viernes, 10 de marzo de 2017

"Relatos".- Heinrich Heine (1797-1856)


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 El rabino de Bacherach (Un fragmento)

  «Bacherach fue antaño uno de aquellos municipios que los romanos fundaron en el Rin durante su conquista, y sus habitantes, aunque los tiempos que vinieron fueron muy tormentosos y aunque cayeran después bajo el dominio de los Hohenstaufen y por fin de los Wittelsbach, supieron de todos modos mantener una sociedad bastante libre, siguiendo el ejemplo de otras ciudades renanas. Esta sociedad estaba formada por una unión de distintas corporaciones, de las que la de los ciudadanos patricios y la de los gremios, que se subdividían en sus distintas ramas, luchaban entre sí por el poder absoluto, de forma que de puertas afuera se unían contra la rapaz nobleza vecina, para protección de todos, pero de puertas adentro estaban en constante división, debido a sus encontrados intereses; de ahí que entre ellos hubiera poca convivencia, mucha desconfianza y a menudo incluso violentos estallidos de pasión. El gobernador sentaba sus reales en el elevado castillo de Sareck, y al igual que su halcón, bajaba al ser llamado, y a veces también sin ser llamado. El clero reinaba en la oscuridad mediante el oscurecimiento del espíritu. Uno de los grupos más aislados, desvalidos y privados poco a poco de sus derechos ciudadanos era la pequeña comunidad judía, que se había establecido en Bacherach ya en tiempos de los romanos y después, durante la gran persecución, había acogido en su seno rebaños enteros de hermanos fugitivos.
 La gran persecución de los judíos empezó con las cruzadas, y tuvo su explosión más enconada a mediados del siglo XIV, al final de la gran peste, que, como cualquier otra calamidad pública, se suponía causada por los judíos, pues se afirmaba que habían conjurado la ira de Dios y envenenado las fuentes con ayuda de los leprosos. El indignado populacho -especialmente la hordas de flagelantes, hombres y mujeres medio desnudos que recorrían la región del Rin y el resto del sur de Alemania azotándose mientras cantaban una bella canción mariana- asesinó entonces a muchos miles de judíos, o los torturó, o los bautizó por la fuerza. Otra inculpación que desde muy temprano, a lo largo de toda la Edad Media y hasta el siglo pasado, había de costarles mucha sangre y miedo, fue la ridícula historia, repetida hasta la náusea en crónicas y leyendas, de que los judíos robaban hostias consagradas, a las que clavaban cuchillos hasta que brotaba la sangre, y que en sus festividades pascuales mataban niños cristianos para emplear la sangre en sus nocturnos ritos. Los judíos, suficientemente odiados por su religión, su riqueza y sus libros de deudores, estaban durante esos días de fiesta completamente en manos de sus enemigos, que podían fácilmente obrar su perdición difundiendo el rumor de un infanticidio, quizá incluso metiendo de tapadillo el cadáver ensangrentado de un niño en la proscrita casa de un judío y asaltando por la noche a la familia sumida en la oración, que era de inmediato asesinada, saqueada y bautizada, y se producían grandes milagros por la intercesión del niño muerto encontrado, que la Iglesia acababa incluso por canonizar. San Werner es uno de esos santos, y en su honor se fundó en Oberwesel esa rica abadía que es hoy una de las ruinas más hermosas del Rin, y que tanto nos cautiva con la gótica majestuosidad de sus largas ventanas ojivales, sus orgullosas pilastras y esculturas, cuando pasamos ante ella en los verdes días del verano, sin conocer su origen. En honor de este santo se levantaron en el Rin otras tres grandes iglesias y se asesinaron o maltrataron incontables judíos. Esto ocurría en el año 1287 y también en Bacherach, donde se construyó una de estas iglesias a San Werner, se abatió entonces sobre los judíos la angustia y la desgracia. No obstante, desde entonces pasaron dos siglos a salvo de tales ataques de ira popular, aunque siguieran siendo hostilizados y amenazados.
 Pero cuanto más los apremiaba el odio desde fuera, más íntima y cordial se hacía la convivencia familiar, más hondo enraizaban la devoción y temor de Dios de los judíos de Bacherach. Un modelo de conducta agradable a los ojos de Dios era el rabino local, llamado Rabí Abraham, un hombre todavía joven, pero ya muy famoso por su erudición. Había nacido en esta ciudad, y su padre, que también había sido rabino allí, le había ordenado como última voluntad dedicarse al mismo cargo y no abandonar nunca Bacherach a no ser en peligro de muerte. Esta orden y un armario con libros curiosos fue todo lo que su padre, que vivió en la pobreza y el estudio de las escrituras, le dejó. Sin embargo, Rabí Abraham era un hombre muy rico; casado con la única hija del fallecido hermano de su padre, que se dedicaba al comercio de joyas, heredó sus grandes riquezas. Las malas lenguas decían que el rabino se había casado con su mujer precisamente por el dinero. Pero todas las comadres de la comunidad lo negaban, y contaban toda clase de historias: que el rabino ya estaba enamorado de Sara -la llamaban la hermosa Sara- desde antes de su viaje a España, y que Sara tuvo que esperar siete años a que volviera de allí, porque él la había desposado con su anillo, en contra de la voluntad de su padre y de su propio consentimiento. Pues cualquier judío puede convertir a una chica judía en su legítima esposa si consigue ponerle un anillo en el dedo y pronunciar las palabras: "¡Te tomo por esposa, según las costumbres de Moisés e Israel!" Al oír mencionar a España, las comadres solían sonreír de una forma muy particular, y ello debido al oscuro rumor de que en la alta escuela de Toledo Rabí Abraham se había dedicado sin duda con afán al estudio de la ley de Dios, pero también había imitado los usos cristianos y se había empapado de ideas librepensadoras, a semejanza de los judíos españoles, cuyo pensamiento tenía entonces extraordinaria altura. Pero, en el fondo de su alma, esas mismas comadres creían muy poco en la veracidad del rumor indicado. Porque el modo de vida del rabino, desde su vuelta de España, era sobremanera limpio, pío y serio; practicaba hasta los menores usos de su religión con temerosa escrupulosidad, ayunaba los lunes y los jueves, sólo probaba la carne y el vino en el Sabbat y otras festividades, y los días se le iban entre la oración y el estudio; por la mañana explicaba la Ley de Dios en el círculo de los discípulos que la fama de su nombre había llevado a Bacherach, y de noche contemplaba las estrellas del cielo o los ojos de la hermosa Sara. El matrimonio del rabino no tenía hijos; sin embargo, en torno a él no faltaba vida y movimiento.»

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