«Los folletos no hablaban para nada de la muerte de Cecilia y ahondaban, en cambio, en las causas del suicidio en general. Por ellos nos enteramos de que en Estados Unidos se producían ochenta suicidios diarios, a razón de uno cada dieciocho minutos, lo que sumaba treinta mil suicidios al año; que cada minuto había un intento de suicidio y que alguno llegaba a término; que por cada tres o cuatro varones se suicidaba una mujer, pero que éstas lo intentaban en un número tres veces superior al de los hombres; que entre los suicidas había más blancos que personas no blancas; que en los últimos cuarenta años se había triplicado el número de suicidios entre los jóvenes (15-24); que el suicidio era la segunda causa de muerte entre los estudiantes de segunda enseñanza; que la cuarta parte de todos los suicidios se producía en el grupo de edad comprendido entre los quince y los veinticuatro años pero que, contrariamente a lo que pudiera pensarse, el índice más alto de suicidios se daba entre los varones de raza blanca mayores de cincuenta años. Hubo muchos hombres que afirmaron posteriormente que los miembros de la junta de la Cámara de Comercio local -el señor Babson, el señor Laurie, el señor Peterson y el señor Hocksteder- habían demostrado una gran previsión al predecir la publicidad negativa que el miedo al suicidio reportaría a nuestra ciudad, así como la posterior disminución de la actividad comercial. Mientras duró la racha de suicidios, y durante un cierto tiempo después, la Cámara de Comercio se ocupó menos de la afluencia de compradores negros que de la disminución de los blancos. Hacía años que afluían negros, generalmente mujeres, que se mezclaban con nuestras sirvientas. El centro comercial de la ciudad se había deteriorado hasta tal punto que la mayoría de los negros no tenían ningún otro sitio al que acudir. No era casualidad que pasaran por delante de nuestros escaparates en los que se exhibían elegantes maniquíes luciendo faldas de color verde, alpargatas rosa, monederos azules con broches formados por dos ranas doradas unidas en un beso. A pesar de que siempre habíamos preferido hacer de indios que de vaqueros, y que considerábamos que Travis Williams era el que mejor pateaba y Willie Horton el que mejor le pegaba, nada nos molestaba tanto como una persona negra comprando en Kercheval. No podíamos por menos de preguntarnos si ciertas "mejoras" del Village no habían obedecido al deseo de ahuyentar a los negros. La figura del escaparate de la tienda de vestidos, por ejemplo, tenía una cabeza terriblemente puntiaguda y cubierta con una capucha, mientras que el restaurante había eliminado el pollo frito de la carta sin que mediase explicación alguna. Sin embargo, nunca llegamos a saber si estas modificaciones habían sido planificadas, puesto que apenas comenzaron los suicidios la Cámara de Comercio dirigió toda su atención hacia una "Campaña en favor del Bienestar". Bajo el disfraz de educación sanitaria, la Cámara colocó unos avisos en los institutos donde facilitaba información acerca de una gran variedad de contingencias, desde el cáncer rectal a la diabetes. Se autorizó a los Hare Krishna a que entonaran sus cánticos con la cabeza afeitada y sirvieran gratuitamente alimentos vegetales azucarados. A todo esto vinieron a sumarse los folletos verdes y las sesiones de terapia familiar en las cuales los hijos describían sus pesadillas. Willie Kuntz, que asistió a una de ellas obligado por su madre, dijo:
-No querían dejarme salir hasta que me echara a llorar y dijera a mi madre que la quería. Y así lo hice. Pero lo de llorar fue pura farsa. Me restregué los ojos hasta que me escocieron y la cosa dio resultado.
Sometidas a creciente escrutinio, las chicas se las arreglaron para no llamar la atención en la escuela. Sus diferentes imágenes de la época se mezclan con la imagen general del grupo moviéndose a través del vestíbulo central. Pasaban por debajo del gran reloj de la escuela cuando la negra manecilla de los minutos señalaba hacia abajo en dirección a sus frágiles cabezas. Siempre creímos que el reloj acabaría cayendo, pero nunca ocurrió, y tan pronto como las chicas sorteaban el peligro, sus faldas se hacían transparentes con la luz que llegaba del otro extremo del vestíbulo revelando sus piernas. No obstante, si las seguíamos, la chicas se desvanecían y, al mirar en las clases donde podían haber entrado, veíamos cualquier rostro menos el de ellas, o les perdíamos el rastro e íbamos a parar a la escuela elemental, entre un remolino incomprensible de pinturas hechas con el dedo. El olor a huevo de la pintura al temple todavía nos retrotrae a aquellas inútiles persecuciones. Los corredores, limpiados durante la noche por solitarios conserjes, estaban en silencio, y nosotros seguíamos una flecha trazada a lápiz por algún niño a lo largo de quince metros de pared diciéndonos a nosotros mismos que esta vez hablaríamos con las chicas Lisbon y les preguntaríamos qué les preocupaba.
[...] Conservamos algunos documentos de aquella época (documentos número trece y número quince): las evaluaciones de química de Therese, el trabajo de historia sobre Simone Weil que escribió Bonnie, las frecuentes excusas falsificadas que presentaba Lux para saltarse las clases de educación física. Utilizaba siempre el mismo procedimiento: imitaba las rígidas t y b de la firma de su madre y después, para diferenciar su propia caligrafía, firmaba debajo con su nombre a lápiz, Lux Lisbon, con las dos L mayúsculas inclinadas juntándose por encima del foso de la u y del alambre espinoso de la x. También Julie Winthrop solía saltarse la clase de gimnasia y pasaba muchas horas con Lux en el vestuario de las chicas.
-Solíamos encaramarnos a los armarios y fumábamos -nos contó-. Desde abajo no podía vernos nadie y, si entraba algún profesor, no podía saber de dónde venía el humo. Se figuraban que alguien había estado allí fumando pero que ya se había marchado.
Según Julie Winthrop, ella y Lux no eran más que "compañeras de pitillo", y subidas en lo alto de los armarios apenas hablaban, ya que estaban demasiado atentas a aspirar el humo o a escuchar los pasos de alguien que pudiera acercarse. Dijo que Lux sólo era fría en apariencia y que posiblemente su frialdad no era más que una reacción frente al dolor.
-Decía continuamente: "Estoy hasta las narices de la escuela" o "Me falta tiempo para marcharme de aquí". Pero eso, en realidad, lo pensábamos todos. [...]
Nuestros profesores recordaban de maneras muy distintas a las chicas durante ese período, y la opinión dependía bastante de la asignatura que enseñasen. El señor Nillis decía de Bonnie:
-No se establecía contacto con ella. No puede decirse que hiciéramos buenas migas.
En tanto que el señor Lorca dijo de Therese:
-¡Una gran chica! Me parece que cuando era más pequeña debió de ser más feliz. Así son el mundo y el corazón de los hombres.»
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