«No hay duda de que la relación más importante
entre las instituciones educativas es aquella entre la escuela y la familia. Y
sobre ésta quiero detenerme, siempre siguiendo el criterio operativo que me
caracteriza, dado que soy un hombre que vive dentro de los problemas concretos,
sabiendo que incluso las tragedias pueden convertirse en serenidad con pequeñas
intervenciones y acaso con una sonrisa.
Existen algunas interferencias de la familia
sobre la actuación de la escuela y de la escuela sobre la dinámica familiar. Y
para entrar enseguida en el meollo del asunto, debo hablar de los deberes para
el hogar. Los considero una violencia, una intervención absurda que pesa no
sólo sobre el alumno sino sobre toda la familia, y que promueve en casa un
clima de verdadera patología de las relaciones.
Desde luego, depende de la edad del estudiante
y de la familia, pero es típica la escena del hijo que vuelve a casa después de
una mañana de clases que lo han comprometido intensamente, y la madre, aun
antes de saludarlo afectuosamente y de calentar la menestra, le pregunta:
“¿Tienes deberes?” o “¿Qué has de estudiar?”, y enseguida da su dictamen: “Hoy
no sales si no los acabas, te controlaré y preguntaré”.
Palabras que saben a sentencia de muerte y que
activan la primera defensa posible, la de declarar: “No tengo nada que hacer”.
La estrategia de la mentira se convierte en la
única que garantiza un poco de libertad para la tarde, para ir a escuchar
música o para jugar al fútbol, desde luego también para ver al grupo de amigos
más fascinante. Las representaciones cotidianas de este “comercio” doméstico
son varias, pero ninguna es inmune a la influencia hasta el condicionamiento
total que deriva de los “deberes” que llegan al […] odio ora dirigido a los padres, ora a la escuela que le está
robando un espacio enorme e inaceptable.
Creo que la vida escolar, incluidos los
deberes, debe permanecer encerrada dentro de la clase, en el interior del
edificio escolar. No discuto sobre cómo hacerlo y con qué estructuración del
tiempo de la escuela, pero reclamo el derecho de la familia a desarrollar sus
propias funciones, el propio rol, sin las continuas interferencias y trastornos
provenientes de la escuela.
Luego deseo subrayar una circunstancia que
suele subestimarse: cinco horas de escuela por la mañana son un compromiso
excesivo, si verdaderamente se quiere un estudiante mentalmente activo. La
atención tiene un consumo fisiológico con caídas incluso relevantes: después de
cuarenta y cinco minutos, se reduce en un 40% y el esfuerzo por mantenerse
atentos impone un control estresante. Estar atentos se transforma en una fatiga
ingente, hasta el punto de que es absurdo pensar en tener a un estudiante en
pleno uso de sus facultades mentales y afectivas durante cinco horas seguidas:
las pequeñas interrupciones sirven para mejorar el sistema, pero desde luego
hay fenómenos de acumulación que no permiten el rendimiento habitualmente
requerido.
Un profesor debe valorar la atención de la
clase, la prontitud en la respuesta, la concentración y, sobre todo, debe tener
en cuenta en el plan de enseñanza que no puede olvidar el límite y la
eficiencia de una mente humana, de un
cerebro.
Sin saber cómo, me siento en la obligación de
decirte que si los deberes forman parte de una metodología del aprendizaje a la
que no puedes renunciar, debes colocarlos dentro del tiempo de escuela, y no
delegarlos al tiempo de la familia, que es igualmente importante para aprender
a vivir, aunque, como he dicho, en casa serán aplicados un estilo e
instrumentos diversos respecto de los de la escuela, y ese tiempo no puede ser
expropiado por una escuela delirante que exige una dedicación total. Un delirio
que no sólo desapruebo, sino que también condeno, porque acaba de desapegar, se
convierte en un viático para odiarla, para alejarse de ella lo antes posible:
la escuela como mal, desgracia y castigo.
Frente a un juicio negativo de uno o más
profesores, se salta otro cuadro dramático y persecutorio: la atención de la
familia se concentrará exclusivamente en la recuperación escolar, mientras que
el resto pasará a un segundo plano. Se hablará de esa asignatura en particular,
se tratará de poner en práctica un plan que demuestre el compromiso especial
del hijo: un plan apremiante de repaso, clases privadas, un apoyo directo por
parte del padre o de la madre, que así se colocan en un rol que no les
corresponde y que fácilmente provoca conflictos. En este caso, la interferencia
no está asociada a ese día, sino que se vuelve continua y permanece como un
trastorno crónico.
Sólo quiero formular algunas preguntas que la
familia debería plantearse sustituyéndolas por aquellas sobre las matemáticas o
la historia. Debería interrogarse sobre cuáles son los deseos de ese hijo, cómo
percibe el futuro, qué relación ha establecido con sus compañeros, y, en
particular, cómo vive, si está en la fase adolescente, la relación dentro del
grupo de sus coetáneos. También debería preguntarse cómo percibe a sus padres,
si dentro de una relación afectiva o si han sido reducidos a cancerberos con
los que enfrentarse a través de mentiras. Preguntarse si no ha llegado a
aplicar la estrategia de la doble vía o de la doble vida, por la que cada cosa
tiene una versión en casa, otra fuera y acaso una tercera en la escuela. Un
desdoblamiento o triplicación de comportamientos para adecuarse a diferentes
situaciones.
Como el señor Vitangelo Moscarda (protagonista
de Uno, ninguno y cien mil) que ya no
sabe quién es y cómo hacer para reconquistar su identidad perdida.
Una vida en el pragmatismo más despiadado, que
va hacia la lógica del estímulo-respuesta, por lo que no se programa nada, sino
que se da una respuesta a ese estímulo sin pensárselo demasiado, casi
automáticamente, y sólo a continuación se verificará si ésa era la respuesta a
dar y si era la mejor posible.
La familia debe preguntarse cómo ese hijo
percibe la muerte y si ya no está en el ámbito de una necesidad de heroísmo,
que lo lleva fácilmente fuera de la ley y de la norma, como un héroe que debe
desafiar a la muerte pero no sabe qué es y cómo encuadrarla en la
existencia.
Todo esto es ignorado, mientras padre y madre
se convierten en una sucursal de la escuela, y los temas familiares son
sustituidos por las guerras púnicas o el segundo principio de la termodinámica,
que pone en serio riesgo el aprobado en física.
[…]
Quiero ser claro: nada de juicio, nada de
deberes en casa. Y no debe parecerte una paradoja o una toma de posición
utópica y acaso revolucionaria, simplemente es coherente con un cambio de
perspectiva del individuo a la clase como centro de tu trabajo y de la
limitación a inculcar tu asignatura a enseñar, en cambio, a vivir a través de
los instrumentos propios de la escuela, en cooperación con las demás
instituciones, la familia in primis.
Pero ahora, por simetría, quiero referirme a
las interferencias que la familia ejercita sobre la escuela y son igualmente
pedantes y guiadas por el éxito parcial o nulo del propio hijo, en esa escuela,
dentro de esa clase. Si obtiene un juicio excelente, la familia no buscará
ningún contacto con la escuela: se limitará a interpretar por doquier el mérito
del hijo, que es también mérito de la familia, que transmite el amor a la
cultura y el sentido del deber.
Si, al contrario, el juicio es negativo o
insatisfactorio, entonces el vínculo familia-escuela se activa y los encuentros
entre profesores y familiares muestran el desacuerdo por cómo es valorado el
muchacho: siguiendo diversas estrategias.
De costumbre, la estrategia de ataque es
puesta en práctica por las familias burguesas, con un buen nivel económico: los
profesores son vistos como perseguidores de sus hijos.
La estrategia de la lamentación es propia de
las familias económicamente emergentes, que ven en la escuela el trampolín para
la redención social de su hijo: reconocen que no ha rendido, pero que es
necesario considerar su frágil salud, a la que se añade el soplo al corazón del
padre o una abuela moribunda. Hacen promesas de recuperación y se ponen en el
lugar del hijo, como si fuera él quien hubiera decidido vivir como un monje a
partir de ese encuentro.
La tercera estrategia es la de la familia que
no está a la escuela y que, es más, considera el período de la enseñanza
obligatoria como una desgracia, puesto que impide utilizar a su hijo para
arañar de algún modo algunos euros, mejorando así su bajo nivel de vida. Una
familia en la que su hijo es reducido a posible fuerza para obtener ganancia que,
aunque sea poca, siempre es mucho respecto de la nada y la pérdida de tiempo en
la escuela.
La cuarta estrategia no existe, mientras que
debería ser la única aceptable. Me
refiero a la familia que se ve con los profesores para hablar con ellos del plan
educativo, para formular una hipótesis de colaboración en algunos temas en los
que a la familia le cuesta obtener resultados, mientras que quizá, con la ayuda
de la escuela, las cosas podrían ir mejor. Un encuentro para valorar la
percepción que el hijo tiene de la autoridad. Para considerar su introversión o
su excesiva necesidad de protagonismo.»
[El texto pertenece a la edición en español de RBA
Libros, 2008, en traducción de Carlos Gentile Vitale, pp. 69-74. ISBN:
978-84-986-085-1.]
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