Capítulo decimotercero
«-Todo
es excelente –dijo el hombre-. Si me tomo la molestia de hablarle del cólera,
va a quedar asombrado. Ha visto cómo campaba a sus anchas por todas partes, y
eso le ha hecho pensar que había bastantes cosas que ocultar, lo cual le
resulta fácil, porque es joven; pero ver cómo invade un cuerpo el cólera es
algo que predispone a la franqueza. Sin embargo, para tener un conocimiento,
aunque sólo sea aproximado, de esas suntuosas panateneas es necesario, ante
todo, familiarizarse con los paisajes en los que se desarrollan esas fiestas.
El hígado, el bazo y el estómago, de los que le he hablado hace un rato, son
palabras que enseguida están dichas, pero ¿qué son en realidad? ¿Qué son, sobre
todo, antes de que uno esté tendido en la mesa de mármol de las autopsias?
Llegados a este punto, no sirven ya para gran cosa. Son pequeños fuegos de
artificio, cuentecillos, apenas útiles para influir en la opinión pública y
mantener el decoro. Pero hoy día, para usted y para mí, por ejemplo, y para esa
enorme multitud, fíjese bien, de hombres y mujeres vivos y que van a seguir
viviendo, ¿qué es todo eso? No es mi intención soltarles un discursillo; no se
trata, ni mucho menos, de anatomía. Un hígado de adulto, colocado en posición
vertical y rebosante de salud en un hombre o una mujer, es un hermoso órgano.
Aquí no necesitamos a Claude Bernard. Bernard nos dice que el hígado fabrica
azúcar. Según él, ¿estamos más seguros en el mar si sabemos que fabrica sal? Si
queremos tener una pequeña idea de la aventura humana no necesitamos a Claude
Bernard, sino a La Pérouse y a Dumont d’Urville, o, mejor aún, a los grandes
descubridores visionarios como Cristóbal Colón, Magallanes, Marco Polo. He
disecado todo el hígado humano que he querido con mis bisturíes. Me he
asegurado los lentes sobre las narices y he dicho: “Vamos a ver” como todo el
mundo. ¿Qué he visto? Que en ocasiones estaba infartado o corrompido,
congestionado u obstruido, y que a veces se adhería al diafragma. ¡Valientes
enseñanzas!
Les explicó entonces su huésped a Angelo y la
joven dama, que sostenía la teoría de que el hígado es semejante a un
extraordinario océano, en el que la sonda no toca jamás fondo y que conduce a
Malabares, a Américas, a suntuosas navegaciones por espacios que se extendían
entre el azul del cielo y el azul del mar. Como era de prever, ello le había
valido ser tratado de espíritu no científico, y hasta de asno, por clínicos
que, como cualquier hijo de vecino, atribuían sus cóleras y sus indignaciones a
su hígado sin pararse a pensar ni por un momento que si esa falta de lógica era
producto del azúcar, se trataba en todo caso de un azúcar con el que sería
difícil que endulzaran su café.
[…]
-Porque, denme ustedes un hígado y un
esqueleto, de hombre o de mujer, ad
libitum. Meto lo uno dentro de lo otro y ya tenemos con qué emprender,
lograr o malograr todas las vicisitudes de la vida meditativa o de la vida en
sociedad. Asesino a Fualdès y a Paul-Louis Courier. Compro negros, los
manumito, hago con ellos paté o los utilizo para la política partidista en las
asambleas consultivas. Invento, fundo la Compañía de Jesús y la hago funcionar,
amo, odio, acaricio y mato, sin hablar de la mano de mi hermana en el pantalón
del zuavo que asegura la perennidad de la especie.
[…]
Paréntesis. El hombre quería destacar lo bien
fundamentada que estaba su manera de ver las cosas. El cólera es una enfermedad
más compleja de lo que parece; no se transmite por contagio, sino por proselitismo. Antes de ir más lejos era
necesario considerar una cosa muy importante. Supongamos que tenemos a un
hombre, o a una mujer, abierto de la cabeza a los pies como un buey en el
mostrador sobre el cual se inclina el facultativo con todo su instrumental.
Este último puede saber muy bien de qué ha muerto el hombre, o la mujer. Pero el
sentido profundo del “porqué” es otro asunto. Un asunto que, para ser
esclarecido, necesitaría el conocimiento de “cómo” ha vivido ese hombre o esa
mujer. Ocurre que ese hombre, o esa mujer, ha amado, odiado y mentido y ha sido
objeto del amor, el odio y las mentiras de los demás. Pero de eso no queda
ninguna huella en la autopsia. Ese hombre, o esa mujer, ha amado y yo lo
ignoro. Ha odiado, sin que yo sepa a quién
ni de qué manera. Ha gozado y sufrido: ¡todo es polvo! ¿Quién nos
asegura que no hay ninguna relación, ni próxima ni remota, entre esta bilis
verdosa que llena los intestinos y el amor? Cuando es un amor verdadero,
profundo, tal como debe ser, y ha durado diez o veinte años, incluso aunque
haya sido sentido por diversas personas, se lo concedo, ¿quién me garantiza que
el odio y los celos no sean responsables, al menos en parte, de esas manchas
purpúreas y lívidas, de esa carbonilla interna que descubro en los folículos
mucosos del intestino? ¿Quién sostendría que la centella azul del goce, llena de
pavos reales salvajes, se ha abatido miles de veces sobre este organismo sin
dejar huellas en él? ¿Serán acaso éstas que estoy viendo? Cerremos el
paréntesis.
-No, señorita, no he hablado del corazón: es
una labor femenina. Es un león que llevamos bordado en la camisa. Nada hay que
se le asemeje en mis autopsias. En el lugar que usted me indica hallo una bomba
aspirante y expelente que hace su trabajo y, cuando se para, uno lo nota
enseguida. Deje tranquilos a San Vicente de Paul y compañía. Viene de otra
parte. Viene del océano violeta. Emerge de las aguas profundas, reluciente de
ese extraño azúcar tan caro a Claude Bernard. Es una variante de “Venus
aferrada por completo a su presa”. Con jugo gástrico soy capaz de fabricarle
toda la clemencia, igual a la de Augusto, que quiera, y don Juan sólo me pide
un segundo de distracción en mi dosis. El libre arbitrio es un manual de
química.
Esperaba ver en sus oyentes un arranque de
orgullo. Pero no se producía. ¿No? ¿Seguro?
-Quiero hacerles notar –les dijo- que esa
supuesta humildad que muestran ustedes es resultado, simplemente, de la pereza
ocasionada por la digestión, cerca de un buen fuego, tras un opíparo almuerzo y
mientras fuera hace un tiempo extraordinario, un tiempo que continúa, si no me
equivoco, y que hasta encrespa y se embellece más. Y también, para qué vamos a
engañarnos, por el placer evidente que experimenta todo el mundo cuando me
escucha discurrir sobre este tema. Pero en su interior ustedes están
absolutamente convencidos de que no tienen nada de común con esas combinaciones
químicas. Acarician subrepticiamente el león bordado sobre su camisa. Debajo
tienen lo más íntimo de su ser. Y lo más íntimo del propio ser, en los dos
sexos, es muy sensible.
Pues bien, no quiero que lo ignoren por más
tiempo: el cólera no es una enfermedad: es
un arranque de orgullo. Un arranque de orgullo a escala de las grandes
profundidades y de las vastas extensiones de que les he hablado hace un rato; a
escala de las extrañas posibilidades de esas extensiones y abismos. Una
hipertrofia de las florituras, por así decirlo; un organillo a la medida de una
química desmesurada; el león bordado que se apoya en lo más íntimo de sus seres
y que, de repente, adquiere un cuerpo y unas proporciones antediluvianos. Todo
eso termina, desde luego, en la ineluctable química. Pero ¡qué hermoso fuego de
artificio!
¿Saben cuál es el mejor atlas anatómico? Es un
mapa, un mapa de la Ternura con unas Indias Orientales de verdad. Donde cuando es mediodía en París son las cinco de la mañana
en Ceilán, mediodía en Tahití y las seis de la tarde en Lima. Mientras que un
camello agoniza entre el polvo del Karakorum, una modistilla bebe champán en el
Café Inglés, una familia de cocodrilos baja por el Amazonas, un manada de
elefantes atraviesa el ecuador, una vicuña cargada con borato de sosa le escupe
a la cara al arriero que la conduce en un sendero de los Andes, una ballena
flota entre el Cabo Norte y las Lofoten y se celebra la fiesta de la Virgen en
Bolivia. El globo terráqueo gira, no se sabe por qué ni cómo, en la soledad y
las tinieblas.»
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial
Anagrama, 1998, en traducción de Francesc Roca, pp. 395-399. ISBN:
84-339-0686-0.]
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