sábado, 18 de marzo de 2017

"Las alegres aventuras de Robin Hood".- Howard Pyle (1853-1911)

 
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 Segunda parte
 I.-Robin Hood se hace carnicero

 «Así cantaba Robin Hood, y todos los que se encontraban cerca le escuchaban admirados; al terminar su canción, golpeó ruidosamente el cuchillo y el afilador y gritó a grandes voces:
 -¿Quién compra? ¿Quién compra? Tengo cuatro precios fijos. A los frailes gordos les cobro doble porque no quiero que se acostumbren mal; a los concejales, el precio justo, porque no me importa si compran o no; a las señoras les cobro la mitad, porque me caen bien; y a las mozas guapas con debilidad por los carniceros, no les cobro más que un beso, porque son las que mejor me caen de todos. ¿Quién compra?
 La gente empezó a congregarse en torno al puesto, muerta de risa porque jamás había visto vender de aquella manera. Pero su asombro fue mayúsculo cuando comprobaron que cumplía lo prometido; a las señoras les vendía por un penique lo que en otros puestos costaba tres, y si la mujer era viuda o se advertía que era pobre, le regalaba la carne. Y cuando llegó una jovencita y le dio un beso, tampoco le cobró ni un penique, así que pronto acudieron muchas más, pues el carnicero tenía unos ojos azules como el cielo en junio y una risa muy agradable, que no escatimaba con nadie. Lógicamente, la carne se iba vendiendo a toda velocidad, sin que los demás carniceros hicieran una sola venta.
 Entonces los carniceros comenzaron a murmurar y uno de ellos dijo:
 -Debe de tratarse de un ladrón que ha robado el carro, la carne y el caballo.
 -No -dijo otro-. ¿Cuándo habéis visto un ladrón que se desprenda tan alegremente de su botín? Será un heredero que acaba de vender las tierras de su padre y quiere retirarse a vivir la buena vida mientras le dure el dinero.
 Esta opinión acabó por prevalecer, y al fin unos cuantos carniceros se acercaron a trabar conocimiento con Robin.
 -Escuchad, hermano -dijo el que iba a la cabeza-. Puesto que somos todos del mismo oficio, ¿por qué no coméis con nosotros? Precisamente hoy el sheriff ha invitado a comer al Gremio de Carniceros. Habrá buena comida y abundante bebida, y o mucho me equivoco o esto último te gusta.
 -¡Qué demonios! Lo contrario sería indigno de un carnicero -respondió jovialmente Robin-. Por supuesto que comeré con vosotros, queridos colegas, y sin perder un minuto -y, puesto que ya había vendido toda su carne, recogió el tenderete y fue con los demás a la cena del gremio.
 El sheriff se encontraba ya sentado a la mesa y le rodeaban muchos carniceros. Cuando entraron en el comedor Robin y sus acompañantes, riéndose de un chiste que alguien acababa de contar, los comensales más próximos al sheriff le murmuraron al oído:
 -Ése que entra está completamente loco. Hoy ha estado vendiendo carne a menos de la mitad de su precio, y a las muchachas bonitas les regalaba la carne a cambio de un beso.
 -Debe de tratarse de alguien que acaba de vender sus tierras y está dispuesto a dilapidar el oro y la plata -añadió alguien.
 Entonces el sheriff llamó a Robin, sin reconocerlo a causa de su disfraz de carnicero, y le hizo sentar junto a él, a su derecha, pues le gustaban los jóvenes que se mostraban pródigos con sus riquezas, especialmente si existía la posibilidad de aligerar sus pródigos bolsillos en beneficio de su propia bolsa. De modo que se mostró muy amable con Robin, conversando con él y riéndole las gracias más y mejor que ningún otro.
 Cuando sirvieron la comida, el sheriff le pidió a Robin que bendijera la mesa; Robin se puso en pie y dijo:
 -Que el cielo bendiga todos los magníficos alimentos y bebidas de esta casa, y que todos los carniceros sean y sigan siendo tan honrados como yo.
 Todos se echaron a reír, y el sheriff reía más que ningún otro, mientras se decía: "Verdaderamente, se trata de un tipo pródigo, y quizá pueda vaciarle los bolsillos de ese dinero con el que tan generoso se muestra, el muy tonto." Pero lo que dijo en voz alta, mientras le palmeaba el hombro a Robin, fue:
 -Sois un tipo simpático y me caéis bien.
 Al oír lo cual, Robin se echó también a reír y dijo:
 -Sí, ya sé que os gusta la gente simpática. ¿Acaso no fuisteis vos quien convocó el concurso de tiro y le entregó la flecha de oro a ese bromista de Robin Hood?
 El sheriff se puso pálido y todos los carniceros menos Robin dejaron de reírse, aunque algunos se guiñaban el ojo maliciosamente:
 -¡Vamos, vamos, tomemos unos tragos! -exclamó Robin-. Seamos felices mientras podamos, pues el hombre no es más que polvo y no dispone más que de una vida antes de que los gusanos le hinquen el diente, como dice el Santo Libro. No pongáis tan mala cara, señor sheriff. ¿Quién sabe? Quizá pudierais capturar a Robin Hood si bebierais menos vino y rebajarais un poco de grasa de la barriga y le sacudierais un poco el polvo al cerebro. ¡Alegraos, señor!
 El sheriff se echó a reír de nuevo, pero no parecía que la broma le hubiera hecho mucha gracia. Los carniceros empezaron a murmurar:
 -Vive Dios, que jamás habíamos visto un loco tan deslenguado. El sheriff acabará por enfurecerse.
 -¡Vamos, vamos, hermanos! -seguía gritando Robin-. ¡Alegraos! ¡No contéis los peniques, que esta comida la pago yo, aunque cueste doscientas libras! ¡Que nadie se reprima de comer y beber, y que nadie eche mano a la bolsa! ¡Os juro que ni el sheriff ni los carniceros pagarán un penique por este banquete!
 -¡A fe mía que sois generoso! -dijo el sheriff-. Supongo que debéis poseer una buena manada de reses y muchas hectáreas de tierra para gastar tan alegremente el dinero.
 -Sí, así es -respondió Robin sin dejar de reír-. Entre mis hermanos y yo tenemos más de quinientas reses, y nunca habíamos vendido ninguna hasta que yo me hice carnicero. En cuanto a las tierras, jamás le he preguntado a mi mayordomo cuántas hectáreas mide.»

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