martes, 16 de febrero de 2021

La corrosión del carácter.- Richard Sennett (1943)

 
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7.-Fracaso
Manejar el fracaso

  «El fracaso es el gran tabú moderno. La literatura popular está llena de recetas para triunfar, pero por lo general callan en lo que atañe a la cuestión de manejar el fracaso. Aceptar el fracaso, darle una forma y un lugar en la historia personal es algo que puede obsesionarnos internamente pero que rara vez se comenta con los demás. Preferimos refugiarnos en la seguridad de los clichés. Los campeones de los pobres lo hacen cuando intentan sustituir el lamento “He fracasado” por la fórmula, supuestamente terapéutica: “No, no has fracasado; eres una víctima”. En este caso, como siempre que tenemos miedo de hablar directamente, la obsesión interna y la vergüenza se vuelven mayores. Si se deja sin tratar, se resume en la cruel sentencia interna: “No soy lo bastante bueno”.
 Hoy, el fracaso ya no es la perspectiva normal a la que se enfrentan los muy pobres o los muy desfavorecidos; se ha vuelto más familiar como hecho común en la vida de la clase media. El tamaño cada vez menor de la élite hace que el éxito sea más difícil de alcanzar. El mercado del ganador-se-lo-lleva-todo es una estructura competitiva que arroja grandes cantidades de gente con estudios al vertedero del fracaso. Las reconversiones de empresas y las reducciones de plantilla imponen a la clase media desastres repentinos que en el capitalismo anterior estaban mucho más limitados a las clases trabajadoras. La sensación de fallarle a la familia comportándose en el trabajo de una manera flexible y adaptándose a cada momento –esa sensación que obsesiona a Rico-, si bien más sutil, es igualmente poderosa.
 La oposición misma de los términos éxito-fracaso es una manera de aceptar el fracaso en sí. Esta simple división sugiere que si tenemos suficientes pruebas de logros materiales no nos acosarán sentimientos de insuficiencia o ineptitud –lo cual no era el caso para el hombre de Weber, que sentía que nada era suficiente-. Una de las razones por las cuales es difícil mitigar con dólares la sensación de fracaso es que el fracaso puede ser de una especie más profunda: no poder estructurar una vida personal coherente; no realizar algo precioso que llevamos dentro; no saber vivir sino meramente existir. El fracaso puede sobrevenir cuando el viaje de Pico se vuelve sin rumbo e interminable.
 En vísperas de la Primera Guerra Mundial, el comentador Walter Lippmann, descontento con el cálculo del éxito en dólares que obsesionaba a sus contemporáneos, reflexionó sobre esas vidas inestables en un libro contundente que tituló Drift and Mastery, en el que intentó transmutar el cálculo material del fracaso y el éxito en experiencias más personales de tiempo, oponiendo a la experiencia errática, irregular, el dominio de los acontecimientos.
 Lippmann vivió en la época en que se consolidaron las gigantescas empresas industriales de Estados Unidos y Europa. Todo el mundo conoce los males de este capitalismo, dijo Lippmann: la muerte de las pequeñas empresas, la bancarrota del gobierno en nombre del bien público, las masas arrojadas a las fauces del capitalismo. Lippmann también comentó que el problema de sus contemporáneos reformistas era que sabían “de qué estaban en contra pero no de qué estaban a favor”. La gente sufría, se quejaba, pero ni el programa del marxismo naciente ni la empresa individual renovada ofrecían un remedio prometedor. Los marxistas proponían una masiva explosión social, los empresarios individuales mayor libertad para competir; ninguna de las dos cosas era una receta para un orden alternativo. No obstante, Lippmann no dudaba de lo que había que hacer.
 Al observar la decidida y sacrificada actitud de los inmigrantes que por entonces inundaban Estados Unidos, proclamó en una frase memorable: “Todos somos inmigrantes espirituales”. Las cualidades personales de determinación invocadas por Hesíodo y Virgilio, Lippmann las ve otra vez encarnadas en el trabajo esforzado y sin pausa del Lower East Side de Nueva York. Lo que Lippmann odiaba era el disgusto que le provocaba el capitalismo al esteta sensible, personificado, según él, en Henry James, que miraba a los inmigrantes de Nueva York como a una raza extraña, si bien con mucha energía, alborotada y anárquica en sus luchas.
 ¿Qué debería guiar a la gente lejos de la patria, la gente que ahora intenta crear una nueva narrativa espiritual? Según Lippmann, la carrera. No hacer una carrera del trabajo, por modestos que fueran su contenido o su paga, era entregarse a la sensación de errar sin rumbo que constituye la experiencia más profunda de la ineptitud; echando mano de una expresión en boga, diría que uno tiene que “hacerse una vida”. Así, Lippmann recuperó el sentido más antiguo de carrera, que cité al iniciar este ensayo, la carrera como una ruta bien hecha. Recorrer ese camino era, según él, el antídoto contra el fracaso personal.
 ¿Podemos practicar este remedio en un capitalismo flexible? Aunque hoy podamos pensar en una carrera como sinónimo de profesión, uno de sus elementos –poseer una capacidad- no ha quedado limitado al ámbito profesional y ni siquiera burgués. El historiador Edward Thompson señala que en el siglo XIX incluso los trabajadores menos favorecidos, mal pagados, desempleados o que iban buscando un empleo tras otro, intentaban definirse a sí mismo como tejedores, obreros metalúrgicos o campesinos. El prestigio en el trabajo se consigue siendo algo más que “un par de manos”; los trabajadores manuales y los empleados domésticos de categoría superior en las familias victorianas lo buscaban en la palabras carrera, profesión y oficio, que mezclaban indiscriminadamente más allá de lo que podría considerarse admisible. El deseo de este prestigio era igualmente intenso entre los empleados de la clase media de las nuevas empresas; como ha demostrado el historiador Olivier Zunz, en el mundo empresarial de la época de Lippmann, la gente intentaba dignificar su trabajo tratando la contabilidad, las ventas o la dirección de empresas como actividades semejantes a la de un médico o un ingeniero.
Resultado de imagen de la corrosion del caracter  Así pues, el deseo de prestigio que brinda una profesión no es nada nuevo. Tampoco lo es la sensación de que son las carreras, más que los trabajos concretos, las que desarrollan nuestro carácter. “Tenemos que tratar con la [vida] deliberadamente, planificar su organización social, modificar sus herramientas, formular su método…” La persona que se dedica al ejercicio de una profesión se plantea propósitos a largo plazo, criterios de comportamiento profesional y no profesional, y un sentido de la responsabilidad para su conducta. Dudo que Lippmann leyera a Max Weber cuando escribió Drift and Mastery; no obstante, los dos escritores compartían un concepto similar de carrera. En el uso que de la palabra hace Weber, beruf, en alemán “profesión, carrera”, también subraya la importancia del trabajo como narración, y afirma que el desarrollo del carácter sólo es posible mediante un esfuerzo organizado y a largo plazo. “Dominio”, afirma Lippmann, “es la sustitución de la intención consciente por el esfuerzo inconsciente”.
 La generación de Lippmann creía que se encontraba al comienzo de una nueva era de la ciencia y del capitalismo. Estaban convencidos de que el uso correcto de la ciencia, la técnica y, más en general, el conocimiento profesional  podía ayudar a hombres y mujeres a consolidar con mayor fuerza una carrera. Al depositar esta confianza en la ciencia para el desarrollo del dominio personal, Lippmann se asemeja a otros contemporáneos norteamericanos y a socialistas fabianos como Sidney y Beatrice Webb en el Reino Unido, o el joven Léon Blum en Francia, así como a Max Weber.
 La receta de Lippmann para adquirir el dominio personal también tenía un objetivo político concreto. Lippmann observó cómo los inmigrantes de Nueva York se esforzaban por aprender inglés con vistas a comenzar sus carreras, pero eran excluidos de los institutos de enseñanza superior de la ciudad, que en esa época no admitían judíos y negros y eran hostiles a los griegos, los italianos y los irlandeses. Al pedir una sociedad más orientada hacia el desarrollo de las profesiones, el autor pedía que estas instituciones abrieran las puertas, en una versión norteamericana del lema francés “carreras abiertas al talento”.
 El escrito de Lippmann constituye un acto imponente de fe en el individuo, en la posibilidad de hacer algo de uno mismo: el sueño de Pico hecho realidad ahora en las calles del Lower East Side entre personas que Lippmann veía como seres humanos específicos e inconfundibles. En sus escritos Lippmann tendía a enfrentar al Goliat del capitalismo contra el David del talento y la voluntad personales.»
 
     [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Anagrama, 2006, en traducción de Daniel Najmías, pp. 124-128. ISBN: 84-339-0590-2.]                                     
 

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