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«Conocí a Rita hace casi veinticinco años, en un barco. Yo estaba en uno de esos cruceros alcohólicos del viernes al atardecer -dos horas de parranda- que solían organizar en el verano en el Estrecho. Unos cuantos años después (puede que unos cinco o diez) una mujer de Commack cayó al agua y -se supone- se ahogó (el cuerpo nunca fue encontrado), y a la empresa se le puso una querella y tuvo que cerrar. Yo había ido sólo un par de veces y la segunda vez conocí a Rita. Éramos unos sesenta jóvenes solteros apiñados en la cubierta de un yate de motor; habíamos pagado veinte dólares por cabeza (diez las mujeres) por una barra de copas de pago, brie al horno y verduras crudas con salsa para untar, y un disc-jockey poniendo música funk y disco y algunos viejos éxitos (era 1977, cuando los viejos éxitos parecían más "viejos éxitos" que hoy, quizá porque se oían en discos de vinilo y literalmente sonaban a antiguos). Yo trabajaba mucho entonces; fue después de que muriera Daisy, y mi madre se quedaba con los niños, y algunas vecinas echaban una mano siempre que podían y al final hubo una serie de niñeras que nunca consiguieron que la cosa funcionara como es debido.
Una noche me topé con un compañero de secundaria, Rick Steinitz, en los entonces recién inaugurados multicines de la Route 110. Salíamos los dos de ver Encuentros en la tercera fase. Rick me llamó por mi nombre y, de alguna manera, supe quién era y aunque él estaba con una chica (una guapa morena de bonitas y largas piernas), o quizá precisamente por eso, parecía querer alargar el encuentro y charlar. Era podólogo, con consulta en Huntington. No habíamos sido amigos en el instituto y en realidad apenas nos conocíamos. Según recuerdo, los dos éramos tímidos y solitarios, ni populares ni vilipendiados, aunque Rick disentiría vehementemente de mi memoria de él. La verdad última, aquí, no tiene mayor importancia. Basta saber que la nuestra era una de esas amistades maduras entre dos hombres que nacen no de unos intereses compartidos, como el alcohol o el golf o incluso el placer de la mutua compañía, sino una necesidad acuciante de nuevas relaciones. Rick se estaba divorciando por segunda vez, y se había estancado en la rutina, y cuando se enteró de que me había quedado viudo hacía más de un año y seguía sin pareja tuvo una inspiración, como si le hubiera planteado un caso a resolver particularmente interesante. Cuando la chica se excusó para ir al aseo, Rick insistió en que fuera con él a uno de esos cruceros alcohólicos que partían de Northport.
Rick era un asiduo en aquel barco: formaba parte de un grupo de hombres y mujeres que aún no habían encontrado su media naranja y que normalmente lo intentaban unos con otros y al final lo dejaban, y a nadie le parecía mal ese estado de cosas. Se emborrachaban como cubas en la primera media hora, y siempre empezaban el baile, y el resto de los pasajeros parecían disfrutar de aquel jolgorio desaforado, que en otro lugar sin duda habría resultado zafio y embarazoso y allí no era sino el ánimo festivo apropiado. Bajo cubierta había un par de camarotes espartanos, que según me había informado Rick podían ser "visitados" previa propina de un billete de veinte al segundo del capitán, un petimetre eurotrash alto y delgado como un junco y con coleta aclarada, que llevaba chaquetas malva y en los momentos tranquilos de la travesía hojeaba furtivamente libros de bolsillo de Kerouac. Pero creo que las visitas a los camarotes eran bastante raras, ya que la mayoría de la gente prefería exhibiciones públicas que podían parecerles atrevidas y llenas de posibilidades y en realidad no eran sino manifestaciones bastante castas y ceremoniales. Por ejemplo, la noche en que conocí a Rita el doctor Rick había abierto consulta en la cubierta de proa y "leía" las plantas de los pies de las damas, y les ofrecía una terapia de frotes extra a quienquiera que la deseara, que era la mayoría de ellas.
Rita no estaba en la cola de las que solicitaban que les mirara los pies, ni era ninguna juerguista ni ninguna cualquiera. Para ser absolutamente sinceros, al principio me llamó la atención -a mí y seguramente a todos los demás- porque era la única participante que no era blanca. A nadie le descubro nada si digo que en la mayoría de los sitios la gente tiende a juntarse con los que le son afines, o al menos con quienes ellos piensan que lo son, y en la mitad de esta zona media de Long Island no somos diferentes, y casi todos los que habíamos embarcado en aquel crucero éramos descendientes de las oleadas clamorosas de irlandeses e italianos y polacos y demás que arribaron a esta tierra hace aproximadamente un centenar de años, pero uno no es cabalmente consciente de ello hasta que aparece alguien que, sin intención alguna por su parte, instala un filtro en la escena y altera los efectos familiares. Cuando ella y su amiga subieron por la escalerilla oí que un idiota mascullaba a mi espalda: "Mira, alguien ha invitado a su criada", pero a nadie más le molestó lo más mínimo salvo a una dama de cierta edad que hizo una mueca. El tipo tenía los ojos fijos en Rita. Cualquiera podía ver que, puertorriqueña o no, era una auténtica preciosidad. llevaba una impecable chaqueta entallada de color crema y una falda a juego que le llegaba hasta muy por encima de la rodilla, y sus piernas eran turgentes y llenas y te hacían pensar que si fueras su marido o su novio se las cogerías con resuelto embeleso. Fui la primera persona que habló a Rita, no por alguna razón honorable sino porque estaba de pie a su lado cuando la embarcación soltó amarras, y les hacíamos adiós a los marineros de agua dulce del muelle como si fuéramos marineros de verdad. Más tarde, el tipo que había hecho el comentario estaba justo a mi espalda en el bar, con su traje de poliéster, y cuando me sirvieron los daiquiris de fresa que había pedido para Rita y su amiga Susie y para mí, me volví y me di de bruces con él, bruscamente, y le dejé una ancha y rosada mancha de Rorschach -con la forma exacta de una boca de mujer-, y aunque le pagué las copas que había pedido y le di un dinero para la tintorería he de decir que el resto de la velada fue para él un auténtico fracaso.»
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