lunes, 1 de febrero de 2021

Pequeño tratado de los grandes vicios.- José Antonio Marina (1939)

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Segunda parte: Los vicios capitales
Tercer vicio: la envidia
1.-Una pasión compleja

  «Ninguna de las pasiones y vicios estudiados cumple las condiciones populares de la pasión: una intensidad deseable. Pero tampoco merecen ser erradicadas. Porque hay un afán de excelencia elogiable y una ira justa. Con la envidia las cosas están menos claras. Es una pasión que hace sufrir y que parece difícil de transfigurar, integrándola en el dinamismo de la anábasis. Es un sentimiento juzgado malo sin apelación en todas las culturas, triste privilegio que comparte con la cobardía y la avaricia. La envidia es incluso considerada vergonzosa por el propio sujeto que la padece, razón por la que, como ya señalara Luis Vives, “nadie se atreve a decir que es envidioso”. Es un sentimiento –la tristeza por el bien del que otro disfruta-, pero en ciertas personas se convierte en una pasión, es decir, en un sentimiento desmesurado, monotemático, obsesivo, que abduce la conciencia entera. La novela Abel Sánchez, de Unamuno, cuenta uno de esos casos. Esta invasión de la mente nos permite entender mejor el significado de la expresión “vicios capitales”. La envidia, como veremos, altera todo el dinamismo afectivo de una persona. Para Castilla del Pino, es un “modo de instalarse en la realidad”. Se convierte en una forma de vida oblicua. Es casi una enfermedad, aunque, al contrario de un cercano pariente suyo –los celos-, no produce conductas patológicas, como los delirios.
 Pero la envidia no es voluntaria. Es el resultado consciente de una compleja alquimia no consciente. Está producida por la inteligencia generadora. No puede, por lo tanto, juzgarse mala,  porque sólo los actos voluntarios pueden someterse a esa evaluación moral. El envidioso, es cierto, puede desear la desdicha del envidiado, pero eso no quiere decir que vaya a comportarse cruel o injustamente con él. A veces, precisamente por la inquietud que le produce ese sentimiento, se esfuerza hasta la exageración en elogiar, proteger o alabar al envidiado. Quien experimenta el sentimiento de envidia puede reconocerlo en sí mismo. Pero quien siente la pasión de la envidia no. Toda su capacidad crítica, de autoconocimiento, ha quedado falseada por la pasión. No puede reconocer que es envidioso. Piensa que su sentimiento de dolor o de ira ante el éxito del envidiado está justificado. Suele por ello tener un afán proselitista. Intenta convencer a los demás de que es injusto lo que a él le mortifica, que el otro, que disfruta de la prosperidad o del prestigio, es un farsante que debe ser desenmascarado. Al envidioso no le interesa arrebatar sus bienes al envidiado, eso es una envidia infantil. Le interesa que el envidiado sea humillado, desacreditado, puesto en su sitio.

2.-Volvamos al principio

 Había buenas razones para que la envidia formara parte del catálogo de los vicios capitales cristiano. En la Biblia se lee: “Por la envidia del diablo entró la muerte en el mundo” (Sab 2,24). Previamente, el ángel se había convertido en diablo por un acto de soberbia: quiso ser como Dios. Pero además sintió envidia al ver que Dios amaba a una criatura inferior a él, y por eso tentó a Adán y Eva. Pronto, los hombres fueron imitadores del demonio: por envidia, Caín mató a Abel; Esaú se enfrentó a Jacob; José fue vendido por sus hermanos; David persiguió a Saúl. Los primeros teólogos comprendieron el peligro. Cipriano (siglo III) la definió como “la raíz de todos los males, fuente de infortunio. Vivero de delitos” (De zelo et livore, 6). No hay enemigo más peligroso, dice Juan Crisóstomo (siglo IV), porque “una vez desaparecida la causa de la guerra, el que combate pierde todo sentimiento de hostilidad; por el contrario, el envidioso no podrá ser nunca amigo. Uno ataca al descubierto, otro disimulando. Uno puede invocar numerosas causas posibles para la guerra que libra; mientras que el otro no tiene más que su locura y su voluntad satánica” (In epistolam ad Romanos homiliae, VII, 6). Añadía gravedad a la envidia el que incluso los niños pudieran experimentarla. Casiano la incluyó ya en su catálogo, advirtiendo que es el vicio más difícil de curar (Consolationes, XVIII, 16). Gregorio la pone en segundo lugar después de la soberbia y una vez más hace escuela.

 Envidia significa etimológicamente “mirar con mal ojo”. Covarrubias recoge la etimología “in-video”, porque la envidia mira siempre con mal ojo, y por eso dijo Ovidio de ella: “Nusquam recta acies”. Algo así como: nunca mira derechamente. “Es un dolor, concebido en el pecho, del bien y prosperidad agena. Su tossigo es la prosperidad y buena andança del próximo, su manjar dulce la adversidad y calamidad del mismo; llora quando los demás ríen y ríe quando todos lloran. Entre las demás emblemas mías, tengo una lima sobre un yunque con el mote Carpit et carpitur una. Símbolo del embidioso que royendo a los otros, él está consumiendo el propio corazón”. Los envidiosos aman la oscuridad. Su mirada está envenenada como la del basilisco. Dante describe la masa ondeante de los envidiosos en el purgatorio: “un hilo de hierro une sus párpados”.
 Todos los tratadistas medievales se extrañan porque es un pecado que no procura ni placer ni alegría, sino sólo dolor. “Es un tormento sin pausa, una enfermedad sin remedio, una fatiga sin descanso, una pena continua” (Alain de Lille, siglo XII). Es un suplicio para sí misma, había dicho ya Ovidio en las Metamorfosis. El envidioso ve en el bien del otro un mal para sí mismo. Es, pues, una perversión del juicio capaz de ver malo lo bueno. “Transforma el vino en agua, el oro en cobre, el día en noche”, dice Juan de San Gimignano.
 ¿Qué impulsa al envidioso a semejante inversión de la realidad? Un peligro para su excelencia, responde Tomás de Aquino. La posibilidad de no ser el preferido, el más estimado, el más amado. Esa comparación sólo puede hacerse con los que están a la misma altura, como dijo Aristóteles. En el fondo, el envidioso es un orgulloso defraudado en su voluntad de excelencia. La tradición –Agustín, Casiano, Gregorio y muchos otros- había visto en la soberbia el origen de la envidia. Luis Vives había señalado que es hija de la soberbia y de la pequeñez, porque nadie que confía en su valía envidia los bienes de otro. El envidioso vigila las venturas del envidiado, rebaja sus méritos o, al contrario, los ensalza desmesuradamente, movido por el remordimiento. Cree percibir cuando en realidad interpreta. Joaquín de Montenegro, el protagonista de la novela de Unamuno, arrebatado por su pasión, no cree que sea envidia lo que siente. Piensa que percibe objetivamente la malignidad de sus envidiados. “Ellos se casaron por rebajarme, por humillarme, por denigrarme, ellos se casaron para burlarse de mí, ellos se casaron contra mí”. 
El envidioso desea “ser el preferido, por eso tiene una parte de soberbia. Pero también una extrema debilidad. “El error del envidioso”, escribe Castilla del Pino, “al inaceptarse a sí mismo y proponerse ser otro, hace de su vida un proyecto imposible”. “Sufre”, dice Alberoni, “por una carencia de ser, una carencia que es evocada por la presencia del otro”.
 Lo que el envidioso no puede tolerar es que alguien pueda disfrutar más que él. Un ejemplo citado por Juan de Salisbury (siglo XII) lo muestra: “Un rey pidió a dos hombres, uno avaro y otro envidioso, que le pidieran lo que quisieran, porque se lo concedería y daría al otro el doble. El avaro decide no pedir el primero, porque así recibirá más. El envidioso, después de larga meditación, pide que le arranquen un ojo, porque así al otro le sacarán los dos” (Policraticus, VII, 24).
[…]


4.-Una caracterización moderna de la envidia

  La envidia es una relación asimétrica a favor del envidiado, que es vivida como intolerable por el envidioso. La envidia no se dirige al bien, no es codicia, sino que va dirigida al otro. Por eso está tan cercana al odio. Eso explica por qué en la lista de los vicios capitales no está el odio que, sin embargo, parece que debería ser el vicio capital. Los analistas de la perversidad consideran que el odio es efecto de otras pasiones más profundas. Por ejemplo, la envidia, a la que Kant incluía dentro de los vicios de la misantropía junto a la ingratitud y la alegría por el mal ajeno. El envidioso no quiere tanto arrebatarle el bien al envidiado como verlo hundido, humillado, desdichado. Tomás de Aquino relaciona la envidia y el odio porque ambos son pecados contra la caridad (Sum. Theol., 2-2, q. 36). Una barrera se eleva entre el envidioso y el resto de los hombres, por eso, como dice Schopenhauer, es una pasión solitaria. […]
 Se ha convertido en una pasión política. Helmut Schoeck la considera un motor del progreso económico y social. Se basa en la percepción de una diferencia que se considera injusta y que es intensificada por las creencias igualitarias. Cuando se une a un sentimiento de impotencia, la envidia se convierte en resentimiento. Nietzsche lo consideró origen de la moral, que era la victoria del débil contra el fuerte, del enfermo frente al sano, o, por usar el lenguaje que he utilizado, de la víctima frente a su verdugo.»
 
   [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Anagrama, 2011, pp. 99-104 y 106-107. ISBN: 978-84-339-6336-9.]
 

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