viernes, 23 de junio de 2017

"La magia del Grial".- Heike (1954) y Wolgang Hohlbein (1953)


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«Dagda le había dejado el resto del día libre, pero Dulac estaba tan abrumado por todo lo que había experimentado y, sobre todo, descubierto, que no pudo alegrarse por ello. Mientras regresaba a la posada a paso tranquilo, comprendió dolorosamente que apenas sabía nada de Camelot, del rey Arturo, de los caballeros de la Tabla Redonda, de la historia del castillo, de Dagda y... sí, incluso de sí mismo. No sabía siquiera qué edad tenía. No conocía de dónde provenía, quiénes eran sus verdaderos padres y tampoco cómo se llamaba realmente. Desde que tenía uso de razón vivía con Tander, el dueño de la única posada de Camelot.
 Dagda le había contado que, hacía cosa de diez años, el propio rey Arturo y algunos de sus caballeros pasaron junto a un pequeño lago, en cuya orilla descansaron un rato para que los caballos bebieran. De pronto oyeron el llanto de un niño y, cuando comenzaron a buscar, encontraron una extraña barca muy deteriorada y, entre los restos, un chiquillo de tres o cuatro años, medio hambriento y parloteando en una lengua incomprensible. La búsqueda de los padres del niño resultó infructuosa, al igual que la de los otros ocupantes de la barca o la de algún rastro de su proveniencia, así que Arturo finalmente llevó al niño a Camelot. Dagda, que se ocupó del huérfano en los primeros momentos, le puso el nombre de Dulac, asegurando que tenía algo que ver con el lugar donde le habían encontrado, pero nunca se había molestado en aclarar esa afirmación, y fijó arbitrariamente su edad en cuatro años. Lo que tenía por resultado que, ahora, ante la consabida pregunta sobre su edad, Dulac respondiera que catorce años... pero que también podrían ser quince e incluso trece. ¿Qué más daba? También muchos de los caballeros de Arturo ignoraban su edad y muy pocos eran capaces de escribir su nombre... Al contrario que Dulac, a quien Dagda le había enseñado a leer y escribir años antes.
 Los primeros cuatro años  Dulac vivió y trabajó con la familia de Tander, pues allí lo llevó Arturo. Tres de esos cuatro años supusieron una buena vida para Dulac. Como los demás miembros de aquella gran familia, tenía que arrimar el hombro y participar de acuerdo con su edad en las faenas propias de una posada. Pero la mujer de Tander murió y desde entonces el posadero se tornó gruñón y tacaño. Dulac tuvo que abandonar su pequeña habitación de la buhardilla y trasladarse al granero, en donde hacía frío en invierno y calor en verano, y el pequeño sueldo que Dagda le pagaba debía entregarlo enteramente. Si volvía del trabajo a casa y todavía había clientes en la taberna, se le exigía ayudar tras el mostrador e, incluso los domingos, cuando todos estaban en la iglesia, tenía que quedarse para limpiar la posada. A pesar de eso, Tander siempre le increpaba que se veía obligado a alimentarle y que haber acogido a aquel niño bajo su tejado iba a ser causa de su ruina. Dulac estaba convencido de que ya lo hubiera echado o vendido como un esclavo si no hubiera tenido que vérselas con la ira de Arturo.
 Sin embargo, Dulac no quería quejarse. Era una vida dura, pero mejor que el destino de muchos otros que conocía, incluso en la ciudad, y además no iba a durar siempre. Un día -y algo le decía que ese día no estaba muy lejos- se quitaría esa vida de encima como si fuera un vestido viejo y se le revelaría su verdadero destino.
 Tal vez descubriría incluso quiénes habían sido sus verdaderos padres, aunque no estaba muy seguro de querer conocerlos. Tenía tan pocos recuerdos de ellos como de su vida antes del día en que Arturo y sus caballeros lo habían encontrado. Pero sospechaba que su comportamiento no había sido el que se espera de unos padres. Dejar a su pequeño al arbitrio del destino, o de cualquier desconocido que pasase por ahí... En realidad, tenían que haber sido realmente crueles porque, aparte de los harapos que llevaba aquel día, lo único que le habían legado eran dos finas y profundas cicatrices en las orejas, como si le hubieran cortado la punta o se la hubieran quemado con un hierro candente. ¿Qué padres harían eso con su hijo?
 Dulac estaba tan ensimismado en sus pensamientos que se dio cuenta demasiado tarde de que había cometido un error. Había elegido el camino más corto para regresar a casa, en lugar de alejarse en otra dirección y emplear la tarde libre en el bosque cercano o con alguno de sus pocos amigos, y ya era inútil dar la vuelta, porque en ese mismo momento se abrió la puerta de la posada y apareció Tander.
 Dulac se quedó quieto y Tander parpadeó realmente asombrado de verlo a esa hora tan temprana. Pero enseguida se recobró de la sorpresa. Antes de que Dulac pudiera idear una buena excusa para salir corriendo, adoptó la acostumbrada expresión avinagrada de su rostro y le hizo señas con la mano.
 -Ya era hora de que vinieras -refunfuñó-. ¿Qué haces ahí parado papando moscas? ¿Te crees que el trabajo se hace solo? -inclinó la cabeza y sus ojos se estrecharon-. ¿Qué haces aquí? ¿No será que te han despedido por ser un gandul?
 -Dagda me ha dado la tarde libre -respondió Dulac haciendo hincapié en el "me", pero Tander pareció ignorarlo.
 -Seguramente no puede soportar tu vagancia -gruñó-. No me vengas un día diciendo que has perdido tu trabajo. No puedo tener aquí a alguien que no aporte su parte. Si pierdes tu puesto, te echo de aquí, tenga o no el rey su mano protectora sobre ti. Y ahora, ¡a la cocina! Tenemos huéspedes que pagan por su alojamiento y su comida. No como otros...
 Dulac no respondió, por si acaso. ¿Qué podría decir? Fuera lo que fuera, Tander lo utilizaría para una nueva andanada de insultos.»
 

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