lunes, 27 de marzo de 2017

"Si Dios no existe...".- Leszek Kolakowski (1927-2009)


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 1.-Dios de los fracasos: Teodicea

 «La forma budista de responder a la pregunta: ¿Cuál es el mal del mundo y de nuestra vida en él? define el mal como un suceso ontológico: se deriva irrevocablemente del hecho mismo de la separación autoimpuesta, individuatio. La distinción entre el mal en el sentido moral y en el sentido físico o se trata como secundaria o pasa totalmente desapercibida, mientras que es fundamental para la percepción cristiana. Uno se siente tentado a decir que en un marco budista coherente, el acto de la creación, al dar origen a más de Uno, equivale a crear el mal. Por el contrario, en  términos cristianos, el acto de la creación es bueno por definición y no origina nada más que bien. El mal es la nada, privatio, carencia de lo que debe ser; lo que es, es bueno en la medida en que es (esse est bonum convertuntur) puesto que esse proviene enteramente de Dios.
  Al carecer de fundamento ontológico, el mal es una cuestión de mala voluntad (y la voluntad puramente humana, es decir, centrada en uno mismo, es rebelde y, por definición, mala). La tradición cristiana ha trazado siempre una distinción entre malum culpae, mal moral, y malum poenae, sufrimiento. Infligir sufrimiento a otros por odio, enojo o motivos egoístas es malo en el sentido moral; sufrir no lo es, naturalmente.
  Puesto que el sufrimiento puede ser consecuencia, obviamente, de causas naturales, en vez de serlo de la mala voluntad de las personas, podría parecer que hay que buscar las causas del mal en otro lugar. Pero no es así. En términos cristianos, el sufrimiento, sea natural o infligido por las personas, proviene, en último término, de la misma fuente: la separación de Dios, pero no una separación ontológica (es decir, entrañada por el acto mismo de la creación) sino moral. La desobediencia deliberada dio origen al mal moral y a la corrupción de la Naturaleza en general y el sufrimiento fue la consecuencia inevitable. Por lo tanto, el sufrimiento infligido por la Naturaleza es, en realidad, malum poenae, un castigo por los pecados de la humanidad. Esta es una concepción bíblica que, particularmente en San Agustín, se ha convertido en parte de la doctrina ortodoxa.
 Tocamos aquí uno de los puntos  más sensibles y más enigmáticos de la doctrina cristiana, uno que ha sido blanco favorito de la burla racionalista: la llamada cuestión de la responsabilidad colectiva, del castigo colectivo, del pecado original y de la redención. Solía atacársele en dos planos, lógico y moral.
 El argumento moral es sencillo: equivale a la observación de sentido común de que contradice nuestros supuestos morales normales el aceptar que Dios castigue a inocentes por el pecado de otros o que inflija terribles tormentos a toda la especie durante milenios a causa del único acto de desobediencia de sus antepasados remotos y además por una desobediencia de poca importancia ("pero, ¡si no hicieron más que robar una manzana!"). Ésta puede ser una crítica pueril de una historia pueril que tiene poca relación con la enseñanza cristiana; merece cierta atención, sin embargo, porque se encuentra con frecuencia en el arsenal de los filósofos racionalistas.
 El argumento lógico señala los vanos esfuerzos de aquéllos que, insatisfechos con una explicación general del sufrimiento como castigo, tratan de encontrar la mano de la justicia divina en cada hecho particular; tratan de descubrir razones específicas para los dolores y desgracias propias y ajenas en las ofensas reconocibles que han cometido y, si se lo proponen en serio, su investigación tiene invariablemente éxito. Y así, su confianza en la sabiduría de Dios siempre está justificada. La pobreza lógica de este tipo de confirmación queda demostrada en la forma popperiana típica. La creencia que la gente imagina confirmada por los hechos de la vida -sería el argumento popperiano- es absolutamente infalsable y por lo tanto inútil como explicación. Dado el sencillo hecho de que muy pocos de nosotros somos santos o absolutamente corruptos, no hay momento de nuestra vida en que no merezcamos, de acuerdo con una justicia perfecta, tanto que se nos castigue como que se nos premie. Los creyentes pueden imaginarse que todo lo que les ocurre, afortunado o no, está relacionado con sus actos virtuosos o pecaminosos y si interpretan de ese modo los acontecimientos, no tienen por qué temer que ningún hecho venga a contradecir su teoría, ya que la teoría es capaz de absorber todos los hechos imaginables y por lo tanto es empíricamente vacía. Y si una explicación en términos de castigo o recompensa directa parece improbable, siempre pueden encontrarse otras intenciones divinas que lleven a los mismos resultados: la mala suerte que no puedo relacionar con ninguno de mis malos actos puede ser interpretada como un aviso o una prueba: ambos medios de intervención divina están ampliamente documentados en el Antiguo Testamento (aunque si soy realmente incapaz de encontrar el origen de mis desventuras en mi pecaminoso pasado, se me puede acusar, naturalmente, de ceguera y de complacencia, puesto que es seguro a priori que soy culpable en todo momento; ¿acaso no es verdad que "non est qui faciat bonum, non est usque ad unum"?). Por otro lado, si me ocurre un suceso inesperadamente feliz, sin que haya contribuido a él, aparentemente, ningún mérito especial por parte mía, esto puede ser que la Providencia me da ánimos o simplemente me sonríe generosamente. No hay circunstancias empíricas imaginables que puedan refutar o perjudicar mi creencia. 
 La crítica lógica es obviamente correcta, pero sólo con la condición de que Dios sea una hipótesis explicativa en el sentido científico y que sus respuestas morales a las acciones humanas sigan una pauta regular que podamos discernir y utilizar para predecir acontecimientos futuros. Tener esa concepción equivale, sencillamente, a afirmar que el mundo, tanto natural como social, se gobierna por leyes morales en lugar (y no además) de por leyes físicas y biológicas, o afirmar que éstas últimas no operan. Sin embargo, ésta no ha sido nunca la doctrina del cristianismo; nunca, puesto que Jesús dijo que Dios hace brillar el sol sobre buenos y malos y envía la lluvia sobre los justos e injustos. La concepción del mundo temporal según la cual los mecanismos de la justicia operan infaliblemente y todas nuestras acciones son inmediatamente recompensadas de acuerdo con las normas morales es tan absurda y tan alejada de la experiencia diaria que la raza humana no hubiera sobrevivido si la hubiese dado crédito seriamente, porque en ese caso, la gente habría ignorado, sencillamente, las leyes naturales. En realidad, las enseñanzas cristianas populares siempre han hecho hincapié en la falta de compensación moral en los asuntos temporales, de acuerdo con la perspectiva del sentido común: el mal es poderoso, la virtud se castiga, y así sucesivamente. En ese sentido, esta doctrina estimuló otra línea de ataque sobre el cristianismo, en términos de su función social: se le ha acusado de que con su promesa de una compensación en el cielo, ha forzado a las personas a la pasividad ante el mal y la injusticia, les ha privado de la voluntad y la capacidad de rebelarse o, sencillamente, de mejorar su suerte. Esta crítica, que han hecho en particular los socialistas, no carece de fundamento en diversos períodos históricos, aunque hoy día ha perdido mucho de su fuerza.»

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