El principio del Estado
«En el fondo, la conquista no sólo es el origen, es también el fin supremo de todos los Estados grandes o pequeños, poderosos o débiles, despóticos o liberales, monárquicos o aristocráticos, democráticos y socialistas también, suponiendo que el ideal de los socialistas alemanes, el de un gran Estado comunista, se realice alguna vez.
Que ella fue el punto de partida de todos los Estados, antiguos y modernos, no podrá ser puesto en duda por nadie, puesto que cada página de la historia universal lo prueba suficientemente. Nadie negará tampoco que los grandes Estados actuales tienen por objeto, más o menos confesado, la conquista. Pero los Estados medianos y sobre todo los pequeños, se dirá, no piensan más que en defenderse y sería ridículo por su parte soñar en la conquista.
Todo lo ridículo que se quiera, pero sin embargo es su sueño, como el sueño del más pequeño campesino propietario es redondear sus tierras en detrimento del vecino; redondearse, crecer, conquistar a todo precio y siempre, es una tendencia fatalmente inherente a todo Estado, cualquiera que sea su extensión, su debilidad o su fuerza, porque es una necesidad de su naturaleza. ¿Qué es el Estado si no es la organización del poder? Pero está en la naturaleza de todo poder la imposibilidad de soportar un superior o un igual, pues el poder no tiene otro objeto que la dominación y la dominación no es real más que cuando le está sometido todo lo que la obstaculiza; ningún poder tolera otro más que cuando está obligado a ello, es decir, cuando se siente impotente para destruirlo o derribarlo. El solo hecho de un poder igual es una negación de su principio y una amenaza perpetua contra su existencia; porque es una manifestación y una prueba de su impotencia. por consiguiente, entre todos los Estados que existen uno junto al otro, la guerra es permanente y su paz no es más que una tregua.
Está en la naturaleza del Estado el presentarse, tanto en relación a sí mismo como frente a sus súbditos, como el objeto absoluto. Servir a su prosperidad, a su grandeza, a su poder, ésa es la virtud suprema del patriotismo. El Estado no reconoce otra, todo lo que le sirve es bueno, todo lo que es contrario a sus intereses es declarado criminal; tal es la moral de los Estados.
Es por eso que la moral política ha sido en todo tiempo, no sólo extraña, sino absolutamente contraria a la moral humana. Esa contradicción es una consecuencia inevitable de su principio: no siendo el Estado más que una parte, se coloca y se impone como el todo; ignora el derecho de todo lo que, no siendo él mismo, se encuentra fuera de él y, cuando puede, sin peligro, lo viola. El Estado es la negación de la humanidad.
¿Hay un derecho humano y una moral humana absolutos? En el tiempo que corre y viendo todo lo que pasa y se hace en Europa hoy, está uno forzado a plantearse esta cuestión.
Primeramente: ¿existe lo absoluto, y no es todo relativo en este mundo? Respecto de la moral y del derecho: lo que se llamaba ayer derecho ya no lo es hoy, y lo que parece moral en China puede no ser considerado tal en Europa. Desde este punto de vista cada país, cada época, no deberían ser juzgados más que de acuerdo con las opiniones contemporáneas y locales, y entonces no habría ni derecho humano universal ni moral humana absoluta.
De este modo, después de haber soñado lo uno y lo otro, después de haber sido metafísicos o cristianos, vueltos hoy positivistas, deberíamos renunciar a ese sueño magnífico para volver a caer en las estrecheces morales de la antigüedad, que ignoran el nombre mismo de la humanidad, hasta el punto de que todos los dioses no fueron más que dioses exclusivamente nacionales y accesibles sólo a los cultos privilegiados.
Pero hoy que el cielo se ha vuelto un desierto y que todos los dioses, incluso naturalmente el Jehová de los judíos, se hallan destronados, hoy sería eso poco todavía: volveríamos a caer en el materialismo craso y brutal de Bismarck, de Thiers y de Federico II, de acuerdo con los cuales Dios está siempre de parte de los grandes batallones, como dijo excelentemente este último; el único objeto digno de culto, el principio de toda moral, de todo derecho, sería la fuerza; ésa es la verdadera religión del Estado.
¡Y bien, no! Por ateos que seamos y precisamente porque somos ateos, reconocemos una moral humana y un derecho humano absolutos. Sólo que se trata de entenderse sobre la significación de esa palabra: absoluto. Lo absoluto universal, que abarca la totalidad infinita de los mundos y de los seres, no lo concebimos, porque no sólo somos incapaces de percibirlo con nuestros sentidos, sino que no podemos siquiera imaginarlo. Toda tentativa de este género nos volvería a llevar al vacío, tan amado de los metafísicos, de la abstracción absoluta.
Lo absoluto de que nosotros hablamos es un absoluto muy relativo y en particular relativo exclusivamente para la especie humana. Esta última está lejos de ser eterna: nacida sobre la tierra, morirá con ella, quizás antes que ella, dejando el puesto, según el sistema de Darwin, a una especie más poderosa, más completa, más perfecta. Pero en tanto que existe, tiene un principio que le es inherente y que hace que sea precisamente lo que es: es ese principio el que constituye, en relación con ella, lo absoluto. Veamos cuál es ese principio.
De todos los seres vivos sobre esta tierra, el hombre es a la vez el más social y el más individualista. Es sin contradicción también el más inteligente.»
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