Libro segundo
Capítulo X: Continuación del mismo asunto. Conclusión de este libro
«Ningún hombre ha habido tan insensato que se haya atrevido a negar el bien o el mal y su coexistencia en la historia. Los filósofos disputan sobre el modo y la forma en que existen y coexisten; todos, empero, afirman a una voz su existencia y su coexistencia como una cosa averiguada; todos convienen igualmente en que, en la contienda suscitada entre el bien y el mal, el primero ha de alcanzar sobre el segundo una victoria definitiva. Dejando estos puntos como inconcusos y asentados, en todo lo demás hay diversidad de pareceres, contradicción de sistemas y contiendas inacabables.
La escuela liberal tiene por cierto que no hay otro mal sino el que está en las instituciones políticas que hemos heredado de los tiempos, y que el supremo bien consiste en echar por el suelo esas instituciones. Los más de los socialistas tienen por averiguado que no hay otro mal sino el que está en la sociedad, y que el gran remedio está en el completo trastorno de las instituciones sociales. Todos convienen en que el mal nos viene de los tiempos pasados: los liberales afirman que el bien puede realizarse ya en los tiempos presentes y los socialistas que la edad de oro no puede comenzar sino en los tiempos venideros.
Consistiendo, así para los unos como para los otros, el supremo bien en un trastorno supremo, que, según la escuela liberal, debe realizarse en las regiones políticas y según las escuelas socialistas en las regiones sociales, las unas y las otras convienen en la bondad sustancial e intrínseca del hombre, que ha de ser el agente inteligente y libre de aquel y de este trastorno. Esta conclusión ha sido enunciada explícitamente por las escuelas socialistas y va implícitamente envuelta en la teoría que sustentan las escuelas liberales. De tal manera procede aquella conclusión de esta teoría, que, siendo negada la conclusión, la teoría misma viene al suelo. En efecto: la teoría según la cual el mal está en el hombre y procede del hombre es contradictoria de aquella otra según la cual el mal está en las instituciones sociales o políticas y procede de las instituciones políticas y sociales. Supuesta la primera, lo que procede en buena lógica es extirpar el mal en el hombre, con lo cual se conseguirá su extirpación en la sociedad y en el gobierno necesariamente. Supuesta la segunda, lo que procede en buena lógica es extirpar el mal directamente en la sociedad o en el gobierno, que es en donde está su centro y su origen. Por donde se ve que la teoría católica y las racionalistas son entre sí no solamente incompatibles sino también contradictorias. Por la teoría católica se condena todo trastorno, ya sea político o social, como insensato e inútil. Las teorías racionalistas condenan toda reforma moral del hombre como inútil y como insensata. Y así la una como la otra son consecuentes en sus condenaciones; porque si el mal no está ni en el gobierno ni en la sociedad, ¿para qué y por qué el trastorno de la sociedad y del gobierno? Y, por el contrario, si el mal ni está en los individuos ni procede de los individuos, ¿para qué y por qué la reforma interior del hombre?
Las escuelas socialistas no ven inconveniente ninguno en aceptar la cuestión planteada de esta manera; la escuela liberal, por el contrario, ve en su aceptación gravísimos inconvenientes, y no sin graves motivos. Aceptada la cuestión tal como viene por sí misma planteada, la escuela liberal se ve en el duro trance de negar con una negación radical la teoría católica, considerada en sí misma y en todas sus consecuencias; y a esto es a lo que la escuela liberal se niega resueltamente. Amiga de todos los principios y de todos sus contraprincipios, no quiere desasirse ni de los unos ni de los otros, ocupada perpetuamente en obligar a hacer paces entre sí a todas las teorías contradictorias y a todas las contradicciones humanas. Las reformas morales no le parecen mal, aunque los trastornos políticos le parecen excelentes, sin advertir que son estas cosas incompatibles, como quiera que el hombre purificado interiormente no puede ser agente de trastornos, y que los agentes de trastornos, en el hecho mismo de serlo, declaran que no están interiormente purificados. En esta ocasión, como en todas las otras, el equilibrio entre el catolicismo y el socialismo es de todo punto imposible; porque, una de dos; o el hombre no se ha de purificar o no se han de realizar los trastornos. Si el hombre impurificado toma el oficio de trastornador, los trastornos políticos no son sino el preludio de los trastornos sociales; y si el hombre deja el oficio de trastornador del gobierno para tomar el de reformador de sí propio, ni son posibles los trastornos sociales ni los trastornos políticos. Así en el uno como en el otro caso, la escuela liberal ha de abdicar forzosamente en las manos de las escuelas socialistas o en las de la escuela católica.
Síguese de aquí que las escuelas socialistas tienen por suya la lógica y la razón cuando sostienen, contra la escuela liberal, que si el mal está esencialmente en la sociedad o en el gobierno, no hay que hacer otra cosa sino trastornar el gobierno o la sociedad, sin que sea cosa ni necesaria ni conveniente, sino al revés, perniciosa y absurda, acometer la empresa de la reforma del hombre.
Supuesta la bondad ingénita y absoluta del hombre, el hombre es a un mismo tiempo reformador universal e irreformable, con lo cual viene a ser transformado de hombre en Dios; su esencia deja de ser humana para ser divina; él es en sí absolutamente bueno y produce fuera de sí, por sus trastornos, el bien absoluto; bien sumo y causa de todo su bien , es excelentísimo, sapientísimo y potentísimo. La adoración es una necesidad tan imperiosa, que los socialistas, siendo ateos y no pudiendo adorar a Dios, hacen a los hombres dioses para adorar alguna cosa de alguna manera.
Siendo ésas las ideas dominantes de las escuelas socialistas acerca del hombre, es cosa clara que el socialismo niega su naturaleza antitética como una pura invención de la escuela católica. Por eso el sansimonismo y el fourierismo no admiten que el hombre esté de tal manera constituido que por un lado vaya su entendimiento y por otro su voluntad, ni conceden que haya contradicción de ninguna especie entre su espíritu y su carne; el fin supremo del sansimonismo es demostrar prácticamente la conciliación y la unidad de esas dos poderosas energías. Esta suprema conciliación estaba simbolizada en el sacerdote sansimoniano, cuyo oficio era satisfacer el espíritu por medio de la carne y la carne por medio del espíritu.»
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