Primera parte:
Definición del problema
I.-Rezagados y
fracasados: el club de la miseria
Las trampas y los países
atrapados en ellas
«Imagine
el lector que su país es pobre de solemnidad, con la economía prácticamente
estancada y muy pocos habitantes con cierta preparación. Tampoco hay que
esforzarse mucho para imaginar semejante panorama, pues así es como vivían
nuestros antepasados. A base de trabajo, ahorro e inteligencia, una sociedad
puede salir paulatinamente de la pobreza…, siempre que no se quede atrapada.
Las trampas al desarrollo se han convertido en un tema de discusión académica muy en boga, con
una polarización entre la izquierda y la derecha bastante previsible. La
derecha tiende a negar que existan las trampas al desarrollo y a afirmar que
todo país que adopte políticas sensatas escapará de la pobreza. Por su parte,
la izquierda tiende a considerar que el capitalismo global, por su propia
naturaleza, genera una trampa de pobreza.
Aunque el concepto de trampas al desarrollo
lleva mucho tiempo en circulación, últimamente se asocia a la obra del
economista Jeffrey Sachs, que se ha centrado en las consecuencias de la malaria
y otras enfermedades. La malaria no deja que los países salgan de la pobreza y,
como son pobres, su potencial de mercado para una vacuna no es lo bastante
elevado como para que las compañías farmacéuticas inviertan las enormes sumas
necesarias en su investigación. Este libro trata de cuatro trampas a las que se
ha prestado menos atención: la trampa del conflicto, la trampa de los recursos
naturales, la trampa de vivir rodeado de malos vecinos y sin salida al mar, y
la trampa del mal gobierno en un país pequeño. Como muchos países en vías de
desarrollo que ahora comienzan a prosperar, todos los países sobre los que
versa este libro son pobres. Su rasgo distintivo es que se han quedado
atrapados en alguna de esas trampas. Ahora bien, las trampas no son
inexorables: con el tiempo, algunos países las han burlado y han empezado a
recuperar terreno. Pero, por desgracia, últimamente este proceso de
recuperación se ha detenido. Los países que lograron zafarse de las trampas
durante la última década han tenido que afrontar un nuevo problema: ahora el
mercado global es mucho más hostil hacia los recién llegados que en la década
de 1980. […]
Quinta parte: La lucha
de los mil millones de pobres
XI.-Un plan de acción
¿Qué puede hacer la
gente de la calle?
La
política de los países desarrollados para el club de la miseria ha fracasado.
Muchas de estas sociedades van hacia abajo, no hacia arriba, y, en conjunto, se
están alejando del resto de los países. Si dejamos que continúe esta tendencia,
nuestros hijos tendrán que vérselas con un mundo víctima de una escisión
alarmante, con todas las consecuencias que esto conlleva.
No tiene por qué ser así. Los países del club
de la miseria no tienen por qué estar condenados a sufrir guerras una y otra
vez, sino que disponen de un amplio abanico de futuros posibles. Comparado con
la Guerra Fría, el reto de impulsar el desarrollo del club de la miseria no
resulta tan desmesurado, pero hace falta tomárselo en serio y que el electorado
occidental, tanto de izquierdas como de derechas, cambie de actitud.
La izquierda tiene que abandonar esa manía tan
occidental de flagelarse, así como su visión idealizada de los países en vías
de desarrollo. La pobreza no tiene nada de romántico. Los países del club de la
miseria no están ahí para hacer de cobayas de experimentos socialistas; lo que
necesitan es que se les ayude a avanzar por el camino, más que trillado, de la
economía de mercado. Las instituciones financieras internacionales no forman
parte de una conspiración contra los países pobres, sino que representan un
empeño, erizado de obstáculos, por ayudar. La izquierda tiene que aprender a
valorar el crecimiento económico. La ayuda financiera no se puede destinar
únicamente a las prioridades sociales de más efecto mediático; hay que usarla
para contribuir a que los países se incorporen a los mercados de exportación.
En la actualidad, el libro de cabecera de la izquierda es el El fin de la pobreza, de Jeffrey Sachs.
Por más que esté de acuerdo con la apasionada exhortación de Sachs para que
entremos en acción, opino que exagera la importancia de la ayuda. La ayuda por
sí sola no va a solucionar los problemas del club de la miseria; hace falta
usar un abanico de medidas más amplio.
La derecha, por su parte, tiene que dejar de
pensar que la ayuda contribuye al problema porque sólo sirve para subsidiar a
parásitos y ladrones, y desengañarse de la idea de que el crecimiento es algo
que siempre está al alcance de las sociedades que se lo propongan. Asimismo,
tiene que aceptar el hecho de que estos países están estancados y que les va a
resultar difícil competir con China y la India. Es más, tiene que reconocer que
a veces la actividad privada en el mercado global puede generar problemas para
los países más pobres, y que estos problemas requieren soluciones políticas. Y
dado que ni siquiera el gobierno estadounidense es lo bastante poderoso como
para arreglar estos problemas por sí solo, dichas soluciones políticas tendrán
que lograrse, por lo general, de forma conjunta. En la actualidad, el libro de
cabecera de la derecha es La carga del
hombre blanco, de William Easterly. El autor hace bien en burlarse de los
errores y delirios de grandeza de la troupe
de la ayuda al desarrollo, pero, así como Sachs exagera las bondades de la
ayuda, Easterly exagera sus desventajas y niega la posibilidad de otras
medidas. No somos tan impotentes ni tan ignorantes como creen.
¿Cómo afecta todo esto a los ciudadanos de a
pie de los países ricos? En general, la gente tiene los políticos que se
merece. Un ejemplo clásico en las democracias desarrolladas es el llamado
“ciclo económico político”. Durante años, los gobiernos se dedicaron a gastar
dinero justo antes de las elecciones para estimular artificialmente la
economía, y sólo una vez reelegidos hacían frente al estropicio resultante. Con
el tiempo, los votantes terminaron dándose cuenta de lo que pasaba, la
estratagema dejó de reportar votos y los políticos, en consecuencia,
abandonaron esa práctica. Un aprendizaje así es lo que hace falta en relación a
las medidas necesarias para el club de la miseria. Estos cambios de mentalidad dependen
de ciudadanos normales y corrientes, de gente que consigue leerse un libro
hasta la última página. Naturalmente, en una obra de este tamaño es imposible
presentar todas las pruebas, pero espero haber convencido al lector de tres
ideas fundamentales, por desgracia bastante novedosas, que sintetizan cómo debe
darse ese cambio de mentalidad.
La primera es que el problema que afrontamos
actualmente en materia de desarrollo no es el mismo de hace cuarenta años; ya
no es el de los cinco mil millones de habitantes del mundo en vías de
desarrollo cuyo progreso evalúan los Objetivos de Desarrollo del Milenio, sino
otro mucho más específico: el de los mil millones de personas que viven en
países estancados económicamente. Éste es el problema que vamos a tener que
abordar y que, de continuar empleando los métodos actuales, seguirá siendo
irresoluble por más que los indicadores genéricos de la pobreza mundial sean
cada vez más favorables.
La segunda es que en el seno de las sociedades
del club de la miseria se libra una intensa batalla entre los individuos
valientes que intentan cambiar la situación y los poderosos grupos que se les
oponen. La política en el club de la miseria no es el proceso reposado y
anodino al que estamos acostumbrados en las democracias desarrolladas, sino una
contienda peligrosa entre polos morales opuestos. La lucha por el futuro del
club de la miseria no es un enfrentamiento entre un mundo rico, pero malvado, y
un mundo pobre, pero noble; es la batalla que tiene lugar dentro de las sociedades
del club de la miseria, de la cual hasta ahora, en gran medida, no hemos sido
más que espectadores.
La tercera es que no tenemos por qué ser meros
espectadores; nuestro apoyo a las fuerzas del cambio puede ser decisivo. Ahora
bien, no sólo vamos a necesitar adoptar un enfoque más inteligente en relación
a la ayuda sino emplear una serie de instrumentos que no han formado parte del
arsenal al uso en materia de desarrollo: políticas comerciales, estrategias de
seguridad, cambios en nuestras leyes y nuevas normativas internacionales.
En resumidas cuentas, tenemos que reducir el
objetivo y ampliar los instrumentos: ése debería ser el plan de acción del G-8.»
[El texto pertenece a la edición en español de Turner
Publicaciones, 2008, en traducción de Víctor V. Úbeda, pp. 24-25 y 309-312. ISBN:
978-84-7506-818-3.]
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