jueves, 25 de febrero de 2021

El húsar en el tejado.- Jean Giono (1895-1970)

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Capítulo decimotercero

 «-Todo es excelente –dijo el hombre-. Si me tomo la molestia de hablarle del cólera, va a quedar asombrado. Ha visto cómo campaba a sus anchas por todas partes, y eso le ha hecho pensar que había bastantes cosas que ocultar, lo cual le resulta fácil, porque es joven; pero ver cómo invade un cuerpo el cólera es algo que predispone a la franqueza. Sin embargo, para tener un conocimiento, aunque sólo sea aproximado, de esas suntuosas panateneas es necesario, ante todo, familiarizarse con los paisajes en los que se desarrollan esas fiestas. El hígado, el bazo y el estómago, de los que le he hablado hace un rato, son palabras que enseguida están dichas, pero ¿qué son en realidad? ¿Qué son, sobre todo, antes de que uno esté tendido en la mesa de mármol de las autopsias? Llegados a este punto, no sirven ya para gran cosa. Son pequeños fuegos de artificio, cuentecillos, apenas útiles para influir en la opinión pública y mantener el decoro. Pero hoy día, para usted y para mí, por ejemplo, y para esa enorme multitud, fíjese bien, de hombres y mujeres vivos y que van a seguir viviendo, ¿qué es todo eso? No es mi intención soltarles un discursillo; no se trata, ni mucho menos, de anatomía. Un hígado de adulto, colocado en posición vertical y rebosante de salud en un hombre o una mujer, es un hermoso órgano. Aquí no necesitamos a Claude Bernard. Bernard nos dice que el hígado fabrica azúcar. Según él, ¿estamos más seguros en el mar si sabemos que fabrica sal? Si queremos tener una pequeña idea de la aventura humana no necesitamos a Claude Bernard, sino a La Pérouse y a Dumont d’Urville, o, mejor aún, a los grandes descubridores visionarios como Cristóbal Colón, Magallanes, Marco Polo. He disecado todo el hígado humano que he querido con mis bisturíes. Me he asegurado los lentes sobre las narices y he dicho: “Vamos a ver” como todo el mundo. ¿Qué he visto? Que en ocasiones estaba infartado o corrompido, congestionado u obstruido, y que a veces se adhería al diafragma. ¡Valientes enseñanzas!
 Les explicó entonces su huésped a Angelo y la joven dama, que sostenía la teoría de que el hígado es semejante a un extraordinario océano, en el que la sonda no toca jamás fondo y que conduce a Malabares, a Américas, a suntuosas navegaciones por espacios que se extendían entre el azul del cielo y el azul del mar. Como era de prever, ello le había valido ser tratado de espíritu no científico, y hasta de asno, por clínicos que, como cualquier hijo de vecino, atribuían sus cóleras y sus indignaciones a su hígado sin pararse a pensar ni por un momento que si esa falta de lógica era producto del azúcar, se trataba en todo caso de un azúcar con el que sería difícil que endulzaran su café.
 […]
 -Porque, denme ustedes un hígado y un esqueleto, de hombre o de mujer, ad libitum. Meto lo uno dentro de lo otro y ya tenemos con qué emprender, lograr o malograr todas las vicisitudes de la vida meditativa o de la vida en sociedad. Asesino a Fualdès y a Paul-Louis Courier. Compro negros, los manumito, hago con ellos paté o los utilizo para la política partidista en las asambleas consultivas. Invento, fundo la Compañía de Jesús y la hago funcionar, amo, odio, acaricio y mato, sin hablar de la mano de mi hermana en el pantalón del zuavo que asegura la perennidad de la especie.
 […]
 Paréntesis. El hombre quería destacar lo bien fundamentada que estaba su manera de ver las cosas. El cólera es una enfermedad más compleja de lo que parece; no se transmite por contagio, sino por proselitismo. Antes de ir más lejos era necesario considerar una cosa muy importante. Supongamos que tenemos a un hombre, o a una mujer, abierto de la cabeza a los pies como un buey en el mostrador sobre el cual se inclina el facultativo con todo su instrumental. Este último puede saber muy bien de qué ha muerto el hombre, o la mujer. Pero el sentido profundo del “porqué” es otro asunto. Un asunto que, para ser esclarecido, necesitaría el conocimiento de “cómo” ha vivido ese hombre o esa mujer. Ocurre que ese hombre, o esa mujer, ha amado, odiado y mentido y ha sido objeto del amor, el odio y las mentiras de los demás. Pero de eso no queda ninguna huella en la autopsia. Ese hombre, o esa mujer, ha amado y yo lo ignoro. Ha odiado, sin que yo sepa a quién  ni de qué manera. Ha gozado y sufrido: ¡todo es polvo! ¿Quién nos asegura que no hay ninguna relación, ni próxima ni remota, entre esta bilis verdosa que llena los intestinos y el amor? Cuando es un amor verdadero, profundo, tal como debe ser, y ha durado diez o veinte años, incluso aunque haya sido sentido por diversas personas, se lo concedo, ¿quién me garantiza que el odio y los celos no sean responsables, al menos en parte, de esas manchas purpúreas y lívidas, de esa carbonilla interna que descubro en los folículos mucosos del intestino? ¿Quién sostendría que la centella azul del goce, llena de pavos reales salvajes, se ha abatido miles de veces sobre este organismo sin dejar huellas en él? ¿Serán acaso éstas que estoy viendo? Cerremos el paréntesis.
Resultado de imagen de el husar en el tejado  -No, señorita, no he hablado del corazón: es una labor femenina. Es un león que llevamos bordado en la camisa. Nada hay que se le asemeje en mis autopsias. En el lugar que usted me indica hallo una bomba aspirante y expelente que hace su trabajo y, cuando se para, uno lo nota enseguida. Deje tranquilos a San Vicente de Paul y compañía. Viene de otra parte. Viene del océano violeta. Emerge de las aguas profundas, reluciente de ese extraño azúcar tan caro a Claude Bernard. Es una variante de “Venus aferrada por completo a su presa”. Con jugo gástrico soy capaz de fabricarle toda la clemencia, igual a la de Augusto, que quiera, y don Juan sólo me pide un segundo de distracción en mi dosis. El libre arbitrio es un manual de química.
 Esperaba ver en sus oyentes un arranque de orgullo. Pero no se producía. ¿No? ¿Seguro?
 -Quiero hacerles notar –les dijo- que esa supuesta humildad que muestran ustedes es resultado, simplemente, de la pereza ocasionada por la digestión, cerca de un buen fuego, tras un opíparo almuerzo y mientras fuera hace un tiempo extraordinario, un tiempo que continúa, si no me equivoco, y que hasta encrespa y se embellece más. Y también, para qué vamos a engañarnos, por el placer evidente que experimenta todo el mundo cuando me escucha discurrir sobre este tema. Pero en su interior ustedes están absolutamente convencidos de que no tienen nada de común con esas combinaciones químicas. Acarician subrepticiamente el león bordado sobre su camisa. Debajo tienen lo más íntimo de su ser. Y lo más íntimo del propio ser, en los dos sexos, es muy sensible.
 Pues bien, no quiero que lo ignoren por más tiempo: el cólera no es una enfermedad: es un arranque de orgullo. Un arranque de orgullo a escala de las grandes profundidades y de las vastas extensiones de que les he hablado hace un rato; a escala de las extrañas posibilidades de esas extensiones y abismos. Una hipertrofia de las florituras, por así decirlo; un organillo a la medida de una química desmesurada; el león bordado que se apoya en lo más íntimo de sus seres y que, de repente, adquiere un cuerpo y unas proporciones antediluvianos. Todo eso termina, desde luego, en la ineluctable química. Pero ¡qué hermoso fuego de artificio!
 ¿Saben cuál es el mejor atlas anatómico? Es un mapa, un mapa de la Ternura con unas Indias Orientales de verdad. Donde cuando es mediodía en París son las cinco de la mañana en Ceilán, mediodía en Tahití y las seis de la tarde en Lima. Mientras que un camello agoniza entre el polvo del Karakorum, una modistilla bebe champán en el Café Inglés, una familia de cocodrilos baja por el Amazonas, un manada de elefantes atraviesa el ecuador, una vicuña cargada con borato de sosa le escupe a la cara al arriero que la conduce en un sendero de los Andes, una ballena flota entre el Cabo Norte y las Lofoten y se celebra la fiesta de la Virgen en Bolivia. El globo terráqueo gira, no se sabe por qué ni cómo, en la soledad y las tinieblas.»

   [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Anagrama, 1998, en traducción de Francesc Roca, pp. 395-399. ISBN: 84-339-0686-0.]

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