La multitud
«Hay que escribir lo que se ignora. En puridad, se desconoce lo que ocurrió el 14 de Julio. Los relatos que poseemos son encorsetados o descabalados. Hay que plantearse las cosas a partir de la multitud sin nombre. Y debe relatarse lo que no está escrito. Debemos deducirlo del número, de lo que sabemos de la tasca y de la calle, del fondo de los bolsillos y de la jerga de las cosas, mondas deformadas, mendrugos de pan. El parqué se agrieta. Se divisa al grandísimo gentío mudo, masa afásica. Están allí, en la Bastilla, cada vez hay más personas en las calles de alrededor. Los que no disponen de fusiles van armados con palos, con dañinas puntas herradas, mazas, sacacorchos, ¡tanto da! Desde el Arsenal hasta Saint-Antoine, los muelles y las calles están atestados de gente. Los pordioseros, los limpiabotas, los cocheros, todos los campesinos llegados a París para buscar pitanza están allí. Los estudiantes arrancan las empalizadas, las patas de los taburetes, los brazos de las carretas. Saltan, gritan. Pesadas nube se desplazan por el cielo. Mean delante de las puertas.
¿Qué es una multitud? Nadie quiere decirlo. Una mala lista, redactada más adelante, permite ya afirmar lo siguiente: ese día, en la Bastilla, está Adam, nacido en Côte-d'Or; está Aumassip, vendedor de ganado, nacido en Saint-Front-de-Périgueux; está Béchamp, zapatero; Bersin, trabajador del tabaco; Bertheliez, jornalero, originario del Jura; Bezou, de quien no se sabe nada; Bizot, carpintero de obra; Mammès Blanchot, de quien tampoco se sabe nada aparte del bonito nombre que tiene y que parece una mezcla de Egipto y de estiércol. Está también Boehler, carretero; Bouin, zurrador; Branchon, de quien no se sabe nada en absoluto; Bravo, carpintero; Buisson, tonelero; Cassard, tapicero; Delâtre, recaudador; Defruit, herrero; Devauchelle, aguador; Drolin, cerrajero; Duffau, zapatero; Dumoulin, labrador; Duret, panadero; Estienne, desconocido; Évrard, pasamanero; Feillu, trabajador de la lana; Génard, empleado; Girard, profesor de música; Grandchamp, dorador de metales; Grenot, techador y Grofillet y Guérin y Guigon. ¡Vaya!, ya tenemos un buen puñado de mamíferos, hombrecillos de Brueghel.
Están también Guindor, baulero; Hamet, frutero; Havard, portero; Héric, desconocido; Heulin, jornalero; Jacob, del Marne; Jary, peón caminero; Jacquier, desconocido; Javau, bombero ¡y Joseph, carpintero! Son extraños los nombres, nos da la sensación de tocar a alguien. Y así, incluso cuando ya no queda nada, cuando sólo sabemos un nombre, una fecha, un oficio, un simple lugar de nacimiento, creemos adivinar, rozar. Parece que podamos entrever un rostro, un aire, una silueta. Y, entre las mandíbulas del tiempo, creemos a veces oír voces, la de Jouteau, calderero; la de Julien, camarero; la de Klug, candelero; de Kabers, el prusiano; de Kopp, el belga; de Lamouroux, el mecánico; de Lamy, trabajador portuario; de Lamboley, el bracero; de Lang, el zapatero; de Lavenne, el albañil; del hojalatero Lecomte e incluso la de Lecoq, que nos dejó más rastros que una mosca. Hay miles de tipos con delantal, con sus picas, sus hachas o sus navajas. Están Peignet, cuya madre se llama Anne Secret, cosa sublime; Richard, que acabará ciego, en los Inválidos. Sagault, que morirá dentro de una hora. Julien Bilion, que conversa, más allá, con unos compañeros. Están Poulain, bracero; Vachette, jornalero; Jonnas d'Annonay, Jacob del Bajo Rin, Secrettain de Boissy-la-Rivière y Raison y Cimetière y Conscience y Soudain y Rivière y Rivage.
Sí, abajo del todo, entre los árboles del jardín del Arsenal y las callejas del barrio de Saint-Antoine, sabemos que estaban un Plessier y un Ramelet, vendedor de tintorro, que seguramente se despepitó todo lo que pudo, ¡y un Pyot del Jura, un Raulot de ningún sitio, un Ravé de no sé dónde, un Quantin, sin señas, un Quenot! Estaban incluso un Poulet, al parecer, y un Quignon, un Rebard, un Robert, un Rogé, un Richard. Los había para todos los gustos, los había para el listín entero. Estaban un Roland con una sola ele y un Rolland con dos, estaban un Roseleur y un Rotival. ¡Ah!, qué entrañables son los nombres propios; el listín de la Bastilla es mejor que el de los dioses de Hesíodo, se nos parece más, nos refresca el cerebro. Así que, adelante, no nos detengamos, nombremos, nombremos, nombremos, recordemos a los famélicos, a los melenudos, a los napias, a los bizcos, a los tipos legales, a todo el mundo. Recordemos un instante a ese Saint-Éloy que, por una feliz casualidad de los nombres, vive en Saint-Éloi, y que se dedica al hermoso trabajo de encargado de una casa de baños; recordemos a Saveuse, el gendarme; a Sassard, el gilipollas; a Scribot, el destripaterrones; a Servant, el subalterno; a Serusier, el verdulero y a los dos Simonin, uno de Ludres, el otro de Bayona, y a Thurot, de Tournus, y al gran Athanase Tessier, a quien no conoce nadie, procedente de Gisors, solo sin duda, y que a los veintitrés años está allí, en medio de la multitud, feliz. Porque son rematadamente jóvenes los que están delante de los fosos de la Bastilla. Taboureux tiene veinte años, Thierry tiene veintiséis y el otro Thierry diecinueve, y el tercer Thierry, cuya edad desconocemos, no será mucho mayor; Tissard tiene veintitrés años, Touverey veintiuno, Tramont veinte, Tronchon veintiuno, Valin veintidós. No hay nada tan maravilloso como la juventud. Pero están también los nombres sin fecha, sin oficio, sin nada, más entrañables acaso, los Verneau, los Vichot, los Viverge, ¿quién da más? Está Perdue, alias Parfait; Paul, alias Saint-Paul; Vattier, alias Picard; Bouy, alias Valois. Bulit, alias Milor. Cadet, alias Labrié. Cholet, alias Bien-aimé. Están los padres y los hijos, los hermanos. Guillepain I y Guillepain II. Tignard I y Tignard II. Están Voisin I y Voisin II. Los dos Caqué. Los dos Camaille. Cuatro Baron. Están Berger y Bergère. Están Goutte y los dos Goutard. Están Petit, está Lenain. Está Villard, alias Commissaire. Está Becasson. Está Boulo, está Bourbier [...]
La mayoría son extranjeros. Han venido a buscar trabajo y se arraciman en los suburbios. La región de donde proceden habla el bearnés, el vasco, el berrichón, el champañés, el borgoñón, el picardo, o el poitevino, y aun el sous-patois, el maraîchin, el mâconnais, el trégorrois y así hasta el infinito.»
[El texto pertenece a la edición en español de Tusquets Editores, 2019, en traducción de Javier Albiñana Serain, pp. 84-88. ISBN: 978-84-9066-642-5.]
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