Jornada II
"Simplicio: Confieso que he pasado la noche reflexionando sobre nuestra discusión de ayer y creo que en verdad hubo en ella muchas cosas hermosas, nuevas y acertadas. A pesar de todo, me convence más el parecer de tan grandes escritores y especialmente... Meneáis la cabeza, señor Sagredo y sonreís, como si yo dijera algo extravagante.
Sagredo: Cierto que he sonreído, pero debéis creer que me ha costado un gran esfuerzo no echarme a reír a carcajadas, porque me habéis recordado un incidente muy divertido del que fui testigo hace algunos años, junto con otros señores amigos míos, cuyos nombres podría mencionar.
Salviati: Mejor será que nos contéis la historia ya que de otro modo el señor Simplicio podría quedar con la impresión de que son sus palabras las que os han hecho sonreír.
Sagredo: Sea. Me encontraba un día en casa de un médico muy famoso en Venecia, a cuyas lecciones acudía mucho público, unos por deseo de estudiar, otros por la curiosidad de ver ejecutar una disección por la mano de un anatomista tan realmente instruido como cuidadoso y hábil. Aquel día, pues, ocurrió que buscamos la raíz y el comienzo de aquel nervio que es la base de una célebre polémica entre los médicos de la escuela de Galeno y los peripatéticos. Cuando el anatomista mostró cómo el trono principal del nervio, partiendo del cerebro, recorría la espalda, se extendía por la espina dorsal y se ramificaba por todo el cuerpo, y que sólo un hilo muy fino llegaba al corazón, se volvió a un caballero conocido como peripatético, en cuyo honor había él hecho su demostración con extraordinaria meticulosidad, y le preguntó si se había convencido de que los nervios se originan en el cerebro y no en el corazón. A lo que nuestro filósofo, tras meditar unos instantes, contestó: "Lo habéis mostrado todo con tanta claridad y evidencia que si no se opusiera a ello el texto de Aristóteles, quien expresamente dice que los nervios nacen en el corazón, no habría más remedio que daros la razón".
Simplicio: Debo recordaros que aquella polémica sobre el origen de los nervios está muy lejos de haberse decidido con tanta claridad como muchos acaso se figuran.
Sagredo: Y es de suponer que nunca llegará a decidirse porque nunca faltarán tales contraopinantes. Pero esto no le quita nada de su extravagancia a la respuesta del peripatético, ya que éste, ante la evidencia experimental, no opuso otras experiencias, ni siquiera sacadas de Aristóteles, sino que se contentó con su autoridad, con el mero ipse dixit. [...]
Salviati: ¿Dudáis que Aristóteles cambiaría de opinión y corregiría sus libros si se enterara de los recientes descubrimientos astronómicos? No podría menos de reconocer una tan clara evidencia y alejar de sí a todos los pequeños espíritus cuya estrechez de miras no sabe más que aprender de memoria toda palabra del filósofo sin comprender que, de haber sido Aristóteles como ellos se lo figuran, no merecería otro calificativo que los de necio testarudo, de bárbaro arbitrario y tiránico, que considera a los demás hombres como cabeza de ganado y pretende que los decretos de su voluntad importen más que las impresiones de los sentidos, que la experiencia, que la propia naturaleza. Lejos de haber Aristóteles exigido la autoridad o de habérsela apropiado, son sus seguidores quienes se la otorgan. Como es más fácil refugiarse tras el escudo ajeno que entrar en la lid a rostro desnudo, el miedo les impide apartarse un solo paso de su maestro. Antes que cambiar nada en el cielo de Aristóteles, niegan en redondo lo que ven en el cielo de la naturaleza. [...] A menudo me he admirado de que los seguidores literales de Aristóteles no se den cuenta del daño que causan a la autoridad y a la fama de su ídolo, cuando, empeñados en defender su crédito, consiguen sólo rebajarlo. Cuando veo sostener con tanta tozudez proposiciones obviamente falsas y se pretende convencerme de que tal es el proceder correcto para un buen filósofo y de que lo propio haría Aristóteles, me refugio en la conclusión de que toda esa suerte de razonamientos no vale más que para dominios de que yo no tengo noticia. Si, en cambio, viera que una verdad evidente les lleva a abandonar sus errores y a cambiar de opinión, pensaría, en los casos en que mantienen sus posiciones, que disponen de alguna prueba para mí incomprensible o ignorada pero justa. [...]
Simplicio: Pero, si nos desprendemos de Aristóteles, ¿quién será nuestro guía en la ciencia? Nombrad a otro autor.
Salviati: Los guías hacen falta en regiones ignoradas y salvajes, pero en campo llano y abierto sólo los ciegos necesitan apoyo. Quien sea ciego, mejor que no salga de su casa. Pero quien tiene ojos en el cuerpo y en el espíritu, que los tome por sus guías. No digo con esto que no haya que escuchar a Aristóteles. Al contrario, me parece loable consultarle y estudiarle cuidadosamente. Lo único que censuro es que se rindan a él a discreción, suscribiendo a ciegas cada una de sus palabras y considerándolas como oráculo divino, sin atender a otras razones. Esto es un abuso, que tiene como consecuencia otro grave daño: nadie se esfuerza ya por cerciorarse de la fuerza de sus demostraciones. ¿Qué puede darse más lamentable que ver, en una disputa pública sobre materias demostrables, cómo todos entran en liza con una cita a menudo relativa a temas muy remotos, esperando con ella acallar al adversario? Y si de todos modos no queréis dejar de estudiar en tal forma, no os llaméis filósofos: llamaros historiadores o doctores en memorización, ya que quien nunca filosofó no debe aspirar al honroso título de filósofo".
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