Décima época
De los futuros progresos del espíritu humano
«Al recorrer la historia de las sociedades, habremos tenido ocasión de señalar que, muchas veces, existe una gran diferencia entre los derechos que la ley reconoce a los ciudadanos y los derechos de que éstos realmente gozan; entre la igualdad establecida por las instituciones políticas y la que existe entre los individuos; habremos subrayado que esta diferencia ha sido una de las principales causas de la destrucción de la libertad en las repúblicas antiguas, de las tormentas que las han sacudido, de la debilidad que las ha entregado a tiranos extranjeros.
Estas diferencias tienen tres causas principales: la desigualdad de riqueza, la desigualdad de estado entre aquel cuyos medios de subsistencia se transmiten a su familia y aquel para quien esos medios dependen de la duración de su vida, o, mejor, de la parte de su vida en que es capaz de rendir un trabajo y, por último, la desigualdad de instrucción.
Habrá, pues, que demostrar que esas tres causas de desigualdad real deben disminuir, no desaparecer, porque son causas naturales y necesarias, que sería absurdo y peligroso querer destruir; y ni siquiera se podría intentar hacer desaparecer totalmente sus efectos, sin abrir fuentes de desigualdad más fecundas, sin asestar golpes más directos y más funestos a los derechos de los hombres.
Es fácil probar que las fortunas tienden naturalmente a la igualdad, y que su excesiva desproporción o no puede existir, o debe cesar en seguida, si las leyes civiles no establecen unos medios artificiales de perpetuarlas y de reunirlas; si la libertad del comercio y de la industria hace desaparecer la ventaja que toda ley prohibitiva y todo derecho fiscal dan a la riqueza adquirida; si unos impuestos sobre las convenciones, las restricciones a que se somete su libertad, su sometimiento a unas formalidades enojosas, o, en fin, la incertidumbre y los gastos necesarios para obtener su ejecución no detienen la actividad del pobre y no devoran sus escasos capitales; si la administración pública no abre a unos pocos hombres unas abundantes fuentes de opulencia, cerradas al resto de los ciudadanos; si los prejuicios y el espíritu de avaricia, propios de la edad avanzada, no presiden el matrimonio; si, en fin, gracias a la sencillez de las costumbres y a la sabiduría de las instituciones, las riquezas ya no son medios de satisfacer la vanidad o la ambición, sin que de todos modos, una austeridad mal sostenida, que ya no permite hacer de ellas un medio de goces rebuscados, fuerce a conservar las que en otro tiempo se han acumulado.
Comparemos en las naciones ilustradas de Europa su población actual con la extensión de su territorio. Observemos, en el espectáculo que presentan su agricultura y su industria, la distribución de los trabajos y de los medios de subsistencia, y veremos que sería imposible conservar esos medios en el mismo grado y, por una consecuencia necesaria, mantener la misma masa de población si un gran número de individuos dejasen de contar sólo con su industria y con lo que sacan de los capitales empleados en adquirirla o en aumentar su producción, para subvenir casi enteramente a sus necesidades o a las de su familia. Ahora bien: la conservación de uno y otro de esos recursos depende de la vida, de la salud misma del jefe de cada familia. Es, en cierto modo, una fortuna vitalicia o, más aún, dependiente del azar, y de ello resulta una diferencia muy real entre esa clase de hombres y aquella cuyos recursos no están sometidos a los mismos riesgos porque la renta de una tierra o el interés de un capital casi independiente de su industria subvienen a sus necesidades.
Existe, pues, una causa necesaria de desigualdad, de dependencia e incluso de miseria, que amenaza sin cesar a la clase más numerosa y más activa de nuestras sociedades.
Mostraremos que es posible destruirla en gran parte, oponiendo el azar al propio azar; asegurando al que alcanza la vejez una pensión producida por sus ahorros, pero aumentada con las de los individuos que, tras hacer el mismo sacrificio, mueren antes del momento de tener necesidad de recoger sus frutos; procurando, mediante una compensación similar, a las mujeres, a los niños, para el momento en que pierden a sus maridos o a sus padres, un recurso igual y adquirido al mismo precio, ya sea para las familias a las que aflige una muerte prematura, ya sea para las que conservan a su jefe durante más largo tiempo; en fin, preparando para los hijos que alcanzan la edad de trabajar para sí mismos y de fundar una nueva familia, la ventaja de un capital necesario para el desarrollo de su industria, y aumentándolo a expensas de aquellos a quienes una muerte demasiado temprana impide llegar a ese término. Es a la aplicación del cálculo a las probabilidades de la vida y a las colocaciones del dinero a lo que se debe la idea de estos medios, ya empleados con éxito, pero nunca con esa extensión, con esa variedad de formas que los haría verdaderamente útiles, no solamente a algunos individuos, sino a toda la masa de la sociedad, a la que librarían de esa ruina periódica de un gran número de familias, fuente siempre renaciente de corrupción y de miseria.
Haremos ver que este medio, que puede emplearse en nombre del poder social y convertirse en uno de sus mayores beneficios, puede ser también el resultado de asociaciones particulares, que se formarán sin peligro alguno, cuando los principios según los cuales deban organizarse los establecimientos se hayan hecho más populares, y cuando los errores que han destruido a un gran número de esas asociaciones dejen de ser temidos por ellas.»
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