lunes, 20 de marzo de 2017

"Felicidad".- Katherine Mansfield (1888-1923)


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 Je ne parle pas français

 «Puede decirse que empecé a vivir desde que tuve un pisito de soltero, en lo alto de una casa lo suficientemente limpia, y en una calle que podía pasar por discreta. Muy útil me fue esto. Allí surgí, salí a la luz y saqué mis dos cuernos teniendo a cuestas un despacho, un dormitorio y una cocina, todos ellos con auténticos muebles. En el dormitorio había un armario de luna, una cama grande con una colcha pespunteada y mullida, una mesita de noche y un juego de tocador de loza salpicado de manzanitas; en el despacho una mesa escritorio tipo inglés con cajones, libros, un sillón, una mesita auxiliar con una lámpara, un cortapapeles y, en las paredes, estudios de desnudos. La cocina sólo me servía para echar en ella los papeles inútiles.
 Aún parece que me estoy viendo aquella primera tarde cuando, una vez despedidos los hombres que habían traído los muebles y habiendo conseguido librarme de la horrible portera, andando de puntillas por el piso y con las manos en los bolsillos, me miré al espejo y dije a mi radiante persona reflejada en la luna: "Soy un joven que tiene su piso, que escribe en dos periódicos y que, además, quiere tomar en serio la literatura. Tengo abierto un porvenir. El libro que escribiré dejará asombrado a los críticos. Trataré asuntos que no han sido nunca tocados. Me haré un nombre escribiendo sobre temas de los barrios humildes. Pero no de la manera que otros lo han hecho hasta ahora. ¡Oh, no! Sino muy ingenuamente, con una especie de humor tierno e íntimo, como si todo fuese sencillo y natural. Veo mi camino con mucha claridad. Nadie lo ha hecho antes que yo, porque los demás no han tenido mi experiencia. Soy, por lo tanto, rico."
 A pesar de ello, tenía tan poco dinero entonces como ahora. Lo extraordinario está en cómo puede uno conseguir vivir sin dinero... Tengo, sí, muchos trajes, ropa interior de seda, un smoking y un frac, cuatro pares de zapatos de cuero finísimo, gran cantidad de objetos pequeños, guantes, estuches de manicura, perfumes y pastillas de jabón muy bueno; pero nada de esto está pagado. Si de momento necesito algún dinero suelto... siempre hay a mano alguna planchadora negra y un lugar aparente, y como yo soy muy franco y bon enfant consigo luego que el bollo frito tenga una buena cantidad de azúcar.
 Y ahora quisiera, no por vanidad, sino más bien para producir una sensación de asombro, dejar registrado aquí algo mío, muy personal. Hasta ahora, nunca he sido yo el que se ha insinuado o ha propuesto algo a una mujer. Y no es que haya conocido sólo a una clase de ellas; no, no, de ninguna manera. Pero tanto en las prostitutas, como en las mantenidas; tanto en las viudas de cierta edad, como en las dependientas; tanto en las esposas de hombres muy respetables, como incluso en las modernas señoras literatas a las que conocí en las cenas o fiestas más distinguidas, he encontrado siempre de una manera invariable, no sólo la misma facilidad, sino el mismo insinuárseme  y ofrecérseme. Al principio esto me sorprendió. Miraba con asombro a la señora que tenía enfrente en la mesa y pensaba: "¿Es posible que esa joven y distinguida dama, que está discutiendo sobre Kipling con ese caballero de barba castaña, sea realmente la que me toca el pie?" Y nunca estaba seguro del todo hasta que era yo quien le tocaba el suyo.
 Es curioso, ¿verdad?, porque no puede decirse que mi tipo sea el de un hombre deseable para las muchachas. Soy bajo y menudo, tengo la piel de color de aceituna, los ojos negros, las pestañas largas, el cabello también negro y sedoso y unos dientes diminutos que asoman cuando sonrío. Mis manos son flexibles y pequeñas. Una vez cierta repostera me dijo que eran muy apropiadas para hacer delicados pasteles.
 Sin embargo, reconozco que desnudo soy bastante atractivo. No estoy delgado y mi cuerpo casi parece el de una muchacha. Llevo una pulsera de oro en la muñeca izquierda.
 Pero, ¿no os parece extraño que haya escrito tantas cosas a propósito de mi cuerpo y de mí mismo? Esto es el resultado de mi mala vida en los más turbios ambientes. Soy como esas mujerzuelas que para trabar conversación en los cafés le enseñan a uno un puñado de retratos: "Ésta soy yo en camisa, saliendo de una cáscara de huevo... Aquí estoy boca abajo en un columpio con un traje de volantes parecido a una coliflor..." Ya conocen ustedes a esta clase de gente.
 
 
 Si creéis que lo que le he escrito hasta aquí es simplemente superficial, descarado y grosero, os equivocáis. Admito que tal vez lo parezca, pero no lo es lo más mínimo. Si lo fuese, ¿cómo sería posible que hubiese experimentado tanta emoción al leer aquella frase en francés, escrita con tinta verde en el papel secante color rosa? Eso prueba que hay mucho más en mí de lo que a primera vista parece, y que soy realmente una persona importante. ¿Acaso he recargado o añadido algo para expresar la angustia de aquel momento? No, por cierto. Así fue cómo lo sentí.
 -Camarero, un whisky.
 Detesto el whisky.
 Detesto el whisky. Cada vez que lo pruebo, se me subleva el estómago y el que tienen en este café debe de ser de la peor clase, pero lo he pedido porque voy a escribir la historia de un inglés. Nosotros, los franceses somos bastante anticuados, casi caducos en algunas cosas. Me extraña no haber pedido al camarero, al mismo tiempo que el whisky, un pantalón de golf, una pipa, unos dientes largos y un par de patillas rubias como la cerveza.
 -Gracias, mon vieux. ¿No tiene por casualidad unas patillas?
 -No, señor -me contestó, melancólico-. No tenemos bebidas americanas.»
 

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