Acto tercero
(Adela y Telva)
«Telva:
Gracias a Dios que se oye reír en esta casa.
Adela:
(Volviendo a su labor.) Son una
gloria de criaturas.
Telva:
Ahora sí; desde que van a la escuela y pueden correr a sus anchas, tienen por
el día mejor color y por la noche mejor sueño. Pero tampoco conviene demasiada
blandura.
Adela:
No dan motivo para otra cosa.
Telva:
De todas maneras; bien están los besos y los juegos, pero un azote a tiempo
también es salud. Vinagre y miel sabe mal, pero hace bien.
Adela:
Del vinagre ya se encargan ellos. Ayer Andrés anduvo de pelea y volvió a casa morado de golpes.
Telva:
Mientras sea con otros de su edad, déjalos; así se hacen fuertes. Y los que no
se pelean de pequeños lo hacen luego de mayores, que es peor. Es como el
renacuajo que mueve la cola, y dale y dale… hasta que se la quita de encima.
¿Comprendes?
Adela:
¡Tengo tanto que aprender todavía!
Telva:
No tanto. Lo que tú has hecho aquí en unos pocos meses no lo había conseguido
yo en años. ¡Ahí es nada! Una casa que vivía a oscuras y un golpe de viento que
abre de pronto todas las ventanas. Eso fuiste tú.
Adela:
Aunque así fuera. Por mucho que haga no será bastante para pagarles todo el
bien que les debo.
(Telva termina de arreglar el vasar y se
sienta junto a ella ayudándole a devanar una madeja.)
Telva:
¿Podías hacer más? Desde que Angélica se nos fue, la desgracia se había metido
en esta casa como cuchillo por pan. Los niños, quietos en el rincón; la rueca,
llena de polvo, y el ama con sus ojos fijos y su rosario en la mano. Toda la
casa parecía un reloj parado. Ahora ha vuelto a andar y hay un pájaro para
cantar las horas nuevas.
Adela: Más fueron ellos para mí. Pensar que no
tenía nada, ni la esperanza siquiera, y cuando quise morir el cielo me lo dio
todo de golpe: madre, abuelo, hermanos. ¡Toda una vida empezada por otra para
que la siguiera yo! (Con una sombra en la
voz suspendiendo la labor.) A veces pienso que es demasiado para ser verdad
y que de pronto voy a despertarme sin nada otra vez a la orilla del río…
Telva:
(Santiguándose, rápida.) ¿Quieres
callar, malpocada? ¡Miren qué ideas para un día de fiesta! (Le tiende nuevamente la madeja.) ¿Por qué te has puesto triste de
repente?
Adela:
Triste, no. Estaba pensando que siempre falta algo para ser feliz del todo.
Telva:
¡Ahá! (La mira. Voz confidencial.) ¿Y
ese algo… tiene los ojos negros y espuelas en las botas?
Adela:
Martín.
Telva:
Me lo imaginaba.
Adela:
Los demás todos me quieren bien. ¿Por qué tiene que ser precisamente él, que me
trajo a esta casa, el único que me mira como a una extraña? Nunca me ha dicho
una buena palabra.
Telva:
Es su carácter. Los hombres enteros son como el pan bien amasado: cuanto más
dura tienen la corteza más tierna esconden la miga.
Adela:
Si alguna vez quedamos solos siempre encuentra una disculpa para irse. O se
queda callado, con los ojos bajos, sin mirarme siquiera.
Telva:
¿También eso? Malo, malo, malo. Cuando los hombres nos miran mucho, puede no
pasar nada; pero cuando no se atreven a mirarnos, todo puede pasar.
Adela:
¿Qué quiere usted decir?
Telva:
¡Lo que tú te empeñas en callar! Mira, Adela, si quieres que nos encontremos,
no me vengas nunca con rodeos. Las palabras difíciles hay que cogerlas sin
miedo, como las brasas en los dedos. ¿Qué es lo que sientes tú por Martín?
Adela:
El afán de pagarle de algún modo lo que hizo por mí. Me gustaría que me
necesitara alguna vez; encenderle el fuego cuando tiene frío, o callar juntos
cuando está triste, como dos hermanos.
Telva:
¿Y nada más?
Adela:
¿Qué más puedo esperar?
Telva:
¿No se te ha ocurrido pensar que es demasiado joven para vivir solo, y que a su
edad sobra la hermana y falta la mujer?
Adela:
¡Telva…! (Se levanta asustada.) Pero
¿cómo puede imaginar tal cosa?
Telva:
No sería ningún disparate, digo yo.
Adela:
Sería algo peor; una traición. Hasta ahora he ido ocupando uno por uno todos
los sitios de Angélica, sin hacer daño a su recuerdo. Pero queda el último, el
más sagrado. ¡Ése sigue siendo suyo y nadie debe entrar nunca en él!
(Comienza
a declinar la luz. Martín llega del campo. Al verlas juntas se detiene un
momento. Luego se dirige a Telva.)
(Telva, Adela y Martín)
Martín:
¿Tienes por ahí alguna venda?
Telva:
¿Para qué?
Martín:
Tengo dislocada esta muñeca desde ayer. Hay que sujetarla.
Telva: A ti te habla, Adela. (Adela
rasga una tira y se acerca a él.)
Adela:
¿Por qué no lo dijiste ayer mismo?
Martín:
No me di cuenta. Debió de ser al descargar el carro.
Telva:
¿Ayer? ¡Qué raro! ¡No recuerdo que haya salido el carro en todo el día!
Martín:
(Áspero.) Pues sería al podar el
nogal o al uncir los bueyes. ¿Tengo que acordarme cómo fue?
Telva:
Eso allá tú. Tuya es la mano.
Adela:
(Vendando con cuidado.) ¿Te duele?
Martín:
Aprieta fuerte. Más. (La mira mientras
ella termina el vendaje.) ¿Por qué te has puesto ese vestido?
Adela:
No fue idea mía. Pero si no te gusta…
Martín:
No necesitas ponerte vestidos de otra; puedes encargarte los que quieras. ¿No
es tuya la casa? (Comienza a subir la
escalera. Se detiene un instante y dulcifica el tono, sin mirarla apenas.)
Y gracias.
Telva:
Menos mal. Sólo faltaba morder la mano que te cura. (Sale Martín.) ¡Lástima de vara de avellano!
Adela:
(Recogiendo su labor, pensativa.)
Cuando mira los trigales no es así. Cuando acaricia a su caballo, tampoco. Sólo
es conmigo…
(Entra
la Madre, del campo.)
(Madre, Adela y Telva.
Después Quico)
Adela:
Ya iba a salir a buscarla. ¡Fue largo el paseo, eh!
Madre:
Hasta las viñas. Está hermosa la tarde y ya huele a verano todo el campo.
Telva:
¿Pasó por el pueblo?
Madre:
Pasé. ¡Y qué desconocido está! La parra de la fragua llega hasta el corredor;
en el huerto parroquial hay árboles nuevos. Y esos chicos se dan tanta prisa en
crecer… Algunos ni me conocían.
Telva:
Pues qué, ¿creía que el pueblo se había dormido todo este tiempo?
Madre: Hasta las casas parecen más blancas. Y en el
sendero del molino han crecido rosales bravos.
Telva:
¿También estuvo en el molino?
Madre: También. Por cierto que esperaba encontrarlo
mejor atendido. ¿Dónde está Quico?
Telva:
(Llama en voz alta.) ¡Quico…!
Voz de
Quico: ¡Va…!»
[El texto pertenece a la edición en español de Ediciones
Cátedra (Grupo Anaya), 2000, en edición de José R. Rodríguez Richart, pp. 102-107.
ISBN: 84-376-0465-6.]
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