viernes, 3 de marzo de 2017

"Lo rojo y lo azul".- Benjamín Jarnés (1888-1949)


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 III.- Invitación a la aventura

  «-Lees demasiado. ¿Por qué lees tanto? Sólo te preocupan los libros, cuando no te roba el tiempo el amor... Trabaja. Eres inteligente. Trabaja.
 -¿En qué? ¿No me ves en plena miseria, en plena carencia de todo? ¿Es que el Estado reconoce aptitudes? ¿No ves que sólo reconoce privilegios? ¿No ves que me falta lo más rudimentario, que me veo aquí -como muchos otros- náufrago dentro de este uniforme por no tener en el mundo quien me arroje un cable? Sin pasado, sin porvenir ninguno, ¿quieres que desprecie cualquier minuto de placer que pasa, por pequeño que sea -chuleta de cerdo, amor entre cachivaches o ediciones de papel de estraza- como si fuera el último? Tú no conoces la miseria, porque desde niño te enseñaron a ganarte la vida machacando teclas y rasgando cuerdas. Vida pobre, pero honrada, como decís vosotros, los buenos burgueses fracasados. Estás dentro de la economía, como un buen acorde lo está dentro de la partitura; pero el miserable es una continua disonancia, no tiene "vida económica", como aún la tiene el pobre. Y todos los problemas comienzan ahí, en esa diferencia. Yo lo sé, yo lo he leído... El miserable no puede, no debe reconocer ninguna batuta.
 -¡Qué bien acoplas tus ideas a mi léxico profesional! Acaba.
 -El miserable, mientras permanezca en su miseria, será un imbécil si reconoce jerarquías, si admite algo superior a él que no sea una ametralladora o un látigo. Puesto que la sociedad le puso al margen, desde allí debe arrojar sus piedras contra la sociedad.
 -¡De poder a poder!
 -Naturalmente. Como que el miserable es tanto como un rey absoluto. Sus dos independencias extremas... Pero el miserable dura poco. En seguida le atrapa la sociedad y lo convierte en pobre, lo mete en la orquesta, atado de pies y manos.
 -También suele ocurrir algo semejante con el líder. La sociedad le da un cargo público y lo convierte de apóstol en burgués. Pasa a formar parte de la charanga, alborote más o menos. Porque hay flautas y timbales, pero también hay oboes. Lo demás es ya cosa de la batuta que sabe arrancar susurros de las trompetas más agrias.
 -Acepto tu ironía musical. Eres buen técnico.
 -No sé nada, no leí nada; pero algo se aprende "de oído". Mi maestro es el violín y en cualquier partitura se reproducen los conflictos sociales. Decía un amigo mío que todo cambio en la música se refleja en la constitución del Estado. Parece que lo había leído de Montesquieu. Como la música fue la designada por los dioses para abemolar el chirrido de los goznes, de las bisagras de todo engranaje humano; como la música es el divino lubricante que menos huele a vitalidad resentida, a animalidad en fiebre; como la música es lo más eficaz para hacer nulo -o rumoroso- cualquier roce, algo así como el supremo vaselinizador de toda aspereza interior o exterior del hombre, es evidente que si una música va olvidando sus calidades de santa unción es porque la máquina social se resiste cada vez más, repele todo suave juego de palancas, prefiere la estridencia.
 -¿Adónde me lleva tu elocuencia sin freno?
 -Al jazz-band. Iba a decirte que no es mero capricho el que hoy se prefiera el jazz-band.
 -No comprendo.
 -Es muy sencillo. Tú hablabas de la actitud del miserable... Es un tópico. Yo quiero hablarte de climas, de tendencias colectivas. El miserable ha existido siempre -se nutre en el bosque virgen de la holgazanería-; pero lo que nos interesa es el estado general del espíritu, la meteorología común... Y yo te digo que, cuando se escucha con tanto deleite una ensalada de ruidos, probablemente será porque algo dentro de nosotros nos suena también a jazz-band; algo dentro de nosotros ha quebrantado una ley de armonía.
 -Siempre hubo rebeldes.
 -Pero quizá nunca tal "estado de rebeldía". Que no es lo mismo. Se da siempre el tífico, pero lo terrible es la epidemia de tifus. Y hoy, ¿no vivimos en plena epidemia de disonancias? ¿No estamos amenazados de una parálisis general de articulaciones afectivas? La sociedad sigue funcionando, pero sus goznes rechinan cada vez más agriamente. Los instintos, por quienes todo se movió siempre en el mundo, van perdiendo esa música del alma por lo que todo gira con suavidad. Cuando los instintos se muevan totalmente restañados de ese divino aceite, los hombres volverán al estado salvaje.
 -Las ideas tirarán de ellos hacia arriba.
 -El pensamiento no eleva; menos mal si ilumina. Sólo el fluido cordial eleva, sólo la música de las almas, sólo el vehemente vino rojo que hace cantar al unísono... Y hoy, en todos los órdenes, muy en lo profundo, la sociedad va siendo corroída por un vinagre arrítmico... Por el resentimiento, por el odio.
 -Entonces lo que la sociedad necesita es, en definitiva, un buen afinador, ¿no es eso? Naturalmente, esa es una opinión de alumno de armonía y composición. Sólo te gustan los buenos acordes.
 -No, no te burles. Precisamente en buena técnica musical la disonancia es sólo aparente... Pero sucede que la apariencia es lo único visible por el hombre común, para quien la epidermis de las ideas y las cosas se engulle todo lo demás. Van detrás de una apariencia porque la presienten como símbolo de algo más firme, y ¿a qué empleado, a qué jefe de administración o mecanógrafa, lo mismo que al displicente snob, no le deleita ya ese general desequilibrio del pentagrama, esa aparente rotura de normas? Por eso se escribe esa música, por eso se aplaude. Las modas se fabrican porque el cliente las exige. Tocamos así, porque se aplaude, y se aplaude porque hay algo dentro del oyente que le empuja a aplaudir... El nombre da lo mismo; lo que importa es el hecho. Y el hecho -¡tremendo, pavoroso!- puede, óyelo bien, enunciarse así: Hoy, para todo el mundo, la indisciplina es ya un placer.
 -Siempre gustó la indisciplina, Arturo.
 -Sí, excepcionalmente. Pero estoy hablando de un síntoma general humano, de una epidemia.
 -Es una sed eterna de renovación. 
 -¡Tópico, hipertópico! No es eso. Es placer de sentirse en desequilibrio, de desentonar. Es la indisciplina por la indisciplina. El desorden, no como medio, sino como fin... Pero hay algo peor. Los instrumentos no tanto satisfacen hoy por la calidad de sus timbres como por la sorpresa de su loca irrupción en la partitura. No tanto se atiende al color justo de la personalidad sonora -eso es el timbre- como a las greñas, a los gritos, a las estridentes máscaras de bermellón con las que asoman por los boquetes de la sinfonía. Más a lo fácil y sobrevenido que a la sustancia y a la dificultad... y el día en que la orquesta social repudie los acentos personales y prefiera timbres colectivos, de irrupción más o menos audaz, el mundo, efectivamente, se convertirá en un jazz-band; dejarán de percibirse lo más bello del mundo: las diferencias.
 -¡La igualdad ante la ley y ante la batuta! Es lo que buscamos.
 -¡Infelices! El mundo -el material y el del espíritu- está montado sobre desigualdades. Pretender uniformar lo multiforme es destruirlo.»

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