«Teseo: (Dirigiéndose al Coro.) Iba a hacerte algunas
preguntas mientras apurabas por el ejército tu llanto, pero no lo haré. Ahí os
dejo y guardo mis palabras. Ahora, en cambio, voy a interrogar a Adrasto. (Dirigiéndose a Adrasto.) ¿Cuál es el
origen, en buena hora, de que estos hombres destacasen tanto, en virtud de la fortaleza de su ánimo,
entre los mortales? Cuéntaselo, en calidad de hombre más sabio que estos
ciudadanos, a estos jóvenes, pues tú lo sabes mejor. Yo conocía la audacia de
sus actos –superiores a lo que podría contarse con meras palabras- con los que
abrigaban la esperanza de conquistar la ciudad. Una única cosa no te
preguntaré, a fin de que no seas objeto de mofas: con quién luchó cada uno de
ellos en la batalla y de qué enemigo recibió la herida de la lanza. Estas
palabras son de poco fundamento tanto por parte de quienes las oyen como de
quien las relata, quienquiera que sea y que, habiéndose encontrado allí en la
batalla, con un constante ir y venir de lanzas ante sus ojos, pretenda relatar quién
fue verdaderamente valiente. Yo no sería capaz ni de preguntar esos detalles ni
de creer a quienes se atreviesen a contarlos, toda vez que apenas alguien
podría ver lo más mínimo, si efectivamente a pie firme se mantiene haciendo
frente a los enemigos.
Adrasto:
Ahora escucha tú. Como me das la oportunidad –y yo con gusto la acepto- de
hablar en honor de estos hombres, quiero sobre mis amigos relatar la verdad en
modo justo. ¿Ves a quién ha atravesado de parte a parte el rayo con toda su
energía? Se trata de Capaneo. Poseía en vida enormes recursos pero en modo
alguno presumía de su riqueza y su orgullo no era mayor que el de un hombre
pobre. Huía de todos aquellos que en la mesa se hinchaban desmesuradamente y
despreciaban lo que debía bastarles. Afirmaba que la virtud consiste no en
engordar el vientre sino en tener suficiente con una mesa moderada. Era amigo
verdadero de sus amigos, tanto si estaban presentes como si no lo estaban; su
número no era grande. Su carácter no era falso. Su boca, afable: nunca habló
con palabras salidas de tono ni a sus esclavos ni a sus ciudadanos. Y del
segundo hablo ahora, de Eteoclo, que moldeaba otra clase de bondad. De joven
carecía de recursos mas gozaba de la mayor estima en tierra de Argos. Sus
amigos muchas veces le obsequiaron con dinero pero no permitió que entrase en
su casa de suerte que esclavizasen sus costumbres si éstas se sometían al yugo
del dinero. A los que cometían faltas, los odiaba pero no a su ciudad puesto
que, a su parecer, en nada era responsable la ciudad si tenía mala reputación a
causa de un mal timonel. Por su parte, el tercero de estos, Hipomedonte, era de
esta naturaleza que ahora te voy a contar. Cuando era solo un niño tuvo el
valor de no volcarse con todo su empeño hacia los placeres de las Musas, a la
vida muelle, sino que, viviendo en el campo y endureciendo su naturaleza,
disfrutaba con la virilidad. Y cuando iba de caza disfrutaba de los caballos y
tensaba el arco con sus dos manos porque quería ofrecer a la ciudad un cuerpo
sano y robusto. Y ese otro, el hijo de la cazadora Atalanta, el joven
Partenopeo, de aspecto el más guapo y sobresaliente, era arcadio pero como vino
a las corrientes del Ínaco fue educado en Argos. Mientras se estuvo criando
allí, según deben los extranjeros metecos, no fue molesto ni motivo de envidia
para la ciudad, ni un testarudo agitador de disputas (por lo que incómodo en
sumo grado sería tanto un ciudadano como un
extranjero). Durante su incorporación a filas, defendía el territorio
como si hubiese nacido en Argos y, cuando a la ciudad le iba bien, se alegraba,
mas, si algo marchaba mal, lo soportaba con pena. Aunque podía disponer de
muchos amantes y de cuantas mujeres desease, procuraba no cometer ninguna
falta. De Tideo haré un elogio en breves palabras, mas no por ello menos
importante: por sus palabras no era un personaje brillante, pero con el escudo
era un maestro formidable a la hora de trazar numerosos planes inteligentes.
Inferior a su hermano Meleagro en sabiduría, se procuró un nombre igual gracias
al arte de la guerra, al idear una ciencia perfecta con el escudo. De carácter
muy ambicioso, su orgullo estaba a la par de sus hechos, no de sus palabras. A
partir de todo esto que te he contado no te preguntes ya con admiración, Teseo,
cómo estos hombres tuvieron el valor de morir delante de las torres. La
educación sin cobardía conlleva pundonor; y todo hombre, si ha practicado el
bien, se avergüenza de ser cobarde. La hombría de bien puede aprenderse si a un
niño, desde pequeñito, se le enseña a decir y escuchar aquello que no sabe. Y
si adquieren estos conocimientos querrán conservarlos hasta la vejez. Por
consiguiente, a vuestros hijos educadlos bien.
Coro: ¡Oh, hijo! ¡Infeliz te llevé dentro de mí, en mi vientre!
¡Infeliz, yo te crié, con el trabajo y dolor que me costó parirte! ¡Ahora es
Hades quien tiene el fruto de mi fatiga! ¡Qué lucha la mía! ¡Ya no tengo de mi
vejez el báculo aunque di a luz un hijo! ¡Qué desgraciada!
Teseo: Y eso no es todo. Al noble hijo de Ecles, aunque los dioses
lo arrastraron vivo a las profundidades de la tierra junto con su cuadriga, lo
elogian abiertamente. Y del hijo de Edipo –a Polinices me refiero-, si
hablásemos a su favor, no diríamos mentira alguna, pues era mi huésped antes de
que dejase la ciudad de Cadmo y se dirigiese a Argos en exilio voluntario.
Pero, lo que quiero que hagas con estos, ¿lo sabes?
Adrasto: No sé nada, menos una cosa: obedecer tus palabras.
Teseo: A Capaneo que fue fulminado por el rayo de Zeus…
Adrasto: ¿Acaso vas a enterrarlo aparte como a cadáver sagrado?
Teseo: Sí, y a todos los demás en una sola pira.»
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Realiza tu comentario: