lunes, 27 de noviembre de 2017

"Epístolas árabes del siglo XI".- Abul Al-Maarri (973-1058) y otros


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Epístola del perdón
Viaje al Infierno: los genios.

«-¿Cuál es tu nombre, anciano? -dijo el jeque.
 -Soy Jayta'ur, uno de la tribu de los Banu Saysaban. No descendemos de Iblis; pertenecemos a los genios que vivieron en la tierra antes de Adán, ¡Dios le bendiga!
 -Infórmame acerca de los versos de los genios, puesto que un hombre llamado al-Marzubani reunió una buena colección -siguió el jeque.
 El anciano se opuso:
 -Ese libro es un puro delirio; no se puede tener confianza en lo que dice. ¿Cómo van a saber los hombres qué es poesía? Pues del mismo modo que los bueyes qué es astronomía o topografía. Los hombres sólo conocen los quince metros de la prosodia. ¡Bien poco es! Nosotros tenemos miles de metros de los que los hombres jamás han oído hablar. Lo que les pasa por la mente les ha sido sugerido por nuestros niñitos desobedientes. Lo que se les ha dado es como un palillo comparado con el bosque del valle de Na'aman. Yo mismo he compuesto uno o dos ciclos de versos, en rachaz y en qasid, antes de que Dios creara a Adán. He oído que vosotros, comunidad de los hombres, tarareáis la casida de Imru-l-Qays que empieza: "¡Deteneos! ¡Lloremos en recuerdo del amigo y de su morada!" que aprenden los muchachos en las escuelas. Si tú quieres, te dictaré mil palabras del mismo pie prosódico que riman en li, otras tantas en lu, en la, en lah, luh, lih. Todas ellas pertenecen a uno de nuestros poetas que murió mientras aún era infiel y ahora se encuentra alimentando el fuego en los pisos del Infierno.
 El jeque -¡Dios bendiga su época con la felicidad!- exclamó:
 -¡Anciano! ¡Conservas toda tu memoria!
 -No somos como vosotros, hijos de Adán, a quienes vence el olvido y la humedad. Vosotros fuisteis creados de arcilla moldeable; nosotros, del fuego llameante.
 La pasión por las letras llevó al jeque a pedir al anciano:
 -¿Por qué no me dictas un fragmento de esos versos?
 -Si quisiera -le replicó-, te dictaría tal cantidad que las monturas no podrían soportar el peso ni habría páginas suficientes en tu mundo para contenerlos.
 El jeque -¡nunca se termina su alta decisión!- pensó poner por escrito algún fragmento, pero enseguida se dijo: "En la vida mundanal me esforcé en reunir textos literarios y sólo obtuve bagatelas. Cuando me aproximaba a los grandes, sólo ordeñaba una camella avara de su leche... no voy a abandonar las delicias del Paraíso y dedicarme a copiar las obras de los genios. Ya sé suficiente literatura y el olvido alcanza a todos los escritores del Paraíso. Ahora soy, de entre éstos, el que más y mejor conserva los textos en la memoria. ¡Dios sea loado!" Volviéndose hacia el anciano, le preguntó:
 -¿Cuál es tu alcurnia para poder honrarte con ella?
 Abu Hadras le contestó:
 -Engendré todos los hijos que Dios quiso y hoy constituyen tribus. Unos se encuentran en el fuego ardiente y otros en estos jardines.
 El jeque insistió:
 -Dime, Abu Hadras, ¿por qué tienes aspecto de viejo mientras que los habitantes del Paraíso parecen jóvenes?
 -Los hombres -explicó- fuisteis honrados con este detalle y nosotros lo fuimos con otro: se nos dio el poder de metamorfosearnos en la vida pasada. Si uno de nosotros quiere transformarse en una serpiente, en un pájaro o en una paloma, puede hacerlo; pero se nos ha prohibido hacerlo en la última morada y se nos ha dejado con nuestra configuración invariable, a diferencia de los descendientes de Adán, a los que se ha embellecido. Así, uno de ellos dijo: "A los hombres se nos dio la astucia y a los genios la metamorfosis". Los hijos de Adán me trataron mal -añadió Abu Hadras- y yo se lo devolví. Una vez entré en una casa deseando hacer mía a una de sus hijas, adoptando la forma de una gran rata. Lanzaron contra mí a los gatos; cuando me rodearon, me transformé en un áspid y me deslicé debajo de unos troncos que allí había; cuando se dieron cuenta, los retiraron. Al temer que me mataran, me transformé en aire ligero y ascendí a los travesaños del techo de la habitación.  Los desmontaron, pero no vieron nada. Empezaron a pensar y dijeron: "Aquí no hay ningún sitio en que pueda ocultarse". Mientras ellos pensaban así, yo me lancé sobre la muchacha de pechos bien formados. En cuanto me vio, tuvo un ataque de epilepsia. Sus familiares se acercaron con hechiceros, trajeron médicos y gastaron mucho en ellos. Los hechiceros nos cesaron de exorcizarme, pero no les respondí. Los médicos le dieron de beber sus drogas, pero me amarré a ella y no cejé. Cuando le alcanzó la muerte, busqué otra que le sustituyera, y así sucesivamente, hasta que Dios permitió que me arrepintiese y ganara su recompensa. Desde entonces no he dejado de alabarle con poemas como:
 
 Alabo a quien ha borrado mis crímenes
 y los ha apartado de mí. Ahora, mis pecados han sido perdonados.
 Amé en las tierras de Córdoba
 a una muchacha. Y en China, a otra, a la hija de yagbur*...
 
-¡Estupendo, Abu Hadras!- exclamó el jeque-. Dominas hasta lo más difícil. ¿Cómo son vuestras lenguas? ¿Hay entre vosotros árabes que no entiendan el griego o griegos que no entiendan el árabe, conforme ocurre entre los hombres?
 -¡Déjate de eso! -contestó el genio-. Han sido ya perdonados por Dios. Nosotros somos listos e inteligentes y, en consecuencia, no nos es necesario conocer todas las lenguas humanas. Tenemos, además, nuestra propia lengua que desconocen los hombres. Yo fui quien predicó a los genios enseñándoles el Libro que descendió del Cielo. Viajaba de noche con unos compañeros desde Jabil hacia el Yemen. Al cruzar por Yatrib, en la época en que maduran los dátiles, oímos "una Predicación maravillosa que conduce a la rectitud. Creemos en ella. No asociamos nada a nuestro Señor". Yo volví junto a los míos y les expliqué lo ocurrido. En tropel se precipitaron a abrazar la fe. Les convenció también el haber sido lapidados con estrellas de fuego cuando se acercaron al Cielo para oír lo que se decía.
 -Abu Hadras -preguntó el jeque-. Infórmame tú que te cuentas entre los bien informados: ¿existían las lluvias de estrellas en la época preislámica? Hay gentes que afirman que éstas empezaron en la época del Islam.»
 
* Título que los árabes daban al emperador de China.

 [El extracto pertenece a la edición en español de Círculo de Lectores, en traducción de Julio Samsó y Leonor Martínez. ISBN: 84-226-7097-6.]

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