domingo, 1 de diciembre de 2024

La tía Tula.- Miguel de Unamuno (1864-1936)

 

VII

 «Ahora, ahora que se había quedado viudo, era cuando Ramiro sentía todo lo que sin él siquiera sospecharlo había querido a Rosa, su mujer. Uno de sus consuelos, el mayor, era recogerse en aquella alcoba en que tanto habían vivido amándose y repasar su vida de matrimonio.
 Primero el noviazgo, aquel noviazgo, aunque no muy prolongado, de lento reposo, en que Rosa parecía como que le hurtaba el fondo del alma siempre, y como si por acaso no la tuviese o haciéndole pensar que no la conocería hasta que fuese suya del todo y por entero; aquel noviazgo de recato y de reserva, bajo la mirada de Gertrudis, que era todo alma. Repasaba en su mente Ramiro, lo recordaba bien, cómo la presencia de Gertrudis, la tía Tula de sus hijos, le contenía y desasosegaba, cómo ante ella no se atrevía a soltar ninguna de esas obligadas bromas entre novios, sino a medir sus palabras.
 Vino luego la boda y la embriaguez de los primeros meses, de las lunas de miel; Rosa iba abriéndole el espíritu, pero era éste tan sencillo, tan transparente, que cayó en la cuenta Ramiro de que no le había velado ni recatado nada. Porque su mujer vivía con el corazón en la mano y extendía ésta en gesto de oferta y con las entrañas espirituales al aire del mundo, entregada por entero al cuidado del momento, como viven las rosas del campo y las alondras del cielo. Y era a la vez el espíritu de Rosa como un reflejo del de su hermana, como el agua corriente al sol de que aquél era el manantial cerrado.
 [...]
 ¡Qué de recuerdos! Aquellos juegos cuando la pobre se le escapaba y la perseguía él por la casa toda, fingiendo un triunfo para cobrar como botín besos largos y apretados, boca a boca; aquel cogerle la cara con ambas manos y estarse en silencio mirándole el alma por los ojos y, sobre todo, cuando apoyaba el oído sobre el pecho de ella, ciñéndole con los brazos el talle, y escuchándole la marcha tranquila del corazón, le decía: "¡Calla, déjale que hable!"
 Y las visitas de Gertrudis, que con su cara grave y sus grandes ojazos de luto a que asomaba un espíritu embozado, parecía decirles: "Sois unos chiquillos que cuando no os veo estáis jugando a marido y mujer; no es ésta la manera de prepararse a criar hijos, pues el matrimonio se instituyó para casar, dar gracias a los casados y que críen hijos para el cielo".
 ¡Los hijos! Ellos fueron sus primeras grandes meditaciones. Porque pasó un mes y otro y algunos más y al no notar señal ni indicio de que hubiese fructificado aquel amor, "¿tendría razón -decíase entonces- Gertrudis? ¿Sería verdad que no estaban sino jugando a marido y mujer, y sin querer, con la fuerza toda de la fe en el deber, el fruto de la bendición del amor justo?" Pero lo que más le molestaba entonces, recordábalo bien ahora, era lo que pensarían los demás, pues acaso hubiese quien le creyera a él, por no haber podido hacer hijos, menos hombre que otros. ¿Por qué no había de hacer él, y mejor, lo que cualquier mentecato, enclenque y apocado hace? Heríale en su amor propio; habría querido que su mujer hubiese dado a luz a los nueve meses justos y cabales de haberse ellos casado. Además, eso de tener hijos o no tenerlos debía depender -decíase entonces- de la mayor o menor fuerza de cariño que los casados se tengan, aunque los hay enamoradísimos uno de otro y que no dan fruto, y otros, ayuntados por conveniencias de fortuna y ventura, que se cargan de críos. Pero -y esto sí que lo recordaba bien ahora- para explicárselo había fraguado su teoría, y era que hay un amor aparente y consciente, de cabeza, que puede mostrarse muy grande y ser, sin embargo, infecundo, y otro sustancial y oculto, recatado aun al propio conocimiento de los mismos que lo alimentan, un amor del alma y el cuerpo enteros y juntos, amor fecundo siempre. ¿No querría él lo bastante a Rosa o no le querría lo bastante Rosa a él? Y recordaba ahora cómo había tratado de descifrar el misterio mientras la envolvía en besos, a solas, en el silencio y oscuridad de la noche, y susurrándola, una y otra vez al oído, en letanía, un rosario de "¿me quieres, me quieres, Rosa?", mientras a ella se le escapaban los síes desfallecidos. Aquello fue una locura, una necia locura, de la que se avergonzaba apenas veía entrar a Gertrudis derramando serena seriedad en torno, y de aquello le curó la sazón del amor cuando le fue anunciado el hijo. Fue un transporte loco..., ¡había vencido! Y entonces fue cuando vino, con su primer fruto, el verdadero amor.
  El amor, sí. ¿Amor? ¿Amor dicen? ¿Qué saben de él todos esos escritores amatorios, que no amorosos, que de él hablan y quieren excitarlo en quien los lee? ¿Qué saben de él los galeotos de las letras? ¿Amor? No amor, sino mejor cariño. Eso de amor -decíase Ramiro ahora- sabe a libro; sólo en el teatro y en las novelas se oye el yo te amo; en la vida de carne y sangre y hueso el entrañable ¡te quiero! y el más entrañable aún callárselo. ¿Amor? No, ni cariño siquiera, sino algo sin nombre y que no se dice por confundirse ello con la vida misma. Los más de los cantores amatorios saben de amor lo que de oración los masculla-jaculatorias, traga-novenas y engulle-rosarios. No, la oración no es tanto algo que haya que cumplirse a tales o cuales horas, en sitio apartado y recogido y en postura compuesta, cuanto es un modo de hacerlo todo votivamente, con toda el alma y viviendo en Dios. Oración ha de ser el comer, y el beber, y el pasearse, y el jugar, y el leer, y el escribir, y el conversar y hasta el dormir, y el rezo todo, y nuestra vida un continuo y mudo "hágase tu voluntad" y un incesante "¡venga a nos el tu reino!", no ya pronunciados, mas ni aun pensados siquiera, sino vividos. Así oyó la oración una vez Ramiro a un santo varón religioso que pasaba por maestro de ella, y así lo aplicó él al amor luego. Pues el que profesara a su mujer y a ella le apegaba veía bien ahora en que ella se le fue, que se le llegó a fundir con el rutinero andar de la vida diaria, que lo había respirado en las mil naderías y frioleras del vivir doméstico, que le fue como el aire que se respira y al que no se le siente sino en momentos de angustioso ahogo, cuando nos falta. Y ahora ahogábase Ramiro, y la congoja de su viudez reciente le revelaba todo el poderío del amor pasado y vivido.»

 [El texto pertenece a la edición en español de Salvat Editores, 1969, pp. 52-55. Depósito legal: M-8.545-1969.]