«En
nuestro politeísmo católico, Príapo fue sustituido por san Gonzalo. Los
católicos son politeístas. Perdóneme si es usted católico. Por otra parte, yo,
naturalmente, también fui criada como católica, asistí a clase de catecismo,
hice la primera comunión vestida de organdí blanco, en viernes santo hablaba
sólo lo estrictamente necesario, en jueves santo sólo comíamos pescado y así.
Más aún, fui criada considerando a los protestantes gente de mal ver y Lutero
me ponía nerviosa, en los libros de historia universal me parecía la
encarnación del demonio. Mire por dónde, me llevó cierto tiempo librarme de esa
estupidez; hoy día, hasta siento cierta afinidad con los protestantes, salvo
con los calvinistas y, por supuesto, con ese pentecostalismo histérico y de baja
estofa que ahora nos invade. Me saca de quicio el magisterio de la Iglesia.
Prefiero leer yo misma la Biblia y pensar lo que me parece acertado pensar de
lo que leo, quiero enterarme yo misma de las buenas nuevas, sin curas con voz
de tenorino griposo endilgándome incoherencias, subestimando mi inteligencia y
repitiendo disparates, como el de afirmar descaradamente que en el Pentateuco
hay mandamientos que prescriben guardar la castidad, que los hombres santos no
bautizados van a parar a cierto limbo, y tantos otros inventos conciliares; ya
me he leído la Biblia de cabo a rabo y nunca he visto nada parecido a eso. ¿Y
por qué no observan también lo que se dice en el Levítico? Hacen como si no
estuviera. ¿Y es el Papa vicario de Cristo? Algunos papas, todo el mundo sabe
lo que han sido ciertos papas, todos infalibles y tantos sin vergüenza. En fin.
No voy a hablar de eso, es una pérdida de tiempo.
Además, no hay nada malo en ser politeísta, en
cierto modo es mucho mejor que creer en un solo Dios imposible de comprender.
Y, además, ya estoy harta de no decir lo que me pasa por la cabeza, y mire que
nunca fui mucho de actuar así, pero las pocas veces en que lo hice ya son
demasiadas para mí. Todavía me queda algún fleco de ese legado imbeciloide del
que he de librarme antes de morir. La enfermedad, esa enfermedad que va a
matarme, también contribuye a mi actual estado de espíritu. No sé quién dijo
que la perspectiva de ser ahorcado al día siguiente por la mañana hace
maravillas para la concentración. Excelente observación. No tengo nada personal
contra nadie, no hablo para ofender a nadie en particular, es como una actitud
filosófica genérica. Mi abuelo materno era un aristócrata, elegantísimo,
hablaba francés y alemán corrientemente, estuvo varias veces en Europa, era
cultísimo, pero, después de cierta edad, se echaba pedos en público. Yo estaba
el día en que se echó pedos delante del gobernador del estado, en la época del
Estado Nuevo. El gobernador había ido a almorzar con él y, después del
almuerzo, se quedaron conversando en la sala de estar, y mi abuelo, cada dos
por tres, levantaba el trasero y soltaba ventosidades como truenos. Cuando mi
abuela le llamaba la atención, él decía que todo preso quiere liberarse y que
todo el mundo se echa pedos, incluso el gobernador, de modo que no sería él, a
esas alturas de su vida, quien retuviera un pedo. Quien quisiera que se
retuviera, él no.
Bueno, sí, iba diciendo que los católicos son
politeístas, pusieron santos en lugar de los dioses especializados. Los griegos
y los romanos tenían un dios menor para cada cosa, para las reglas atrasadas,
los artistas fallidos, las transacciones imposibles, las deudas por quiebra,
los matrimonios, los músicos borrachos, los agricultores, los cabreros, todo,
todo, todo. Los católicos sustituirían los dioses por santos. ¿Los músicos?
Santa Cecilia. ¿Los que tienen problemas de la vista? Santa Lucía. ¿Las
solteronas? San Antonio. Y así sucesivamente, como bien sabe usted. Lo hacen
incluso con los lugares. ¿San José de No Sé Dónde?, Diana de Éfeso, lo mismo.
Los dioses no fueron derrotados o eliminados, siguen siendo inmortales, como lo
fueron siempre, sólo que cambiaron de nombre, se adaptaron a los cambios. Yo
imparto auténticas conferencias sobre el tema, soy la reina de las conferencias,
a veces debo de ponerme pesadísima. Pero no se preocupe, no le soltaré ninguna
conferencia, a fin de cuentas a usted se le paga, tenemos que trabajar,
trabajemos pues. Tan sólo una última pequeña referencia a San Gonzalo, porque
ahora ya estoy en ello y soy compulsiva; empecé y tengo que terminar. San
Gonzalo no existe. O, mejor dicho, existe, pero nunca había existido. Para la
Iglesia no hay ningún san Gonzalo, nunca lo hubo. Pero, en mi opinión, fue
porque faltaba un Príapo, de modo que se abrió ahí una gran laguna que clamaba
por ser colmada. No existe san Gonzalo, pero ya he visto alguna procesión suya,
con cura y todo, y con mujeres cantando por lo bajo obscenidades, es un santo
desflorador y consolador para las solitarias. En el pueblo cerca de la hacienda
que tenemos en la isla, según contaba incluso mi abuelo, había una estatua de
san Gonzalo con un falo de madera descomunal, mayor que su propio cuerpo. El
cuerpo era de barro, pero el falo era de madera resistente y estaba fijado por
la base a un eje, de manera que, cuando se tiraba de un cordelito por detrás,
se erguía y se quedaba allí, en ristre. Nunca lo vi, pero las viejas negras de
nuestra hacienda aseguran que antiguamente hacían todos los años una procesión
con la estatua de san Gonzalo y que las mujeres se peleaban por pintarle el
falo, todo un acontecimiento en el mundo de las artes, por no hablar de la
afortunada que quedaría bien servida durante los trescientos sesenta y cuatro
días restantes del año.
¡Claro! Es muy sencillo. Yo lo que quería era
ponerle un título a esto, pero ¡claro!, soy como dicen que era Buñuel: mi
método de exposición es la digresión. Sé que estoy muy lejos de estar senil. Es
evidente que he estado delirando un poco, pero yo he delirado siempre, y san
Gonzalo me fascina, tenía razón al recordar el sueño. Claro, es por culpa del
título. Quite eso de la grabación. Pensándolo bien, no, después lo quita usted
todo de la grabación, la grabación inicial sólo empezará cuando yo se lo diga.
Ahora no quite nada. Ya lo quitaré yo cuando usted lo haya pasado todo a papel.
Sí, es mejor, dejemos que fluya, después haré la criba, pondré orden, etc.
Calma, calma. No sé siquiera porqué este…, ¿cómo se llama esto, esto que
estamos haciendo? Digamos, este testimonio socio-histórico-literario-porno, ja,
ja. O sociohistóricoliterarioporno, todo junto, debe de quedar estupendo en
alemán. Sí, ¿no? Sí, no sé siquiera por qué este testimonio tiene que llevar un
título, pero ¿por qué no? Esos dos budas… Después hablaré de esos dos budas, ahora
no viene a cuento. Recuérdemelo, es una historia muy interesante. Pero de
momento sólo me interesan debido al título. Lo encuentro monísimo, con ese
sonido medio aliterativo –la ca-sa-de-los-budas-dichosos-, lo encuentro
simpático. Hereby este testimonio se
titula La casa de los budas dichosos.
Es bueno, sobre todo porque no quiere decir nada, como todo buen título de
calidad literaria. La gente que lo lea se preguntará el porqué de esos budas,
se inventará las más disparatadas explicaciones. ¿Cuánta gente leerá este
testimonio, cómo quedará, lo leerá alguien? Creo que sí, he trazado un plan más
sofisticado que el de las películas de espionaje. Usted forma parte de él, pero
no le diré cómo, no importa. Usted transcriba las cintas aquí y las va dejando
aquí, todo lo que quede será palabra suya. Puede que sea útil, nunca se sabe.
Cuente la historia, mienta mucho si quiere, diga que todo es verdad, y lo es.
Al principio pensé que escribiría sólo para mí y que lo dejaría para que algún
habitante de Fulania, Mengania o Zutania, para mayor escándalo y sofocones
públicos, intentara explicarlo todo según criterios plúmbeos -¡oh, pringada
especie la nuestra, cuánto tiempo perdemos cuando hay tanta cosa por
descubrir!-. Fulania, Mengania y Zutania eran países fundados por una gran amiga
mía, Norma Lúcia –después hablaré de ella, es imprescindible-, todos habitados
por bellacos como el viejo Pedrao, profesor de derecho romano, después hablaré
de él, que vivían en otros países, que vivían en otros mundos. Fulania, Mengania
y Zutania, ¡vaya bribones!, ellos allá y yo aquí. Pero no lo dejaré en manos de
esa gente, no confío en la posteridad. El título que iba a ponerle era Memorias de una libertina, pero no lo
pondré, es de demasiado buen gusto para esa gente que nunca ha leído a
Choderlos de Laclos, no voy a desperdiciarlo, a echar margaritas a los cerdos.
[…]
Decidí inicialmente dar testimonio de forma
oral, y no escrita, por el principal motivo de que es imposible escribir sobre
sexo, al menos en mi idioma, sin que una parezca recién salida de un tugurio
arrabalero, a no ser que empleara palabras como “vulva”, “vagina”, “gruta del
placer”, “sexo húmedo” y “la penetró bruscamente”. Hablando queda más natural,
no sé muy bien por qué. ¿Qué más? Me gustaría apañármelas para decir inanidades
laberínticas como algunos psicoanalistas o sociólogos, o como un pensador
francés, de esos que suelen aparecer en los suplementos culturales de los
periódicos para, en la mayoría de los casos, desaparecer poco después, y que no
dicen nada, pero intimidan a la gente con sus pavadas. Pero yo no sé hacer eso,
es una de mis deficiencias. Olvídelo.»
[El texto pertenece a la edición en español de Tusquets
Editores, 2006, en traducción de Beatriz de Moura, pp. 15-21. ISBN:
84-8310-687-6.]
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