lunes, 14 de noviembre de 2016

"Un amor en Alemania".- Rolf Hochhuth (1931)

 
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 Tres cigarrillos

 "Mayer volvió a tomar en la mano el marco, y acto seguido se sintió con fuerzas suficientes para decir lo que debía, y lo dijo con tanta lentitud porque suponía que el polaco no lo entendería de otra manera.
 -Mañana a las once de la mañana estará fuera, en libertad; pero antes, a las ocho, deberá prestar el último servicio a su vecino de celda y compatriota Zasada.
 Un titubeo. Victorowicz le miró cautivado, pero completamente desprevenido, y Mayer dijo tan de pasada como pudo, porque quería ocultar lo excitante que le parecía:
 -Mañana a primera hora deberá ahorcar a Zasada.
 Miró a Victorowicz de refilón, colocó la obra de talla sobre la mesa y se preparó para lo esperado. Pasaron unos cuantos segundos más hasta que llegó de forma casi imperceptible.
 -¿Yo? ¿Por qué yo, señor comisario? Por favor, prefiero... prefiero que me cuelgue a mí antes de exigirme que yo...
 -Nosotros, los alemanes, no ahorcamos polacos. Pero, ¿por quién nos toma, Victorowicz? -dijo Mayer con tal sobriedad que la amenaza de sus palabras apenas se hizo sentir-. ¿Los vuestros seducen aquí a las mujeres de soldados alemanes y aún deberíamos ocuparnos de ese trabajito? No me sería lícito colgar a ningún polaco, ni tampoco a un francés o inglés; una disposición de las altas esferas manda que el último servicio se lo preste siempre un compatriota a un extranjero.
 Dado que Mayer había hablado a Victorowicz tanto rato y con creciente familiaridad, incluso de forma amistosa, éste abrigó la esperanza de poder ablandarle.
 -Por favor, no me utilice a mí, señor comisario; me muero si tengo que hacer eso -y en voz más alta, casi a gritos-: No puedo hacerlo, no quiero hacerlo, yo soy... -balbuceó; le parecía penosísimo pronunciar esas palabras, pero se dio cuenta de que, penoso o no, no había categoría que valiese la atrocidad que Mayer le exigía, así que añadió en un susurro-: Yo soy creyente, estoy seguro de que Dios nunca me perdonará ese asesinato. Y soy débil; me derrumbaré si he de colgar a uno que...
 -¡Usted ha sido soldado! -dijo Mayer con aspereza, cambiando de tono-. ¿No ha disparado contra alemanes? Entonces, ¿a qué viene eso de que se derrumbará si...?
 Victorowicz osó interrumpirle, y le salió de dentro:
 -He hecho fuego contra el enemigo con armas. Jamás, jamás, contra personas desarmadas. ¡Jamás! Cuélgueme, yo no colgaré a nadie.
 Se volvió. No había hablado con voz gimoteante, sino firme y en tono irrevocable. Su porfía despertó la de Mayer.
 -No puedo colgarle si rehúsa acatar mi orden -dijo éste del mismo modo-, pero tendré que enviarle a un campo de concentración en el que probablemente le ahorcarán; pero no será un alemán quien lo haga, sino un polaco. Así pues, con su desobediencia sólo obligaría a otros dos camaradas a hacer lo que a usted no le da la gana realizar. ¿Le parece bonito? Uno que cuelgue mañana a Zasada y otro que le cuelgue a usted dentro de poco. ¿Qué va a conseguir con eso?
 Victorowicz se encogió de hombros. Mayer le señaló su taburete. Victorowicz, en el que poco a poco el espanto desencadenaba debilidad, tomó asiento. Pero dado que Mayer seguía en pie, su superioridad aumentó. Mayer no podía descubrir lo seria que era la negativa del polaco.
 -El que los soldados tengan que fusilar a camaradas es algo completamente normal en todos los ejércitos del mundo -prosiguió-. ¿Nunca ha formado parte de un pelotón de fusilamiento?
 Tuvo que formular su pregunta de nuevo. Victorowicz, el rostro pálido y húmedo, no había sido capaz de seguirle.
 -Nunca estuve presente en el fusilamiento de un camarada -respondió luego.
 -Si vosotros, polacos, hubierais puesto contra la pared a un polaco con mayor frecuencia habríais combatido más de dieciocho días contra nosotros -dijo Mayer.
 Había dicho eso con tal desprecio que Victorowicz le contradijo:
 -Nosotros, los polacos, no perdimos porque nos faltara valor. Tanques es lo que nos faltaba y aviones de bombardeo en picado. ¡Y los aliados que nos prometieron atacar en el Oeste!
 Mayer le había dado un cigarrillo y también fumaba, sentado sobre la mesa.
 -Usted le pasa toda la cabeza al delincuente, que también es alto -dijo con amabilidad-. Y es bondadoso. Por eso le he elegido. Usted no le hará sufrir. Si el que le coloca el lazo alrededor del cuello es más bajo que él puede suceder que el lazo no quede fijo sino que se deslice bajo la barbilla; entonces la muerte es muy lenta. Eso es lo que no quiero". 

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