Sentido del 12 de Octubre (Palabras pronunciadas en Nueva York, el año 1930, sobre la Fiesta de la Raza)
«La estampa del 12 de octubre es
generalmente la de las carabelas, y está bien que sea eso, pero sea también
otras cosas. La carabela atraviesa el mar tenebroso con su pobrecita cáscara de
leño y su frente viva de velamen, y la hazaña en este caso es tanto de capitán
como de tripulación, porque el heroísmo ha trabajado a todos, desde Colón a
Rodrigo de Triana, a lo largo de cuarenta y dos días. La carabela, es decir, el
barco, toma de golpe una importancia casi moderna de instrumento para toda
aventura, ya que esta vez no se ha tratado de costear el África con la tierra a
pocas millas, sino de vivir en el mar cortado de todo continente cinco semanas
de angustia y de ansia.
Pero la fiesta tiene otra estampa más bonita todavía, y
es la de la nueva tierra claveteada de nuevos árboles y de nuevas bestias, una
lámina buena para que la dibujase una mano medieval y que señale la adición de
las nuevas cosas que los ojos van a tener, el regalo de las formas no
sospechadas del viejo mundo y que estaban esperando atentas de este lado del
mar.
No podemos imaginarnos los modernos, a fuerza de la costumbre que tenemos
de la riqueza cabal, lo que era aquel mundo, que no tuvo idea de las mesetas
andinas con su luz depurada y el rebaño de llamas y de vicuñas caminando en ese
pasmo de luz. No tenemos idea los que hojeamos hoy un libro de imágenes ornitológicas
de lo que pudo ser una imaginaría de volátiles que no contuvo al quetzal de
cola prócer, al pájaro mosca gongórico y el cóndor de los Andes. No tenemos
idea los que vemos la tierra como piel vegetal de una atmósfera en que no se
balanceara la araucaria chilena y en la que no estuviera palpitando el follaje
del ahuehuete mexicano. Y no tenemos idea nosotros, la gente de geografía
completa, de una familia de ríos en la que faltaba el Amazonas, río mítico y
verdadero y cabeza de toda generación fluvial.
La fiesta de las carabelas
descubridoras es, pues, en primer lugar, la fiesta de la tierra novedosa.
En
seguida de eso, ella significa el desvelamiento de otro Oriente, de otra Caldea
astronómico, de otro Egipto constructor de pirámides y de otra India
amontonadora de piedras suntuosas. Aquí también las gentes se daban el regodeo
de la mejor luz, levantando templos y palacios exorbitantes; aquí también el
gusto sensual trabajaba el oro y la plata para que el Rey, el soldado y el
sacerdote apareciesen más bellos; aquí también la casa tenía el muro vestido de
piedra fina y el pavimento suavizado de estera perfecta; aquí también la vida
corría al son de música profunda y de danza ritual. Este segundo Oriente, aun
cuando no esté soldado como el otro a Europa y lo separe de ella mucha agua,
vendrá a servir de puente sobrenatural entre Europa y el Asia cuando el indio
mezclado con el blanco se vuelve un rostro de facciones opuestas en que el ojo
almendrado parece de la Arabia, el cráneo se vuelve caucásico y la lengua es de
Castilla y, por Castilla, de la gran Roma. La festividad mayor del 12 es esta
del nuevo cuerpo creado entre Atlántico y Pacífico, y en verdad labrado por los
vientos contrarios que soplan de Europa y del Asia; la festividad profunda es
esta del tipo de la conciliación, donde las facciones enemigas aceptan
ensamblarse y las dos sensibilidades en guerra consientan en vivir juntas.
La
obra española en América muestra muchos bienes, contiene tantos favores que no
se puede decir sino largamente; en un pobre discurso hay que decir no más que
su gracia mayor, que su caridad sobrenatural es la aceptación de la sangre
india.
Otros pueblos europeos podrían habernos traído, como España, el
cristianismo y una lengua europea, con lo anejo a ambas cosas, pero ninguna
seguramente habría abrazado la sangre nueva como España la abrazó sin una
vacilación desde el primer momento.
Démosle el descubrimiento a Francia e
imaginemos el resultado. Francia toma el continente como ha tomado el Norte de
Africa; pelea y civiliza con menos violencia que el hombre ibérico, o, como
diría otro, con menos crueldad, cuidando muy bien de quedarse enfrente del
indio lo mismo que se ha quedado delante del árabe africano, cordial y extraño,
cortés y extranjero. Démosle el descubrimiento de la América del Sur e
Inglaterra, como lo han deseado muchos, y la carne blanca y la carne amarilla
se quedan tajadas con un tajo de eternidad, sin que pase de la una a la otra
cosa que no sea el acento en el aire, porque a veces ni siquiera pasa la mirada.
La unión no sólo será imposible, sino que apenas existirá el simple contacto.
Continuando
este juego de posibilidades, el español se nos queda, más bien que como un buen
conquistador, como el único conquistador posible, a pesar de todos sus yerros,
a pesar de algunas crueldades inútiles, y a pesar de sus torpezas de
administración (que son torpezas de gobierno y no inhabilidades de la raza).
Esta
gran piedad, nacional y sobrenatural a la vez, del español, que acepta, con
aceptación rotunda, la sangre indígena, lava todos sus pecados y anega en
generosidad todas sus faltas, si las hubo.
La raza mestiza ha devuelto en
cierta manera la honra de la alianza y pagado el regalo de la sangre, dando,
por ejemplo, a la familia heroica del mundo un Simón Bolívar, hombre blanco,
libertador y organizador de lo libertado; ha dado como ejemplar de la
resistencia al extranjero a un Benito Juárez, zapoteca y tipo de dignidad
humana, y ha ofrecido a España un Rubén Darío mestizo, reformador de la lengua
que vino en la carabela.
Aparte de estas cifras morales, la América española se
ha mostrado capaz, delante de este mundo enviciado en los valores materiales,
de ofrecerle progresos materiales en las capitales modernas de cada país, en
una industria recién nacida y ya brillante y en unas reformas sociales que han
despuntado ayer y ya caminan con rapidez vertiginosa.
Dijimos que la fiesta del
doce era en primer lugar una natividad de la tierra, una especie de beneplácito
de la geografía. El problema de la América española vuelve a ser geográfico,
pero de geografía económica. Se trata ahora nada menos que de conservar la
riqueza del Sur a la gente del Sur, de resguardar la parcela para el indio y el
mestizo que la han heredado dos veces, por las dos sangres, y, como si dijéramos,
de mantener la voluntad de Dios, que es la de que aquel territorio inmenso de
mesetas y llanos ejemplares, de botánica preciosa y de una minería mágica, siga
siendo el dominio de sus dueños naturales y la seguridad de la vida de sus
hijos. La festividad de la raza, que comienza en una posesión física, remata en
lo mismo: en la conservación terca, por necesaria, de esa posesión terrestre.»
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