jueves, 16 de marzo de 2017

"Tan humana esperanza".- Alessandro Mari (1980)


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 V

«Llevar y traer mierda no es mala ocupación, al fin y al cabo; pecado, en verdad, no se comete, y trabajo se tiene cada mes, que la tierra quiere calor, agua y nutrimento a cambio de la vida dada a cada semilla, y nada hay mejor que líquido pútrido amalgamado con otras más corpóreas deyecciones, todo laboriosamente bendecido. Así, con el oportuno cambio de luna caprichosa, se excava para sembrar: es suficiente hundir el dedo corazón o el índice en el mantillo de la caja donde se plantan las semillas, para que crezcan brotes que trasplantar luego en los huertecillos; o bien elegir la azada y otros utensilios más sofisticados para abrir surcos y hendiduras en el tejido de los campos. La tierra todo lo acepta, paciente, y alimentándola lo necesario y con el justo riego cada herida sabrá cicatrizar y hará regalo de sus frutos. En pleno julio, con agosto acercándose, las almas de Sacconago se disponen a plantar zanahorias y nabos, rabanillos y valeriana, coliflores y berzas que recoger en  el otoño y hasta casi en el invierno avanzado, para afrontar el frío con algo más que pan y polenta, por lo que todos reclamarán el estiércol bendecido, bálsamo santo con el que cubrir los desgarros infligidos a la tierra para obtener sustento.
 -¡Hasta esta noche, padre! -chilló Colombino agitando una mano y dando con la otra una palmada en el cuarto izquierdo de Astolfo; los dos se encaminaron con el carro y su girar de ruedas.
 La escena es matutina. el sol extendía rayos transversales y todos saboreaban la ilusión de que se abriese una jornada más fresca, pero realmente se trataba de una impresión, pues la mañana se desvanecería pronto en la canícula estival. Don Sante devolvió el saludo a Colombino y miró en rededor presa de ese leve arranque de incomodidad que le subía por el esófago cada vez que oía al muchacho pronunciar a voz en cuello esa palabra, padre. No pudo dejar de notar que tenía ya hombros grandes y piernas robustas, que era fuerte como un árbol, educado como óptimo cristiano, y su carcajada era la más genuina, la más límpida que había oído nunca. Pronto sería un hombre, y ese pensamiento, desde unos meses a esta parte, atormentaba profundamente a don Sante.
 El curato se quedó observando a Colombino mientras éste bajaba por el carril, y cuando lo perdió de vista, suspiró. La tarea de las entregas de estiércol duraba desde hacía tres años. Había comenzado en el frío de un San Biagio cuando, al finalizar el oficio de la mañana, la multitud de pías mujeres que llenaban diariamente la iglesia se había adelantado para la bendición ritual. Algunas llevaban pañuelos que anudarían luego al cuello de sus seres queridos, porque san Biagio daba alivio a toda enfermedad de garganta; otras habían envuelto un paño en torno a hogazas duras, a un fruto o a un vegetal para recibir la misma gracia; algunas mujeres sin embargo ofrecían un puñado de semillas destinadas a la bella estación, pues san Biagio era también protector de todo aldeano devoto y de los animales que ayudaban en los campos, y a tal propósito, esa mañana, erguido sobre sus cuatro patas bajo el portón de la iglesia, estaba también Astolfo, que el viejo Natale había regalado hacía poco a Colombino. La excentricidad más memorable de ese día de febrero de tres años antes, de todos modos, había llegado de la vieja Carmela, una anciana de la que no se contaban ya las primaveras y que se moriría algún mes más tarde sin dolores. La vieja se había adelantado cerrando la fila, entre las manos sujetaba un recipiente de madera con forma de copa, más grande que un mortero y más pequeño que un perol, lijado y recubierto por una pieza de tela rústica. "Che roba l'è? ¿Qué es esto?", había preguntado don Sante advirtiendo la sospechosa fragancia a excrementos: "La spüza cha la pai... Huele que parece..." El curato, engalanado con todos los paramentos, se había interrumpido para evitar caer en la jerga rústica de la que no dejaba de dar pruebas. "L'è propi merda", había confirmado Carmela sin una mínima, respetuosa vacilación: "Es mierda, sí. Perdóneme, padre, pero la mierda hará fructificar la tierra y yo en absoluto pensaba que fuese pecado. Entre esto y el pan yo veo poca diferencia." Don Sante había debido recurrir a toda su autoridad para disuadir a la anciana del propósito de obtener la bendición del abono destinado al semillero, y sin embargo el episodio, aunque de mínima importancia en comparación con muchas extrañezas del burgo y de sus habitantes, había dejado a don Sante una duda, casi doctrinal aparte de ética. Mirando bien la sustancia del dilema, entre mierda y semillas quién sabe si había una gran diferencia; era sólo cuestión de tiempos: primero una y luego las otras en sempiterno círculo. ¿Y si de verdad otorgar la bendición a bosta, abono y lo demás no hubiera supuesto ofensa para san Biagio ni para Dios nuestro Señor? ¿Por qué tendría que serlo? La mierda también formaba parte de la Creación, ¿no? Una ayuda decisiva le había llegado del inconsciente Colombino, que con su usual ingenuidad, desvariando por completo, había observado que Dios no se molestaría en absoluto si se trataba de favorecer la vida de los devotos de la parroquia; por lo demás, sufrir de hambre no beneficiaba a nadie. Don Sante había ojeado algunos volúmenes del seminario y había consultado a un viejo compañero que ahora tenía parroquia en Prospiano, pero las discusiones y las lecturas no lo habían iluminado, y puesto que estaba ya poco habituado a las elucubraciones y se encontraba bastante más cercano al tormento de las vicisitudes terrenas, llegó por fin a la serena conclusión de que más valía probar. Quizá la vieja Carmela tenía razón. Si Dios se molestaba harían penitencia y, en todo caso, sólo morir de hambre era peor que el hambre y una parroquia que muere de hambre no es una buena parroquia. La única condición irrebatible que don Sante había querido ponerse, y por tanto imponer, era no permitir que el asunto se conociera y traspasara los confines del burgo y su competencia, y llegara a saberse en la feligresía. Por eso había reunido a los parroquianos, y con dichas recomendaciones había dado comienzo al ritual de bendición meciendo el aspersorio con cierta reticencia sólo sobre alguna palada de aguas fecales. Ya fuera una casualidad o una coincidencia que tenía algo de milagroso, las semillas nutridas por la papilla mierdosa y santa habían germinado bien, y los plantones habían crecido robustos, y una vez asegurados en las espalderas en los huertecillos habían resistido incluso a una lluvia de bolas de granizo. Por tanto, considerado el éxito, don Sante se había visto obligado a repetir el oficio y había decretado que de entregar el abono bendecido se encargara Colombino con Astolfo, para encontrarle así al mulo una utilidad. Con los años, las entregas se habían convertido en una especie de comercio, los paisanos no pagaban, que don Sante no quería ni por asomo comerciar en nombre del Señor, pero proporcionaban a la parroquia una grata renta de leña y otras provisiones. El abono, por contra, alimentaba las esperanzas, y a pesar de que algunos vieran en el asunto la enésima ocasión de trincar del curángano, don Sante no se preocupó nunca de los detractores.»
 

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