XI
«Éramos muy pobres entonces y habíamos gastado el dinero sobrante del viaje de novios por América Central en instalarnos en Èze. Me irritaba bastante haberlo dejado todo y haber vuelto a Estados Unidos fiándonos de una promesa que no se materializó. Creía que debía haber recibido alguna compensación por mi trabajo y mis problemas, algo más de los cien dólares que me dieron. Pero no había nada que hacer al respecto. Encontré un lugar barato para vivir, en una vieja casa bastante extraña, en la esquina de la calle 18 y la Séptima Avenida; la regentaba una anciana llamada Saunders. Se dedicaba a construir chimeneas y estanterías para los inquilinos y a tomar vino con curiosos personajes del barrio. Se hacía llamar "Lady" y era lo que podríamos calificar de adicta al alcohol. Si el alquiler no llegaba a su debido tiempo, a veces sonreía y pedía uno o dos dólares prestados. Incluso una vez en que el fuego demasiado fuerte de la chimenea de nuestra habitación incendió el suelo y tuvimos que llamar a los bomberos, ella se limitó a sonreír y se puso inmediatamente a reconstruir la chimenea. Tardó tanto en hacerlo, y había tales corrientes en aquel lado de la habitación, que aceptamos la amable oferta de un amigo y pasamos los meses más fríos en su apartamento con él.
Por entonces conocí a la señora McFarlane, directora del Programa Federal de Música; le parecía una gran idea crear una plantilla de compositores y encargarles trabajos específicos que utilizarían los grupos de intérpretes vocales e instrumentales de la WPA. Me aseguró que si conseguía que los compositores figuraran en nómina como tales y no camuflados de cualquier otra cosa, yo sería el primero que contrataran. El problema era que para poder figurar en el programa tenías que estar en el paro. No era así cuando trabajé en el Programa Federal de Teatro.
Traté de averiguar cómo conseguir la tarjeta del paro. Me aconsejaron que preguntara en la oficina de beneficencia más próxima, pero se me ocurrió algo mejor. Fui a la sede del Partido Comunista, expuse mi problema y pregunté cómo solucionarlo. El individuo que me atendió fue claro y práctico. Primero tenía que establecer mi residencia en una vivienda barata, preferiblemente en un barrio pobre. Luego debía ir al centro más próximo de la Liga Obrera y declarar que no tenía empleo. Ellos procurarían acelerar los trámites y que enviaran pronto a un inspector. También harían todo lo posible para que el inspector designado fuera una persona comprensiva, aunque no podían garantizármelo. Lo más difícil para conseguir entrar en la beneficencia era esperar que se estudiara tu caso.
Como no había dejado la habitación de Water Street de Brooklyn, me pareció el lugar ideal para instalarme y esperar la visita del inspector, pues tenía que recibirle personalmente. Di las gracias al funcionario y seguí sus instrucciones. La inspectora llegó antes de lo que yo me había atrevido a esperar y fue amabilísima. Era una muchacha inteligente y atractiva; se llamaba Kaminsky y le interesaba mucho la cultura. Le expliqué que estaba escribiendo una ópera e interpreté parte del segundo acto de Denmark Vesey, en el que estaba trabajando. Le conté que había dejado mi casa en Francia para trabajar en Nueva York para el teatro Mercury y que me habían dejado en la estacada. Se mostró indignada y me dijo que tendría que demandar al teatro, pero insistí en que no quería meterme en pleitos, sólo conseguir la tarjeta del paro. Prometió hacer todo lo posible por ayudarme y aventuró que tal vez podría llevármela el viernes. Le propuse que fuera a cenar el viernes a Sutton Place, a casa de John Becker, que en realidad era donde vivíamos Jane y yo. Los invitados, el champaña y las obras de arte complacieron muchísimo a la señorita Kaminski. Me llevó la tarjeta y cuando se marchó a casa a las dos de la madrugada estaba tan contenta como yo. Una vez resuelto esto, iba todas las semanas a Brooklyn, que era donde me correspondía y conseguía azúcar, mantequilla, ciruelas y harina. La idea de conseguir algo por nada siempre es emocionante (aunque fuera precisamente esa idea perniciosa, según papá, la que había llevado al país a su rápida decadencia). Y empecé a cobrar 23,86 dólares semanales otra vez, en este caso como compositor.
Aquél me pareció el momento oportuno para ingresar en el Partido Comunista y así se lo dije a Harry, que se alegró muchísimo. Touche ya pertenecía al partido, aunque por alguna razón no lo confesaba; lo averigüé después. A Jane y a mí nos enviaron a un curso de siete semanas para nuevos afiliados. Cuando me preguntaron con qué nombre queríamos inscribirnos, dije:
-¿Cómo lo preferís vosotros?
El hombre se quedó mirándome.
-Bueno, preferiríamos que utilizarais el nombre verdadero, claro.
-Muy bien.
Así que nos inscribimos como Paul y Jane Bowles. Luego nos enviaron a la Escuela Obrera a una clase aburridísima de marxismo-leninismo.
-No me entero de nada -se quejó Jane cuando estudiábamos el libro de texto. Yo sí, pero era todavía peor. Procuramos compensar nuestra falta de devoción al marxismo-leninismo yendo a ver todas las películas rusas que estrenaban en Nueva York.
El Group Theatre seguía funcionando. Robert Lewis iba a dirigir My heart's in the Highlands, de William Saroyan, y me pidió que hiciera la partitura musical. Me dejó el apartamento de Cliffords Odets seis semanas; Odets estaba en la costa del Pacífico, así que podría trabajar sin interrupciones. Me senté a su órgano Hammond y empecé enseguida.»
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