sábado, 8 de febrero de 2020

Cuentos.- Antón Chéjov (1860-1904)

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Una naturaleza enigmática

«Es un departamento de primera clase. Sobre el diván, tapizado de terciopelo frambuesa, se reclina una linda damita. Un rico abanico cruje en su mano convulsivamente cerrada. De su bonita naricilla cae a cada instante el pincenez, mientras el broche prendido sobre su pecho se alza y baja como un barquito entre las olas. Está excitada... Frente a ella, sentado en el diván, va un funcionario provincial, joven y novel escritor, autor de algunos cuentos cortos que él mismo llama "novelas de la alta sociedad" y que publica en periódicos de provincias. Éste la mira..., la mira fijamente. Con aire conocedor, observa, estudia aquella naturaleza excéntrica y enigmática. Siente que la penetra..., que la alcanza..., que tiene ya su alma entera y toda su psicología en la palma de la mano.
 -¡Oh, cómo la comprendo! -dice el funcionario, besándole la mano por el sitio en que lleva la pulsera-. ¡Esa alma sensible..., que sabe responder y comunicarse..., busca salida de un laberinto!... ¡Sí!... ¡Es terrible..., monstruosa, su lucha..., pero no pierda el ánimo! ¡Saldrá vencedora!... ¡Sí...!
 -¡Retráteme en sus escritos, Voldemar! -dice la damita sonriendo tristemente-. ¡He tenido una vida tan llena..., tan variada..., tan abigarrada!... Lo principal, sin embargo, es que soy una desdichada... ¡Una mártir del género de las de Dostoievski!... ¡Muestre al mundo mi alma, Voldemar!... ¡Muestre esa pobre alma!... Usted es un gran psicólogo. ¡No llevamos siquiera una hora aquí sentados, hablando, y ya me ha comprendido usted toda..., toda!
 -¡Oh, cuénteme!... ¡Le suplico que me cuente...!
 -Escuche, entonces. Nací en una pobre familia de funcionario... Mi padre era bueno, inteligente..., pero ya sabe... El espíritu de los tiempos... y del ambiente..., vous comprenez?... Yo no culpo a mi pobre padre... ¡Bebía..., jugaba a las cartas..., sobornaba!... Mi madre... ¡bueno!... ¿Para qué hablar?... La necesidad, la lucha por el pedazo de pan, la conciencia de su nulidad... ¡Ah!... No me obligue a recordar... Tuve que abrirme camino sola... Luego..., la instrucción deficiente que dan en el Instituto, la lectura de novelas necias, la juventud con sus defectos, el primer tímido amor... ¿Y la lucha contra el ambiente?... ¡Terrible!... ¿Y la duda? ¿Y el sufrimiento que produce la falta de fe en la vida y en sí misma?... ¡Usted, que es escritor y conoce a las mujeres, comprenderá!... Para mi desgracia, además, he sido dotada con una naturaleza amplia... Esperaba la felicidad (¡y qué felicidad!)… Deseaba existir... ¡Sí!... ¡Existir como ser humano! ¡En esto veía mi felicidad!
 -¡Maravillosa! -murmura el escritor besándole la mano por el sitio de la pulsera-. ¡No es a usted a quien beso, sino a todo el sufrimiento humano!... ¿Se acuerda usted de Raskolnikov?... ¡Así besaba él!
 -¡Oh, Voldemar! ¡Yo, como toda mujer, necesitaba la gloria..., el ruido..., el brillo!... ¿Para qué falsas modestias?... ¡Lo que yo deseaba era algo extraordinario…, no femenino!... Pero entonces...., entonces..., en mi camino surgió... un general viejo y rico... ¡Compréndame, Voldemar!... Aquello fue un sacrificio, un renunciamiento... ¡Compréndame!... Yo no podía obrar de otra manera. Hice rica a mi familia, viajé, repartí beneficios a mi alrededor... pero ¡cuánto sufrí! ¡Qué insoportables fueron para mí los ruines y vulgares abrazos de este general!... (aunque para hacerle justicia hay que decir que en sus tiempos supo luchar como un valiente). Había momentos terribles..., terribles..., pero la idea de que el viejo moriría un día y podría entonces empezar a vivir según mi deseo, entregarme a un hombre amado y ser feliz..., me daba fuerzas. ¡Y este hombre existe, Voldemar!... ¡Dios sabe que existe! -la damita agita con rapidez el abanico y su rostro adquiere una expresión llorosa-. El viejo, en efecto, murió -dice-, dejándome algunos bienes, y ahora estoy libre como el pájaro... ¡Ahora es precisamente cuando puedo tener una vida feliz! ¿No es verdad, Voldemar?... La felicidad llama a mi ventana... No tendría que hacer más que dejarla entrar... ¡Pero no, Voldemar!... ¡Escúcheme, se lo suplico!... Este sería el momento de entregarme al ser amado, de ser su compañera, su ayudante, de compartir sus ideales..., de ser feliz..., ¡de descansar!... Pero ¡ay!... ¡Qué vulgares, necias y feas son, sin embargo las cosas de este mundo!... ¡Qué vil es todo, Voldemar!... ¡Soy una desdichada!... ¡Una desdichada!... ¡Una desdichada!... ¡En mi camino ha surgido otro obstáculo, y otra vez siento lejos..., lejos..., mi felicidad! ¡Oh, qué sufrimiento tan grande es el mío!... ¡Si usted lo supiera!... ¡Oh, qué gran sufrimiento!
 -Pero, ¿qué obstáculo es ese que hay en su camino?... ¡Cuénteme, se lo suplico!... ¿Qué le ocurre?
 -¡Otro viejo rico...!
 El abanico, roto, esconde la linda carita. El escritor apoya su muy pensativa cabeza sobre el puño cerrado, suspira y con aire de psicólogo y de conocedor queda meditabundo. La locomotora silba, lanza resoplidos, y el sol poniente enrojece las cortinas de las ventanillas.»

   [El texto pertenece a la edición es español de Ediciones Orbis, 1982, en traducción de E. Podgursky y A. Aguilar. ISBN: 84-7530-042-1.]

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