“y lo que ha dicho el fiscal es que un hombre
no debe morir por tan poca cosa, que es injusto morir por una lata de cerveza
que el tipo ha conservado en las manos lo suficiente para que los seguratas
puedan acusarlo de robo y jactarse, después, de haberlo identificado y elegido
entre los otros, la gente que está allí comprando, tiene tiempo para intentar,
eso mismo, intentar, correr hacia las cajas o amagar un gesto para
resistírseles, porque así podría advertir lo que son capaces de hacer los
seguratas, lo que saben, e incluso bajar los ojos y acelerar el paso, si decide
escapar caminando muy rápido, sin dejarse llevar por el pánico ni salir
corriendo, conteniendo el aliento, los dientes apretados, un movimiento, cosa
que ha hecho, no tratar de negar cuando los ha visto llegar y ellos se han, no
diré lanzado sobre él, porque se acercaban lentos y tranquilos, sin abalanzarse
en absoluto, como habrían hecho, dijéramos, unas aves de presa, no, no han
hecho eso, por el contrario, se han detenido ante él, todos ellos muy
silenciosos, más bien lentos y fríos cuando lo han rodeado y él no ha
pronunciado una sola palabra para protestar o negar porque, sí, se había bebido
una lata y habría podido darles las gracias por dejar que se la acabara, no ha
dicho una palabra y en sus ojos se ha plasmado abiertamente el miedo pero nada
más, entiendes, tan sólo tenía ganas de beberse una cerveza, ya sabes lo que
son las ganas de beberse una cerveza, quería refrescarse el gaznate y quitarse
ese sabor a polvo que tenía dentro y que no lo abandonaba, vete a saber, un día
como hoy, una tarde en que la luz era blanca como una hoja de cuchillo
reluciente bajo un neón en una cocina, se acordó del papel pintado con las
cerezas rojas y de cómo brillaban en la oscuridad, en aquella ventana blanca y
en el neón tan blanco y vibrante también, cuando él regresaba a casa a las
siete de la mañana tras haber follado a orillas del Sena, ante la mirada de
aquellos viciosos que pedían permiso para plantar el rabo entre ella y él –se
acordó de aquello y de lo bien que aprovechó el tiempo antes de morir, sí, es
cierto, pese a lo que te cuenten otros, pese a lo que tú pienses también y a lo
que te repita tu mujer porque ella cree saberlo todo, y los otros también,
dirán que tenía que pasar pero no tenía que pasar y él, antes de estar muerto
(te lo digo a ti porque eres su hermano, quería levantarte el ánimo como a él
le hubiera gustado hacerlo alguna vez, quería decirte que la vida no ha sido
tacaña con él, créeme, tenlo por seguro), todavía no tenía intención de ir al
supermercado y antes de entrar había estado casi una hora en el centro
comercial, ya aguantar todo ese cristo para llegar a eso, los pasos de
peatones amarillos y los números de
entrada, pues eso, él llega por donde hay un falso seto vegetal y un césped
sintético, letreros como en una ciudad cubierta, con sus cruces y sus calles,
pero no se tropieza con mucha gente, algunos jóvenes esperando a su chica ante
la entrada de las tiendas o sentados junto a jardineras con plantas, llevan
bolsas en las manos y él se queda mirando el tiovivo y ese caballo de plástico
con los ojos azules, mira a un tipo que fotografía con el móvil a un chiquillo
en uno de los cochecitos del tiovivo y arranca a andar de nuevo, sin más, no
sabe si tiene sed pero se dirige hacia allá, lo sabe, al centro comercial, la
gente va con amigos o en familia y estalla un chicle en la boca de una rubia
teñida de pelo rizado, delante mismo de la hilera de cajas, donde se oyen los
bip de los artículos bajo los lectores de códigos de barras de las cajeras, y
dobla por la derecha, hacia la entrada, y una vez dentro del súper camina por
las secciones, dejándose llevar por el sonido metálico de las canciones que
suenan en la radio y los colores chillones de las ofertas, deja correr sus pasos
y sus pensamientos por los pasillos, donde mira las baldosas blancas, las
marcas de las ruedas de los carros, las huellas de los pasos, las baldosas
rotas y las que han cambiado que son más claras, moviéndose y haciéndose a un
lado para esquivar los carros y a la gente, pero no sé si se dirige
directamente hacia las cervezas, no lo creo, se las topa casi casualmente,
enseguida, a la derecha de la entrada de la tienda y no a la izquierda como
creía recordar, se encuentra frente a las latas sin querer, las cervezas que
coge están debajo del anaquel, las menos caras, que coge por reflejo porque
nunca lleva dinero para pagarlas, ha querido una lata y no sabe por qué la ha
abierto y se la ha bebido, sin moverse, sin seguir andando, sin ocultarse
tampoco y con ánimo de robar otras latas para tomárselas fuera, porque, a
ratos, es verdad, tiene tanta sed, necesita beber mucho, pero en esta ocasión
la cosa dura poco y llegan enseguida, a cada extremo del pasillo, de dos en
dos, y cuando le agarran del brazo para llevárselo, no tiene palabras para
ablandarlos, no, ni siquiera lo intenta, los oye repetir que tiene que
acompañarlos sin montar un número, no montes un número, le dicen, sobre todo el
de pelo color paja, y de entrada lo tutean como habría hecho él si hubiera
hablado con ellos individualmente, […]”
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