7.-Fracaso
Manejar el fracaso
«El fracaso es el gran tabú moderno. La
literatura popular está llena de recetas para triunfar, pero por lo general
callan en lo que atañe a la cuestión de manejar el fracaso. Aceptar el fracaso,
darle una forma y un lugar en la historia personal es algo que puede
obsesionarnos internamente pero que rara vez se comenta con los demás.
Preferimos refugiarnos en la seguridad de los clichés. Los campeones de los
pobres lo hacen cuando intentan sustituir el lamento “He fracasado” por la fórmula,
supuestamente terapéutica: “No, no has fracasado; eres una víctima”. En este
caso, como siempre que tenemos miedo de hablar directamente, la obsesión
interna y la vergüenza se vuelven mayores. Si se deja sin tratar, se resume en
la cruel sentencia interna: “No soy lo bastante bueno”.
Hoy, el fracaso ya no es la perspectiva normal
a la que se enfrentan los muy pobres o los muy desfavorecidos; se ha vuelto más
familiar como hecho común en la vida de la clase media. El tamaño cada vez
menor de la élite hace que el éxito sea más difícil de alcanzar. El mercado del
ganador-se-lo-lleva-todo es una estructura competitiva que arroja grandes
cantidades de gente con estudios al vertedero del fracaso. Las reconversiones
de empresas y las reducciones de plantilla imponen a la clase media desastres
repentinos que en el capitalismo anterior estaban mucho más limitados a las
clases trabajadoras. La sensación de fallarle a la familia comportándose en el
trabajo de una manera flexible y adaptándose a cada momento –esa sensación que
obsesiona a Rico-, si bien más sutil, es igualmente poderosa.
La oposición misma de los términos
éxito-fracaso es una manera de aceptar el fracaso en sí. Esta simple división
sugiere que si tenemos suficientes pruebas de logros materiales no nos acosarán
sentimientos de insuficiencia o ineptitud –lo cual no era el caso para el
hombre de Weber, que sentía que nada era suficiente-. Una de las razones por
las cuales es difícil mitigar con dólares la sensación de fracaso es que el
fracaso puede ser de una especie más profunda: no poder estructurar una vida
personal coherente; no realizar algo precioso que llevamos dentro; no saber
vivir sino meramente existir. El fracaso puede sobrevenir cuando el viaje de
Pico se vuelve sin rumbo e interminable.
En vísperas de la Primera Guerra Mundial, el
comentador Walter Lippmann, descontento con el cálculo del éxito en dólares que
obsesionaba a sus contemporáneos, reflexionó sobre esas vidas inestables en un
libro contundente que tituló Drift and
Mastery, en el que intentó transmutar el cálculo material del fracaso y el
éxito en experiencias más personales de tiempo, oponiendo a la experiencia
errática, irregular, el dominio de los acontecimientos.
Lippmann vivió en la época en que se
consolidaron las gigantescas empresas industriales de Estados Unidos y Europa.
Todo el mundo conoce los males de este capitalismo, dijo Lippmann: la muerte de
las pequeñas empresas, la bancarrota del gobierno en nombre del bien público,
las masas arrojadas a las fauces del capitalismo. Lippmann también comentó que
el problema de sus contemporáneos reformistas era que sabían “de qué estaban en
contra pero no de qué estaban a favor”. La gente sufría, se quejaba, pero ni el
programa del marxismo naciente ni la empresa individual renovada ofrecían un
remedio prometedor. Los marxistas proponían una masiva explosión social, los
empresarios individuales mayor libertad para competir; ninguna de las dos cosas
era una receta para un orden alternativo. No obstante, Lippmann no dudaba de lo
que había que hacer.
Al observar la decidida y sacrificada actitud
de los inmigrantes que por entonces inundaban Estados Unidos, proclamó en una
frase memorable: “Todos somos inmigrantes espirituales”. Las cualidades
personales de determinación invocadas por Hesíodo y Virgilio, Lippmann las ve
otra vez encarnadas en el trabajo esforzado y sin pausa del Lower East Side de
Nueva York. Lo que Lippmann odiaba era el disgusto que le provocaba el
capitalismo al esteta sensible, personificado, según él, en Henry James, que
miraba a los inmigrantes de Nueva York como a una raza extraña, si bien con
mucha energía, alborotada y anárquica en sus luchas.
¿Qué debería guiar a la gente lejos de la
patria, la gente que ahora intenta crear una nueva narrativa espiritual? Según
Lippmann, la carrera. No hacer una carrera del trabajo, por modestos que fueran
su contenido o su paga, era entregarse a la sensación de errar sin rumbo que
constituye la experiencia más profunda de la ineptitud; echando mano de una
expresión en boga, diría que uno tiene que “hacerse una vida”. Así, Lippmann
recuperó el sentido más antiguo de carrera, que cité al iniciar este ensayo, la
carrera como una ruta bien hecha. Recorrer ese camino era, según él, el
antídoto contra el fracaso personal.
¿Podemos practicar este remedio en un
capitalismo flexible? Aunque hoy podamos pensar en una carrera como sinónimo de
profesión, uno de sus elementos –poseer una capacidad- no ha quedado limitado
al ámbito profesional y ni siquiera burgués. El historiador Edward Thompson
señala que en el siglo XIX incluso los trabajadores menos favorecidos, mal
pagados, desempleados o que iban buscando un empleo tras otro, intentaban
definirse a sí mismo como tejedores, obreros metalúrgicos o campesinos. El
prestigio en el trabajo se consigue siendo algo más que “un par de manos”; los
trabajadores manuales y los empleados domésticos de categoría superior en las
familias victorianas lo buscaban en la palabras carrera, profesión y oficio,
que mezclaban indiscriminadamente más allá de lo que podría considerarse
admisible. El deseo de este prestigio era igualmente intenso entre los
empleados de la clase media de las nuevas empresas; como ha demostrado el
historiador Olivier Zunz, en el mundo empresarial de la época de Lippmann, la
gente intentaba dignificar su trabajo tratando la contabilidad, las ventas o la
dirección de empresas como actividades semejantes a la de un médico o un
ingeniero.
Así pues, el deseo de prestigio que brinda una
profesión no es nada nuevo. Tampoco lo es la sensación de que son las carreras,
más que los trabajos concretos, las que desarrollan nuestro carácter. “Tenemos
que tratar con la [vida] deliberadamente, planificar su organización social,
modificar sus herramientas, formular su método…” La persona que se dedica al
ejercicio de una profesión se plantea propósitos a largo plazo, criterios de
comportamiento profesional y no profesional, y un sentido de la responsabilidad
para su conducta. Dudo que Lippmann leyera a Max Weber cuando escribió Drift and Mastery; no obstante, los dos
escritores compartían un concepto similar de carrera. En el uso que de la
palabra hace Weber, beruf, en alemán
“profesión, carrera”, también subraya la importancia del trabajo como
narración, y afirma que el desarrollo del carácter sólo es posible mediante un
esfuerzo organizado y a largo plazo. “Dominio”, afirma Lippmann, “es la
sustitución de la intención consciente por el esfuerzo inconsciente”.
La generación de Lippmann creía que se
encontraba al comienzo de una nueva era de la ciencia y del capitalismo.
Estaban convencidos de que el uso correcto de la ciencia, la técnica y, más en
general, el conocimiento profesional
podía ayudar a hombres y mujeres a consolidar con mayor fuerza una
carrera. Al depositar esta confianza en la ciencia para el desarrollo del
dominio personal, Lippmann se asemeja a otros contemporáneos norteamericanos y
a socialistas fabianos como Sidney y Beatrice Webb en el Reino Unido, o el
joven Léon Blum en Francia, así como a Max Weber.
La receta de Lippmann para adquirir el dominio
personal también tenía un objetivo político concreto. Lippmann observó cómo los
inmigrantes de Nueva York se esforzaban por aprender inglés con vistas a
comenzar sus carreras, pero eran excluidos de los institutos de enseñanza
superior de la ciudad, que en esa época no admitían judíos y negros y eran
hostiles a los griegos, los italianos y los irlandeses. Al pedir una sociedad
más orientada hacia el desarrollo de las profesiones, el autor pedía que estas
instituciones abrieran las puertas, en una versión norteamericana del lema
francés “carreras abiertas al talento”.
El escrito de Lippmann constituye un acto
imponente de fe en el individuo, en la posibilidad de hacer algo de uno mismo:
el sueño de Pico hecho realidad ahora en las calles del Lower East Side entre
personas que Lippmann veía como seres humanos específicos e inconfundibles. En
sus escritos Lippmann tendía a enfrentar al Goliat del capitalismo contra el
David del talento y la voluntad personales.»
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial
Anagrama, 2006, en traducción de Daniel Najmías, pp. 124-128. ISBN:
84-339-0590-2.]
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