domingo, 6 de noviembre de 2016

"Ensayos liberales".- Gregorio Marañón (1887-1960)


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  El deber de las edades

 "Tal vez en otras épocas de la historia haya tenido el tema de la edad la misma magnitud que tiene entre las preocupaciones de nuestro tiempo. Pero como a nosotros, al hablar de nosotros mismos, la etapa histórica que nos interesa es la que vivimos, no nos cansaremos en averiguar si esta preocupación fue común a todas las épocas o si es específica de la humanidad contemporánea. Contentémonos, pues, con observar que hoy el concepto de la edad está mezclado de una manera aguda a casi todos los problemas que agitan a los hombres. Se habla constantemente de lo que hacen "los jóvenes" y "los viejos", como si algo tan postizo y perecedero como la edad pudiera servir de base para dirigir la acción de los seres humanos y para agruparlos en categorías. Se habla de pueblos jóvenes y de pueblos viejos, y sobre esta arbitraria división se explican y se disculpan los progresos o los desacuerdos de las naciones.
 Pero en esta preocupación tendemos todos a consignar a cada edad una serie de derechos y nada más que derechos. El joven, por serlo, supone que puede ser arbitrario, irrespetuoso e injusto. El hombre maduro, que el goce del éxito le corresponde por ley natural. El viejo, que han de respetarle todos nada más que porque ostenta las barbas plateadas. Y es lo cierto que todos estos derechos de la edad sólo serán legítimos cuando entendamos, a la par, que cada edad nos impone también deberes ineludibles y estrictos. Cada edad tiene un deber, como la tiene cada sexo, como la tiene el ser padre o el ser hijo, o el haber nacido a un lado o a otro de una frontera. No hay, en suma, ninguna característica natural nuestra, en ninguno de los momentos de nuestra vida, que no nos obligue a ser y a conducirnos de un modo peculiar; y con rigor más grande que los otros deberes, los que ha inventado la civilización humana: tales los inherentes a nuestra posición social, a nuestra profesión, a las leyes y reglamentos diversos a que todos estamos uncidos.
 El ideal sería que ambos tipos de deberes, los naturales y los creados por el artificio humano, se ayudasen mutuamente, como buenos hermanos que siguen una misma vereda. Pero, por desgracia, ocurre que, con frecuencia no sólo no coinciden, sino que se rozan o se contradicen. Todo el tinglado de la civilización está levantado, para nuestra desgracia, sobre un olvido absoluto de la Biología. Esta ciencia, la ciencia natural del hombre, no ha tenido valor social hasta el siglo en que vivimos. Y el hombre ha creado sus leyes sin tener presente sus propias conveniencias naturales, con un criterio tan absurdo, por lo general, como el del sastre que teniendo al lado su modelo le hiciese el traje sin molestarse en tomarle las medidas.
 Ya sé que el ideal de reajustar la civilización a la naturaleza, ha tenido muchas etapas de auge. Es el mismo ideal que hace casi un siglo y medio prendió, con la Enciclopedia, en todos los cerebros despiertos de Europa, y después en la mente confusa de las multitudes, y preparó uno de los pasos más resueltos pero más atroces de la humanidad hacia el progreso: la Revolución francesa. Igual pasa ahora, y con el mismo triste cortejo de dolor humano. Porque la humanidad es como esos niños enclenques a los que cada etapa del crecimiento les pone en el trance de morir.
 Ahora la humanidad yace dolorida por uno de esos estirones de su juventud milenaria. Y está bien que volvamos sobre las cosas sabidas, recordando, con una luz más clara que la que iluminaba a Rousseau -lejos todavía de la verdad, pero ya en su camino-, que tenemos deberes naturales que cumplir, y hay que ir haciéndolos, poco a poco, compatibles con los deberes seculares que la civilización ha inventado y colocado sobre nuestra alma como un aparato ortopédico, que sabemos que ya no sirve para nada, pero del que no nos atrevemos a prescindir".  

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