jueves, 24 de noviembre de 2016

"Los hombres que no amaban a las mujeres".- Stieg Larsson (1954-2004)


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 Capítulo 9.- Lunes, 6 de enero - Miércoles, 8 de enero

 "Eso no significaba que la niña se portara bien. A la edad de diecisiete años, Lisbeth Salander ya había sido detenida por la policía en cuatro ocasiones: dos de ellas en un estado de embriaguez tan grave que requirió asistencia médica urgente, y otra vez bajo la manifiesta influencia de narcóticos. En una de estas ocasiones, la encontraron borracha perdida  y completamente desaliñada, con la ropa a medio poner, en el asiento trasero de un coche aparcado en la orilla de Söder Mälarstrand. Estaba acompañada de un hombre igual de ebrio y considerablemente mayor que ella.
 La cuarta y última intervención policial tuvo lugar tres semanas antes de cumplir los dieciocho años, cuando, esta vez sobria, le dio una patada en la cabeza a un pasajero en la estación de metro de Gamla Stan. El incidente acabó en arresto por delito de lesiones. Salander justificó su actuación alegando que el hombre le había metido mano y que, como su aspecto era más bien el de una niña de doce años y no de dieciocho, ella consideró que el pervertido tenía inclinaciones pedófilas. Eso fue todo lo que consiguieron sacarle. Sin embargo, la declaración fue apoyada por testigos, lo cual significó que el fiscal archivó el caso.
 Aún así, en conjunto, su historial era de tal calibre que el juez ordenó un reconocimiento psiquiátrico. Como ella, fiel a su costumbre, se negó a contestar a las preguntas y a participar en los test, los médicos consultados por la Seguridad Social emitieron al final un juicio basado en sus "observaciones sobre el paciente". Tratándose, en este caso, de una joven callada que, sentada en una silla, se cruzaba de brazos y se ponía de morros, no quedaba muy claro qué era exactamente lo que estos expertos habían podido observar. Se llegó simplemente a la conclusión de que sufría una perturbación mental cuya naturaleza no aconsejaba que permaneciera desatendida. El dictamen del forense abogaba por que se la recluyera en algún centro psiquiátrico; al mismo tiempo, el jefe adjunto de la comisión social municipal elaboró un informe apoyando las conclusiones de los expertos.
 Por lo que respecta a su currículum, el dictamen constató que "existía un gran riesgo de abuso de alcohol o drogas", y que, evidentemente, "carecía de autoconciencia". A esas alturas, su historial cargaba con el lastre de vocablos como "introvertida, inhibida socialmente, ausencia de empatía, fijación por el propio ego, comportamiento psicópata y asocial, dificultades de cooperación e incapacidad para sacar provecho de la enseñanza". Cualquiera que lo leyera podría engañarse fácilmente y llegar a la conclusión de que se trataba de una persona gravemente retrasada. Tampoco decía mucho a su favor el hecho de que una unidad asistencial de los servicios sociales la hubiera visto más de una vez en compañía de varios hombres por los alrededores de Mariatorget; en una ocasión, además, la policía la cacheó en el parque de Tantolunden al encontrarla, de nuevo, en compañía de un hombre considerablemente mayor. Se temía que Lisbeth Salander se dedicara a la prostitución, o que corriera el riesgo de verse metida en ella de una u otra manera.
 Cuando el Juzgado de Primera Instancia -la institución que iba a pronunciarse sobre su futuro- se reunió para tomar una decisión sobre el asunto, el resultado ya parecía estar claro de antemano. Se trataba de una joven manifiestamente problemática y resultaba poco creíble que el tribunal dictaminara algo distinto a lo recomendado en el informe social y forense.
 La mañana de la vista oral fueron a buscar a Lisbeth Salander a la clínica psiquiátrica infantil, donde se hallaba recluida desde el día del incidente en el metro. Se sentía como un preso en un campo de concentración, sin esperanzas de llegar al final de la jornada. La primera persona a la que vio en la sala del juicio fue Holger Palmgren, y le llevó un rato comprender que no estaba allí en calidad de tutor, sino que actuaba como su abogado y representante jurídico. Lisbeth descubrió en él una faceta completamente desconocida.
 Para su sorpresa, Palmgren se situó en un rincón del cuadrilátero y formuló con claridad una serie de alegaciones oponiéndose enérgicamente a que la internaran. Ella no dio a entender, ni con un simple arqueo de cejas, que se sentía sorprendida, pero escuchó con atención cada una de sus palabras. Palmgren estuvo brillante cuando, durante dos horas, acribilló a preguntas a aquel médico, un tal doctor Jesper Löderman, que había firmado la recomendación de que Salander fuera recluida en un centro psiquiátrico. Palmgren analizó todos los detalles del informe y le pidió al médico que explicara la base científica de cada una de sus afirmaciones. En muy poco tiempo quedó claro, debido a que la paciente se había negado a realizar un solo test, que las conclusiones de los médicos se basaban en meras suposiciones.
 Como conclusión de la vista oral, Palmgren insinuó que la reclusión forzosa muy probablemente no sólo iba en contra de lo establecido por el Parlamento en este tipo de asuntos, sino que incluso podría ser objeto de represalias políticas y mediáticas. Por lo tanto, a todos les interesaba encontrar una solución alternativa. Ese tipo de discurso no era nada habitual en juicios de esa índole, de modo que los miembros del tribunal se revolvieron, inquietos, en sus sillas".  

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