jueves, 3 de noviembre de 2016

"Lo que yo llamo olvido".- Laurent Mauvignier (1967)


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 “y lo que ha dicho el fiscal es que un hombre no debe morir por tan poca cosa, que es injusto morir por una lata de cerveza que el tipo ha conservado en las manos lo suficiente para que los seguratas puedan acusarlo de robo y jactarse, después, de haberlo identificado y elegido entre los otros, la gente que está allí comprando, tiene tiempo para intentar, eso mismo, intentar, correr hacia las cajas o amagar un gesto para resistírseles, porque así podría advertir lo que son capaces de hacer los seguratas, lo que saben, e incluso bajar los ojos y acelerar el paso, si decide escapar caminando muy rápido, sin dejarse llevar por el pánico ni salir corriendo, conteniendo el aliento, los dientes apretados, un movimiento, cosa que ha hecho, no tratar de negar cuando los ha visto llegar y ellos se han, no diré lanzado sobre él, porque se acercaban lentos y tranquilos, sin abalanzarse en absoluto, como habrían hecho, dijéramos, unas aves de presa, no, no han hecho eso, por el contrario, se han detenido ante él, todos ellos muy silenciosos, más bien lentos y fríos cuando lo han rodeado y él no ha pronunciado una sola palabra para protestar o negar porque, sí, se había bebido una lata y habría podido darles las gracias por dejar que se la acabara, no ha dicho una palabra y en sus ojos se ha plasmado abiertamente el miedo pero nada más, entiendes, tan sólo tenía ganas de beberse una cerveza, ya sabes lo que son las ganas de beberse una cerveza, quería refrescarse el gaznate y quitarse ese sabor a polvo que tenía dentro y que no lo abandonaba, vete a saber, un día como hoy, una tarde en que la luz era blanca como una hoja de cuchillo reluciente bajo un neón en una cocina, se acordó del papel pintado con las cerezas rojas y de cómo brillaban en la oscuridad, en aquella ventana blanca y en el neón tan blanco y vibrante también, cuando él regresaba a casa a las siete de la mañana tras haber follado a orillas del Sena, ante la mirada de aquellos viciosos que pedían permiso para plantar el rabo entre ella y él –se acordó de aquello y de lo bien que aprovechó el tiempo antes de morir, sí, es cierto, pese a lo que te cuenten otros, pese a lo que tú pienses también y a lo que te repita tu mujer porque ella cree saberlo todo, y los otros también, dirán que tenía que pasar pero no tenía que pasar y él, antes de estar muerto (te lo digo a ti porque eres su hermano, quería levantarte el ánimo como a él le hubiera gustado hacerlo alguna vez, quería decirte que la vida no ha sido tacaña con él, créeme, tenlo por seguro), todavía no tenía intención de ir al supermercado y antes de entrar había estado casi una hora en el centro comercial, ya aguantar todo ese cristo para llegar a eso, los pasos de peatones  amarillos y los números de entrada, pues eso, él llega por donde hay un falso seto vegetal y un césped sintético, letreros como en una ciudad cubierta, con sus cruces y sus calles, pero no se tropieza con mucha gente, algunos jóvenes esperando a su chica ante la entrada de las tiendas o sentados junto a jardineras con plantas, llevan bolsas en las manos y él se queda mirando el tiovivo y ese caballo de plástico con los ojos azules, mira a un tipo que fotografía con el móvil a un chiquillo en uno de los cochecitos del tiovivo y arranca a andar de nuevo, sin más, no sabe si tiene sed pero se dirige hacia allá, lo sabe, al centro comercial, la gente va con amigos o en familia y estalla un chicle en la boca de una rubia teñida de pelo rizado, delante mismo de la hilera de cajas, donde se oyen los bip de los artículos bajo los lectores de códigos de barras de las cajeras, y dobla por la derecha, hacia la entrada, y una vez dentro del súper camina por las secciones, dejándose llevar por el sonido metálico de las canciones que suenan en la radio y los colores chillones de las ofertas, deja correr sus pasos y sus pensamientos por los pasillos, donde mira las baldosas blancas, las marcas de las ruedas de los carros, las huellas de los pasos, las baldosas rotas y las que han cambiado que son más claras, moviéndose y haciéndose a un lado para esquivar los carros y a la gente, pero no sé si se dirige directamente hacia las cervezas, no lo creo, se las topa casi casualmente, enseguida, a la derecha de la entrada de la tienda y no a la izquierda como creía recordar, se encuentra frente a las latas sin querer, las cervezas que coge están debajo del anaquel, las menos caras, que coge por reflejo porque nunca lleva dinero para pagarlas, ha querido una lata y no sabe por qué la ha abierto y se la ha bebido, sin moverse, sin seguir andando, sin ocultarse tampoco y con ánimo de robar otras latas para tomárselas fuera, porque, a ratos, es verdad, tiene tanta sed, necesita beber mucho, pero en esta ocasión la cosa dura poco y llegan enseguida, a cada extremo del pasillo, de dos en dos, y cuando le agarran del brazo para llevárselo, no tiene palabras para ablandarlos, no, ni siquiera lo intenta, los oye repetir que tiene que acompañarlos sin montar un número, no montes un número, le dicen, sobre todo el de pelo color paja, y de entrada lo tutean como habría hecho él si hubiera hablado con ellos individualmente, […]”

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