideraban terminados sus trabajos, puesto que habían alcanzado al
enemigo; pero la sorpresa aterró a los reyes alemanes y a toda su multitud,
cuya única idea consistía en impedir la construcción de un puente.
Entonces tuvo lugar una dispersión general, y
a la indomable furia siguió en cada cual vivo apresuramiento por buscar a lo
lejos seguridad para sí propio, para su familia y bienes. Entonces se construyó
el puente sin obstáculos, y la población alemana, contra lo que esperaba, vio a
nuestras legiones cruzar sin causar daño alguno las posesiones del rey
Hortario; pero en cuanto hollaron tierra enemiga, todo lo llevaron a sangre y
fuego.
Después de degollar multitud de habitantes y de incendiar sus débiles
moradas, el ejército, que ya no encontraba más que moribundos o gentes que
pedían perdón, llegó al fin al punto llamado Capellatium o Palas, donde se
encontraban los mojones que señalaban los límites de los territorios alemanes y
de los burgondios. Allí acamparon los Romanos para recibir en actitud menos
hostil la sumisión de dos hermanos, los reyes Macriano y Hariobaudo, que habían
oído venir el huracán y se apresuraban a conjurarlo: ejemplo que siguió
inmediatamente el rey Vadomario, cuyas posesiones lindaban con Rauracos, y que
hizo valer en favor suyo una carta muy afectuosa de Constancio; por lo que se
le recibió con las consideraciones debidas a un príncipe adoptado desde muy
antiguo por el Emperador como cliente del pueblo romano. Macriano, lo mismo que
su hermano, se veían por primera vez en medio de nuestras águilas y
estandartes; y asombrado por el aspecto de nuestros soldados y la brillante
variedad de las armas, se apresuró a pedir gracia para los suyos. Vadomario, que
era vecino nuestro y desde muy antiguo estaba en relaciones con nosotros, no se
cansaba de admirar nuestro aparato militar, pero como quien no lo contemplaba
por primera vez. Después de larga deliberación, al fin se acordó conceder la
paz a Macriano. En cuanto a Vadomario, como tenía el encargo, además del
cuidado de sus propios intereses, de solicitar a nombre de los reyes Urio, Ursicino
y Velstrapo, había dificultades para la contestación.
Los bárbaros no se ligan por convenio, y un tratado concluido por
intermediario no habría tenido fuerza para ellos desde el momento en que no los
contuviese la presencia del ejército. Pero en cuanto quemaron sus mieses y sus
casas, y mataron o cogieron parte de sus gentes, se apresuraron a negociar por
legados directos y suplicaron con el mismo tono que si hubiesen causado los
estragos, que habían sufrido: humildad que les valió paz en iguales condiciones
que a los otros, imponiéndoles la inmediata entrega de todos los prisioneros
que habían hecho en sus excursiones.
Mientras, con el auxilio divino, se restablecían nuestros negocios en
las Galias, en la corte de Constancio iba a surgir otra tempestad política,
sirviendo un incidente baladí de preludio a escenas de luto y lágrimas. En la
casa de Barbación, general de la infantería, se había presentado un enjambre de
abejas. Inquieto por el presagio, consultó con los adivinos, respondiéndole
éstos que se encontraba en vísperas de algún acontecimiento grave. Fundábase el
pronóstico en la costumbre de espantar las abejas del punto donde han
depositado el producto de su trabajo, ya ahumándolas o ya haciendo mucho ruido
con címbalos. La esposa de Barbación, llamada Assyria, era tan indiscreta como
imprudente, y, encontrándose ausente en una expedición su marido, muy
preocupada por el vaticinio, ocurriósele, en su inquietud mujeril, dirigirle
una carta lacrimosa en la que le pedía, como próximo sucesor de Constancio
(cuya muerte consideraba Assyria muy cercana) que no la pospusiese a la
emperatriz Eusebia, a pesar de su extraordinaria belleza. Habíase servido
Assyria de una esclava muy hábil en escritura y cifras, recibida con la
herencia de Silvano. Remitióse la carta con todo el secreto posible; pero, al
regreso de la expedición, la esclava que la había escrito al dictado de su
señora, se fugó una noche, recogiéndola apresuradamente Arbeción, a quién
entregó una copia. No perdió éste tan preciosa ocasión para desplegar su
destreza, y con la copia en la mano se presentó al Emperador. Como de
costumbre, se procedió rápidamente. Barbación no pudo negar que había recibido
la carta, y como su esposa quedó convicta de haberla escrito, ambos fueron decapitados.
Pero no puso fin su muerte a los procedimientos, sino que sufrieron el tormento
multitud de desgraciados, inocentes o culpables, encontrándose entre los
primeros Valentino, que acababa de pasar de oficial de los protectores a
tribuno: so pretexto de complicidad se le sujetó varias veces al tormento, que
soportó hasta el fin, sin contestar otra cosa que su completa ignorancia de todo
lo que había ocurrido. Más adelante, por vía de indemnización, le otorgaron el
título de duque de Iliria.»
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