El dragón domesticado
«Había una vez un castillo muy viejo, muy viejo... tan viejo que sus torres y sus murallas, y sus poternas y sus arcos, no eran ya más que ruinas y de su antiguo esplendor sólo quedaban dos habitaciones, y allí era donde Juan el herrero había instalado su fragua. Era demasiado pobre para vivir en una casa normal y no tenía que pagar alquiler por vivir en aquellas ruinas, porque todos los señores del castillo se habían muerto hacía muchísimo tiempo.
Así es que Juan se pasaba el tiempo soplando con su fuelle, y golpeando con su martillo y haciendo todo el trabajo que se le presentaba. Que no era mucho, porque la mayoría de los encargos iban a parar al alcalde, que también era herrero y que tenía una forja montada a lo grande, en la plaza mayor del pueblo, con doce aprendices martilleando durante todo el día, y doce maestros para enseñar a los aprendices, y fuelles eléctricos y un martillo automático y toda clase de adelantos.
Pero, naturalmente, cuando la gente del pueblo tenía que herrar a un caballo, o arreglar un remache, iba a la herrería del alcalde. Y Juan el herrero se las iba arreglando lo mejor que podía con los encargos que le hacían los que iban de paso, que no sabían que la herrería del alcalde era mucho mejor.
Las dos habitaciones en que vivía Juan eran abrigadas y no se calaban cuando llovía, pero no eran muy grandes y por eso el herrero cogió la costumbre de llevarse las herramientas y el carbón y los pocos materiales que tenía a los sótanos del castillo, que estaban francamente bien.
Eran unos sótanos muy amplios, con el techo abovedado, y tenían en las paredes unas argollas de hierro, seguramente para sujetar a los prisioneros, y en una esquina había unos escalones que llevaban Dios sabe dónde: ni los señores que habitaban el castillo en sus buenos tiempos habían sabido nunca a dónde conducían aquellos escalones. De vez en cuando mandaban a patadas a un prisionero allá abajo, sin pensarlo más, y éste, naturalmente, nunca regresaba para contarlo.
El herrero no se había atrevido nunca a pasar del séptimo escalón, ni yo tampoco, así es que ninguno de los dos podemos deciros lo que había al final de la escalera.
Juan el herrero estaba casado y tenía un niño pequeño. Cuando su mujer terminaba de arreglar la casa, cogía al niño en brazos y se ponía a llorar recordando los días felices en que vivía con su padre, que tenía una granja con diecisiete vacas. Juan, que era entonces su novio, venía a verla por las tardes con su mejor traje y una flor en el ojal. Y ahora, a Juan el pelo se le estaba volviendo gris y casi no tenían qué comer.
Y luego aquel niño, que se pasaba el día llorando. Por la noche, cuando su madre se disponía, por fin, a dormir, empezaba a llorar otra vez, con lo que la pobre mujer no podía descansar nunca del todo, porque el niño podía recuperar el sueño durante el día, pero ella no. Por eso, cuando no tenía nada que hacer, se sentaba en una silla y se ponía a llorar, de cansada y preocupada que estaba.
Una noche, el herrero estaba muy atareado preparando unas herraduras para la cabra de una señora muy rica, que quería probar si a su cabra le gustaría andar con herraduras, y quería saber a cómo le iban a salir las cuatro piezas. Aquel había sido el único encargo que había tenido Juan en toda la semana y, mientras él trabajaba, su mujer estaba meciendo al niño que, cosa rara, no estaba llorando.
En aquel momento, por encima del soplar de los fuelles y del golpear del martillo, se dejó oír un ruido extraño: el herrero y su mujer se miraron.
-Yo no he oído nada -dijo él.
-Ni yo tampoco -dijo ella.
Pero el ruido era cada vez más fuerte, y los dos tenían tanto interés en no oírlo, que él empezó a dar con el martillo más fuerte que nunca y ella se puso de pronto a cantarle al niño, cosa que hacía siglos que no hacía.
Pero a pesar de los soplidos y de los martillazos y de las canciones de cuna, el ruido se oía cada vez más. Era como el ronroneo de un gato gigantesco, y la razón por la que no querían oírlo era porque venía de la mazmorra que se suponía que había al final de los escalones: aquellos escalones que nadie había bajado nunca del todo.
-Ahí abajo no puede haber nada -dijo el herrero, secándose el sudor-. Y, además, dentro de poco tendré que ir a por más carbón.
-No, claro que no hay nada. ¿Qué podría haber? -dijo su mujer.
Y pusieron tanto interés en convencerse de ello que les faltó poco para conseguirlo.
El herrero, con la pala en una mano y el martillo grande en la otra, se colgó la linterna de un dedo y bajó a por carbón.
-Me llevo el martillo, no porque crea que hay nada ahí abajo -explicó-, sino para partir los pedazos grandes de carbón.
-Naturalmente -dijo su mujer-, que había llevado carbón esa misma tarde y sabía que sólo había carbones pequeños.
Y el herrero bajó los escalones del sótano y al llegar abajo se paró y levantó la lámpara para asegurarse de que estaba vacío como de costumbre. Y una de las mitades sí que estaba vacía como de costumbre, aparte de los hierros y de los trozos de carbón, pero la otra mitad estaba ocupada con algo que, así a primera vista, se parecía muchísimo a un dragón.
"Habrá venido por esos horribles escalones, sabe Dios de dónde", se dijo el herrero, temblando como una hoja, y trató de dar media vuelta y subir otra vez.
Pero el dragón fue más rápido que él. Adelantó una de sus zarpas y sujetó al herrero por una pierna: al moverse sonaba como un llavero lleno de llaves.
-De irse, nada -dijo.
-Ay, pobre de mí -dijo el pobre Juan, temblando cada vez más-. Qué final más triste para un herrero respetable.»
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